jueves, 9 de julio de 2009

El terror de Tashkent


Este sábado comenzó una nueva edición del Tour de Francia, la competición ciclista por antonomasia. Partiendo desde Montecarlo para completar las veintiuna etapas de las que constará este año, una de las cuales transita por territorio español. Y ya son unos cuantos años en los que servidor se apostará frente al televisor durante las tres semanas de julio en las que se disputa la prueba. Vale, he exagerado un poquito. No todos los días, porque algunas etapas son infumables. Pero siempre hay cuatro o cinco con las que disfruto como un enano, viendo a los corredores retorcerse en esas cuestas imposibles. Normalmente las de alta montaña y las de media que acaban picando en alto. Bueno, también algunas en llano con las escapadas bidón, los abanicos, pinchazos inoportunos y el pelotón con el cuchillo entre los dientes. Y los sprint de la primera semana, como no.

El caso es que hay quienes defienden que para entender el Tour hay que ser francés. O al menos residir en el país vecino. Cierto que para ellos es algo más que una simple prueba deportiva. Pareciera más una cuestión de tipo identitario. El ciclismo es el Tour y no se concibe ese deporte si no es en el marco de la mítica prueba creada en 1903 por Henri Desgrange y que actualmente está dirigida por el discutido Christian Prudhomme. Yo, como no soy francés ni vivo en Francia -ni pretendo una cosa o la otra-, jamás podré amarlo tanto como ellos. Como aquel personaje de “Amelie” que en un pasaje de la película se pone a llorar como un magdalena, tras recuperar una figurita de Bahamontes que creía perdida y le retrotrae a su niñez. De Federico Martín Bahamontes aka “El águila de Toledo”, el mítico escalador español que fue seis veces ganador del Gran Premio de la Montaña y una de la clasificación general del Tour.
Mi seguimiento de la prueba es mucho más modesta y con menos pretensiones. Por eso mi ídolo también es más modesto y dudo que llegue a ocupar un lugar de honor en la historia del deporte de las dos ruedas (como sí lo hizo Bahamontes). Aunque para mí era, es y siempre será el puto número uno. Se llama Djamolidin Abdoujaparov y fue conocido como “El terror de Tashkent”. Existen dudas de si se ganó el mote por la manera tan salvaje que tenía de disputar los sprint o por lo feo que era. En todo caso Abdoujaparov era un esprínter y de los buenos. Ostentando un interesante palmarés en el que se dan cita el Maillot Verde de la regularidad de los Tours del 91, 93 y 94, el de la regularidad del Giro de Italia del 94 y el de la Vuelta a España del 92. Aparte de siete etapas de la Vuelta -4 en 1992 y 3 en 1993-, nueve del Tour -2 en 1991, 3 en 1993, 2 en 1994, 1 en 1995 y 1 en 1996- y una etapa en el Giro de 1994. Siendo el único ciclista junto a Jalabert y al gran Eddy Merckx, que ha ganado el maillot de la regularidad de las tres grandes vueltas.

“Abdou” nació en Uzbekistán y no sé si eso determinó su manera poco ortodoxa de esprintar -por decirlo suavemente-. Tal vez  acostumbrado a corretear por carreteras hechas con cerámica azul de Rishtan -¿y qué más?- el menda era incapaz de mantener la bici recta y metía más codos que Koeman en sus años mozos. Esa forma tan agresiva de disputar le grajeó no pocos enemigos. Además de protagonizar algunas de las caídas más brutales que uno recuerde. De hecho aún tengo en la retina el hostión que se metió en la última etapa del Tour del 91, cuando en la refriega final se arrimó tanto a los laterales, que se estampó contra una valla. ¡Pa’berse matao! Lo gracioso es que, como llevaba el Maillot Verde y las reglas del Tour exigen que para ganarlo se debe atravesar la meta sin ayuda, se vio obligado a montar de nuevo en la bici. La estampa del uzbeco, con el maillot destrozado y abundante sangre manando de su cabeza, rodando hacia la meta junto a los médicos del equipo pendientes de si se desmayaba, es una de las imágenes más potentes de la televisión de los noventa.
Por esas cosas le guardo cariño al gran Djamolidin. Y no me valen las imitaciones del todo a cien como ese Robbie McEwen. Y es que por mucho que se esfuerce el australiano, nunca llegará a ser igual de guarro y efectivo en la pugna final. Y es que hasta para ser un Hannibal Lecter sobre ruedas hace falta clase. Encima el tipo provenía de un país con escasa tradición ciclista como Uzbekistán, siendo capaz de codearse con las grandes escuelas de esprínteres como la italiana, la belga, la alemana o la holandesa. ¡Ah! Pero es que “Abdou” no era tan sólo un gran velocista. El tío llegó a ganar alguna etapa de media montaña, tras meterse en la escapada buena. Y es que además de veloz, era hábil. E inteligente. Y un animal.

Por desgracia, el final del uzbeco no fue el mejor, estando marcado por el dopaje. Durante la segunda etapa del Tour de 1997, dio positivo en un control y fue suspendido por un año. Después de eso se retiró del profesionalismo y nada más se supo. He comprobado que en su país es un ídolo. No me extraña. Sin embargo, me sorprende que su ejemplo no haya tenido como consecuencia el nacimiento de una escuela uzbeca de ciclismo. Y es que de aquellos lares, aparte de él, sólo recuerdo a un tal Abdourasmanov, que pasó sin pena ni gloria por el Giro o la Vuelta. Aunque igual lo he soñado, porque me he pasado Internet entero y no he encontrado una mísera referencia.

Y eso es todo lo que os tenía que contar.
Bueno y saludar a “Abdou” por si me lee. Capaz.
Gracias por tanto.

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