viernes, 24 de diciembre de 2010

Iván Rojo #2.... y feliz Navidad a todos!!!


Esta noche es Nochebuena y mañana es Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar, como reza el conocido villancico “Panderetas y zambombas”. Y es que son días de recogimiento, de visitar a los seres queridos, de dar y recibir regalitos y de reventar con las obligadas comilonas a las que hay que acudir bien provistos de Almax y/o Omeprazol…  pero también, al menos este año, es tiempo de que vea la luz el número 2 de mi fanzine favorito, el "Iván Rojo #2", que esta vez incluye un magnífico cuento titulado “Carajo”. Sarcástico, socarrón, tristón y con muchísima mala leche, “Carajo” no dejará indiferente a nadie. Por si os sirve de algo, a un servidor le ha encantado. En fin, a continuación lo reproduzco por si no os podéis agenciar una copia del fanzinito, ¡que me los están quitando de las manos!   

Carajo
“Mauricio (Moris en criollo mauriciano), oficialmente la República de Mauricio, es un país insular ubicado al suroeste del océano Índico, a 900 kilómetros de las costas orientales de Madagascar y aproximadamente a 3.943 kilómetros al suroeste de la India. Además de la isla de Mauricio, la república incluye las islas de San Brandón o Cargados Carajos, Rodrigues y las Islas Agalega”.
Palabra de Wikipedia.
Añade: “Población total: 1.240.827 (2007)”. Supongo que se refiere a personas.
Añade: “A la Isla Mauricio se le conoce en el mundo como la Isla Playa. Perdida en medio del Índico, este pequeño pedazo de paraíso está rodeado de lagunas. Los diferentes tonos azules ilustran los fondos cristalinos del mar”.
Obra de algún poeta frustrado tecleando basura en un mac mientras muerde un donut, sin duda. Peor: obra de algún don nadie que se cree un poeta malogrado con tendencia al sobrepeso por culpa de las crueles circunstancias de la vida moderna, lo estoy viendo.
Y para respaldar mi hipótesis, Wikipedia, o, bueno, su poeta reconvertido en panfletista a sueldo, se atreve a subir un peldaño más en la escalera de la belleza barata de postal o anuncio de metro y escribe a modo de indigesto colofón: “Cada fin de semana, las familias vienen a hacer picnic en la playa entre las melodías de los vendedores de helados”.
Cuando lo leí le deseé una muerte dolorosa y lenta.
En fin, eso es todo lo que sé de Mauricio, Isla Mauricio, la República del puñetero Mauricio o como quiera que se llame ese rincón del planeta. Eso y que dentro de apenas dos horas coge un avión para pasar allí los próximos ocho días y siete noches. Un paréntesis quizá eterno de verano tropical. Mierda. Ojalá un tsunami barriera del mapa el archipiélago. Justo ahora, antes del despegue.
Me he negado a conducir. Pero la acompaño porque lo contrario supondría dejar el coche en el aparcamiento del aeropuerto. Es decir, al menos una semana solo en casa y sin poder salir de esta ciudad tan pequeña. También es posible que haya venido con ella solo para joderla con mi presencia.
Sea como sea, avanzamos en silencio por las calles y luego por la carretera. Pone la calefacción pero no sirve de nada. Invierno mediterráneo, húmedo e imposible de engañar. Lo único que hace el chorro recalentado es llenar el aire de olor a polvo viejo haciéndolo aún más irrespirable. Cosas muertas. Me visualizo en un futuro inminente embalando mi ropa y mis libros. Tampoco el zumbido de los ventiladores mitiga el eco del constante clinc-clinc y de lo que nos dijimos antes de irnos a dormir o a intentarlo. Rebota burlón contra el salpicadero y contra las puertas y contra el techo y acaba explotándome en el centro de la frente. Supongo que a ella también, en mayor o menor grado. Menor, qué coño. Va atenta al asfalto, aunque intuyo que de tanto en tanto me busca de reojo. Yo miro por la ventanilla. El sol despunta como un gajo de naranja por detrás de vallas publicitarias, puentes para trenes de alta velocidad y polígonos industriales. Y es como si los campos de arroz, chufa o lo que sea esa materia verde oscuro se cubrieran de caramelo líquido. Es bonito, pienso. Seguro que mucho más que Mauricio. Hay que joderse… Un tsunami. Un terremoto de 9 grados en la escala Richter. Un petrolero convirtiendo los tonos de azul y los fondos cristalinos en una gigantesca fosa séptica por obra y gracia de miles de toneladas de crudo. Un holocausto nuclear. Un asteroide discreto, con cincuenta metros de diámetro me valdría. No es mucho pedir. Cosas por el estilo pasan todos los días en cualquiera de los muchos culos del mundo. Poner la radio y que el locutor dijera que la Isla Moris ha quedado reducida a volutas incandescentes. Que el resplandor de su fuego final es visible desde, no sé, Melbourne. Eso sí que sería precioso. El verdadero paraíso.
Pero no pulso el botón de On porque no voy a tener tanta suerte y porque estoy seguro de que ella está al acecho de cualquier mínima alteración de mi postura/silencio/distancia para empezar de nuevo a soltar mierda por la boca. Es probable que su primera frase pretendiera ser un acercamiento, algo inofensivo, un simulacro de reconciliación de pareja previo a la separación para no volar sobre medio mundo con un ligero mal sabor de boca. Pero enseguida, ante mi obstinación en el estúpido enfado, se creería legitimada para soltar todo lo que sé que está deseando soltar. Y no pienso darle ese gusto. No voy a hacer nada. No pienso decir nada. Aunque me muero de ganas de reventar, de montar una buena, de vomitarlo todo, ni siquiera voy a pronunciar ese jodido nombre que llevo oyendo desde hace meses.
En realidad son unas iniciales. C.J. Cejota. Resulta que al tipo le gusta que le llamen así. Más ridículo imposible. Estilo americano para un oriundo de Albacete, creo. Estilo americano para un aumentativo castellano. Y encima se las depila. Lo vi una vez, en la última cena de empresa a la que la acompañé. Eso: cejas como trazadas con compás, afeitado casi subcutáneo, perfecto nudo de corbata y un fuerte olor a colonia cara. Al estrecharme la mano dijo que era el nuevo director de marketing, calidad o algo parecido. Y desde entonces hasta en la sopa. Cejota ha conseguido captar tres nuevos clientes en su primera semana. Cejota es un profesional increíble. Cejota se ha comprado un coche nuevo para estar más a tono con su nuevo cargo. Cejota quiere que le ayude a alquilar un ático céntrico. Cejota dice que tengo un potencial increíble, que me quiere en exclusiva, que les ha pedido a los de arriba que sea su mano derecha. Me lo creo, palabra por palabra. En fin, Cejota esto, Cejota aquello hasta ¡Adivina! Cejota y yo hemos ganado ese viaje del que te hablé, el que los jefes prometieron regalar a los mejores empleados del semestre.
Y, bueno, después de bastante mierda acumulada en forma de llamadas a cualquier hora del día o de la noche, retrasos más o menos inexplicables a la hora de llegar a casa y ese tipo de rastros que no demuestran nada pero pueden demostrarlo todo, ahora vamos hacia el aeropuerto. Y no, no pienso decir nada porque lo cierto es que hay poco que decir, así que sigo mirando a través del cristal.
Los trabajadores fuman a las puertas de las fábricas con una especie de prisa lenta. Suena una sirena y tiran las colillas y se meten en las naves como si no hubiera otra opción. Nubecillas de humo y aliento que se pierden en la neblina general es lo único que queda de ellos. El otro día ella quiso saber si había traído mis curriculums al polígono y le mentí. En la última rotonda di un giro de 180º. Quizá si le hubiera dicho la verdad me habría ahorrado este absurdo trayecto final. Porque me gustaría decirle que en la vía de servicio un grupo de putas subsaharianas dan saltitos alrededor del fuego moribundo de un barril de gasolina. Sus dientes blanquísimos destacan en la penumbra. Parecen enmarcados en sonrisas carnosas. A pesar de todo y aunque probablemente no sea así, las negras parecen sonreír. Me gustaría decirle que me pregunto si serán felices. Ellas, los obreros y el ciclista que adelantamos sin guardar el metro y medio de distancia estipulado. Lleva gorro de lana, guantes Umbro, una braga que le cubre hasta los ojos y unos leotardos fucsia. La razón que pueda tener para salir de madrugada en pleno invierno a dar unas pedaladas me resulta un misterio pero sé que si digo todo esto en voz alta ella me responderá que el ciclista lo hace para estar en forma, que las putas no son felices pero se reconfortan pensando en lo que sus familias podrán comprar con el dinero que les envían cada quince días y que, con los tiempos que corren, los trabajadores de las fábricas dan gracias a dios por poder pagar la hipoteca. Y no me apetece que alguien que me considera poca cosa me dé lecciones de éxito vital. Así que sigo callado contemplando el espectáculo que me ofrece el mundo real, el de la gente que no triunfa ni fracasa, que sencillamente sobrelleva lo mejor posible lo que ha acabado siendo su vida. Y de repente me siento mejor. Les admiro. Y al llegar a casa escribiré un pequeño relato en el que seguramente no conseguiré transmitir lo que deseo: que hay muchas maneras de triunfar, y que solo un uno por mil de ellas son hermosas y puras y gratificantes. Y que desde luego no consisten en tumbarse al sol a la orilla del océano índico por haber aumentado el volumen de ventas de tu empresa.
Ojalá lleguemos de una puta vez al aeropuerto. No veo el momento de dejar de oír el tintineo de los palos de golf en el asiento de atrás, clinc-clinc-clinc-clinc. No veo el momento de que despegue rumbo a Cargados Carajos. De que se vaya al carajo. Y el cristal medio empañado me devuelve algo parecido a una sonrisa.

5 comentarios:

  1. Le beso la mano, Ilustrísima.

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  2. absolutamente indispensable este tal iván rojo. un buen chute de realidad entre estas apestosas fechas.

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  3. a mí tmb me ha gustado, MUCGO!!!! eso sí -y esto ya es osadía, tal ves, pero con la mejor de las intenciones. el párrafo "Pero no pulso el botón de On..." me sobra, se sale de ese tono contenido de la ira que tanto me gusta en el resto, y de la "absurdez" de la pareja pero sin decir lo evidente.
    chao! ya leeré los próximos, bss

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  4. Pues me alegro de veras madame... La mantendré informada.

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