martes, 24 de noviembre de 2015

Psicogeografía del East End

La verdad es que, pese a haberme topado con el término en más de una ocasión y gozar con textos y vídeos en los que se pone en práctica esta disciplina, no tenía mucha idea de que era esto de la psicogeografía. Es justo ahora, estando tan de moda en según que círculos -gracias a algunas relecturas de la serie “True Detective”-, cuando descubro que es una pariente de la geografía que, lejos de centrar su atención en hechos y fenómenos físicos, pone el acento en como el medio afecta al comportamiento del individuo y en como las emociones y conductas de los seres humanos dejan huella en ese mismo medio.

Al parecer la psicogeografía tiene su origen en la deriva urbana. En el flaneur parisino que a comienzos del XIX consagraba sus días a vagar por la ciudad siguiendo la llamada de las emociones, observando tanto el paisaje urbano como las gentes que en él habitan. Esa figura omnipresente en los cuadros de Gustave Caillebotte que también protagoniza los textos de Baudelaire, Robert Walser, Thoreau, Thomas de Quincey o el mismísimo Poe. Hoy día, además de la mencionada -aunque un tanto forzada- "psicogeografía sureña" creada por Nic Pizzolatto, tenemos ejemplos del fenómeno en las obras de Alan Moore, Will Self y muy especialmente en la de Iain Sinclair.

A este personaje es a quien yo quería llegar. Y es que, mi última y fatigosa lectura ha sido “White Chappell, Trazos Rojos” del mencionado Sinclair. Un escritor y cineasta de origen galés al que podemos considerar, con justicia, figura de culto. Eso a pesar de ser bastante desconocido para el lector en castellano, debido a lo escaso de su obra traducida a lengua cervantesca. He dejado caer que mi introducción al universo Sinclair ha sido una tarea agotadora. Y lo ha sido, pero también muy satisfactoria. ¿Por qué? Pues porque siempre es una gozada descubrir a un autor diferente. Alguien que propone algo completamente distinto a todo aquello con lo que esperaríamos toparnos cuando comenzamos un libro, empezamos una película o ponemos a rodar un disco. ¡Y que encima escribe tan rematadamente bien! Con una prosa preciosista, incluso adivinatoria, por momentos lenta, pero adecuada al objetivo buscado.

Luego está la cuestión del método. Es decir, la ya expuesta psicogeografía que, según el propio autor explica, “lidia con lugares, no con gente, con topografía y no con narrativa”. En este sentido, “White Chappell, Trazos Rojos” es una psicogeografía del East End londinense. Allá donde Jack el Destripador encontró a sus víctimas y probablemente cometió sus archiconocidos crímenes. El lugar en el cual dieron sus primeros pasos los Maiden de Bruce Dickinson. El hogar de gangsters de película como los gemelos Kray y centro del gueto judío en época victoriana. La casa del West Ham United, de donde salieron ilustres del balompié británico como Lampard, Ferdinand, Cole, Carrick o Defoe.

La acción de la novela intercala pasajes que transcurren en White Chappell contemporáneo con otros del siglo XIX. Los personajes del siglo XXI son cuatro corredores de libros antiguos, uno de los cuales descubre una copia de galeras del primer cuento de Sherlock Holmes, “Estudio en escarlata”. Este maravilloso hallazgo se mezcla con los crímenes cometidos siglo y pico antes por Jack “el destripador”. La narración del siglo XIX toma a sus personajes del ensayo “Jack el destripador: La solución final” del periodista Stephen Knight. En él, se especula con la existencia de una conspiración para encubrir la boda secreta entre el príncipe Eddy, duque de Clarence y Avondale, nieto de la reina Victoria, y una plebeya. El periodista sostiene que la última víctima de “el destripador” habría sido testigo de este matrimonio y que los asesinatos se llevaron a cabo para silenciarla. Al igual que al resto de prostitutas asesinadas, de alguna manera enteradas de las nupcias. Estos crímenes se realizaron de conformidad con los ritos masónicos por Sir William Gull, médico de la reina Victoria, un cochero llamado John Netley y el misterioso tercer hombre que, según especula Knight, pudo ser el pintor Walter Sickert. Justamente Gull es otra de las figuras centrales de este “White Chappell, Trazos Rojos”, junto a James Hinton, mejor amigo del médico de la reina, además de fanático religioso. Con todo, al libro le interesan los hechos mencionados para enmarcar la acción, pero no intenta demostrar ni desmontar la teoría de Knight. Sinclair está más  interesado en otras cosas que tienen que ver con el ocultismo, la religión, la ingeniería social y la experiencia urbana.

La novela es inclasificable. No estamos ante un ensayo periodístico, ni ante un novela policíaca, ni un hard boiled victoriano, ni una narración fantástica, ni siquiera histórica, sino que es todo eso y mucho más. Y comienza tal que así...
Existe una curiosa enfermedad del estómago en la que la úlcera crece como un tejido fibroso, coralino, que reemplaza a la musculatura, y la cicatriz divide ese sombrío receptáculo en dos zonas comunicadas a través de un istmo angosto. Una condición que no sin cierto temor los especialistas en patología describen como “estómago reloj de arena”.
Se pueden sentir las olas peristálticas mientras éstas pasan visiblemente por la parte superior del abdomen, de izquierda a derecha,como si fueran conscientes de la etiqueta diurna. Amigos de cirujanos las han observado hipnotizados, boquiabiertos, con el rapto de los que solean sus cabezas vacías al aire libre en el ocaso, ante esta revelación de mareas secretas. Un tedioso dolor se repite, picotea el hígado, y hasta la idea de comer se torna una tortura. Algo que comienza en la incomodidad se perfecciona con cada ingesta hasta colonizar toda la conciencia, hasta que abundantes vómitos, sorprendentes para los testigos casuales, traen alivio.
Nicholas Lane, descarnado, las manos sobre sus rodillas rígidamente angulosas, levantó la vista hacia el paisaje oscurecido, monótono, y después la bajó hacia el arenque a medias fermentado, mezclado con el moco color helecho que vertía de su garganta y se trenzaba en las duras lanzas del césped al costado de la carretera.
Trozos, que eran casi piel, se partían y caían al suelo. Lo arrebataron nuevas convulsiones. Sus huesos castañeteaban bajo su furia. Pedazos de bullabesa humeante se derramaban en un charco de sombra sobre la fina capa de nieve.
Ale, ahora a buscarla y a disfrutarla.

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