sábado, 21 de junio de 2008

San Carlino alle Quattro Fontane


Siendo una persona no creyente, más ateo o agnóstico según la temporada, siempre había pensado que eso jugaría en mi contra a la hora de captar la espiritualidad que impregna las obras de los grandes de la arquitectura sacra. Muy especialmente del más grande de todos ellos, don Francesco Castello del Borromini, un personaje torturado, estoico, asceta y malcarado cuya obra se desarrolló en la Roma papal del siglo XVII. Puro arte de Contrarreforma, aquello del barroco triunfante. Sin embargo, en un reciente viaje a la ciudad eterna, tuve el placer de adentrarme en este conjunto de contracciones curvas y rectas que es la Iglesia de San Carlos Borromeo y creo que llegué a captar parte de la espiritualidad que allí se concentra. Supongo que ayudó mucho el horario de la visita, próximo al cierre, y la escasa afluencia de público. Lo que me permitió un acercamiento más sosegado al conjunto de lo que es habitual en cualquier otra iglesia de la capital transalpina. Los que hayáis ido por allí sabréis de lo que os hablo.

La iglesia y convento de San Carlo alle Quattre Fontane es una pequeña edificación situada en la confluencia de la Via Barberini y la Via del Quirinale, en donde se ubican cuatro fuentes a la clásica en los diferentes chaflanes del cruce y que son las que le dan nombre. Encargo de la orden religiosa española de los Trinitarios Recoletos, San Carlino, como se la conoce vulgarmente, supone una de las obras cumbres del arte del barroco. El autor, que se reconocía súbdito de la monarquía española y al que unía una gran relación con Manuel de Moura, Embajador de España ante la Santa Sede, no dudo en aprovechar los conocimientos acumulados desde sus comienzos como cantero en Milán, para rendir un sentido homenaje a la grandeza de Dios.

La genialidad del artista se manifiesta en esta compleja edificación compuesta de cinco fachadas que están concebidas como entes independientes y que encierran el espacio cuadrilobulado de la iglesia junto al que erigió un patio abierto, enclaustrado, en el cual dispuso de manera personalísima diferentes elementos provenientes del sistema de órdenes clásicos y otros propios de las construcciones de Miguel Ángel. Con todo, lo más espectacular es la cúpula central. Realizada con un acasetonado de tipo clásico, extraído del Tratado de Serlio a partir del modelo de la basílica paleocristiana de Santa Constanza, con una articulación de formas geométricas trenzadas. El efecto de conjugar todo esto con la luz rasante proveniente de los focos naturales situados en los extremos de la bóveda, o el que surge de la linterna central, ofrece al espectador una visión mágica del conjunto. Y no es sólo eso, ya que esa misma luz se transmite a todo el espacio interior, formas curvas y rectas, retranqueos y juegos constructivos presentes, de forma que se generan impactantes juegos de luces y sombras que unidos al completo silencio en el que se sume el templo logran transmitir una sensación mística imposible de comprender si no se ha estado allí.

La verdad es que esto sí que es una experiencia religiosa y no lo que cantaba el Enriquito (Iglesias, para más inri). Impresionante.

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