sábado, 16 de mayo de 2009

Tres cantos fúnebres por Kosovo


El Kosovo reclamado por los serbios -Kosova para los albaneses- es una exigua franja de terreno sita en los Balcanes que tiene el dudoso honor de ser la región de Europa con mayor número de antecedentes bélicos. Un lugar de soberanía discutida en el que la vieja tragedia de la guerra se reproduce cíclicamente con nuevos y sangrientos dramas. Cualquiera lo diría atendiendo el significado de su nombre, “El campo de los Mirlos”, unos pájaros que, suponemos, hace mucho que dejaron de sobrevolar la zona.

Recientemente independizada de Serbia, su estatus aún se encuentra en disputa por cuanto la vieja metrópolis aún considera a Kosovo una provincia autónoma dentro de su propio territorio -no conviene olvidar que otros países como Rusia o la propia España tampoco la reconocen, amparándose en una Resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas-. No en balde su territorio es considerado como la cuna del pueblo serbio y de su ortodoxia religiosa, estando ubicados allí los monasterios de Banjska, Gracanica, Sokolica, Visoki Decani o el Patriarcado de Pech. Pese a esto, la permeabilidad de la frontera entre la región y la vecina Albania, además de las enormes tasas de natalidad entre los albano-kosovares residentes, han ocasionado que, en el momento de la declaración de independencia, la población de Kosovo fuese mayoritariamente de origen albanés. Concretamente el 88% de sus poco más de dos millones de habitantes.

Lo cierto es que, más allá de lo acontecido en los últimos años, la realidad de Kosovo nos es ajena. Y lo que nos llega lo hace con el sesgo habitual de nuestros queridísimos medios de comunicación. Como también la historia sangrienta de una región que parece condenada a no vivir nunca en paz.

En “Tres cantos fúnebres por Kosovo”, el escritor albanés Ismail Kadaré, recoge una parte fundamental de esa historia: la llamada “Batalla de Kosovo”, que dio comienzo a la ocupación otomana de los Balcanes. Fue en 1389 cuando una coalición cristiana formada principalmente por serbios, bosniacos, albaneses y valacos (rumanos) fue aniquilada por las huestes del sultán Murad I “el divino”. Desde aquel entonces los vencidos no han dejado de lamentar la derrota. Y es que ninguna batalla se ha mitificado tanto como la de Kosovo, dándoles causa a los herederos de los vencidos para reclamar su paraíso perdido. No es casual que, a comienzos de los 90, fuera precisamente allí donde comenzase la descomposición de Yugoslavia.

Turbé del sultán Murad I
En el libro, Kadaré nos muestra tres visiones de la famosa batalla. Y he de decir que el primer canto es magnífico. Narra los preparativos de la batalla, la refriega propiamente dicha y las consecuencias de la misma, desde un punto de vista casi periodístico. Una especie de crónica de guerra, pero hecha a más de seis siglos de distancia. El segundo canto repara en la huida de los perdedores, personificada en la figura de dos bardos, uno serbio y otro albanés. Ambos habían acudido al campo de batalla para presenciar la victoria que no se dio: la de las tropas cristianas comandadas por el Príncipe Lazar. El autor ensalza la nobleza perdida y como desde ese momento la barbarie se abrió paso en una región que parece predispuesta a ello. Es muy ilustrativo como los dos aedos se pasan casi todo el viaje exaltando su enemistad, maldiciendo uno a los albaneses y el otro a los serbios, mientras los turcos no establecen distinción a la hora de pasarlos a cuchillo. El tercer canto, que es el más corto y emotivo, está narrado en primera persona por el propio sultán, vencedor y a la vez víctima de la batalla. Asesinado por su hijo Bayaceto –luego Bayaceto I- sus restos reposan en una turbé sita en la llanura de Kosovo. Desde allí se verá obligado a presenciar, con tristeza, como los pueblos balcánicos en lugar de dedicarse a cualquier actividad útil, arremeten los unos contra los otros como si fueran perros salvajes. El lacónico canto de Murad I se cierra tal que así:
“¡Alá!, hace más de seiscientos años que estoy aquí, un monarca solitario, en medio de la inmensidad cristiana. En ocasiones, en las horas más crueles, me ronda la sospecha de que mi sangre sea el origen de todos estos horrores. Ya sé que es una idea insensata; no obstante, desde la no-vida donde me hallo, Señor, te lo ruego, concédeme por fin el olvido. Haz que retiren mi sangre de esta planicie helada. Y que no se contenten con llevarse la vasija de plomo, sino que excaven toda la tierra en el lugar en el que estuvo emplazada mi tienda, allí donde la tierra se impregnó por primera vez con esa sangre. Sí, Dios mío, haz que arranquen todo el barro en derredor, porque bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”.

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