lunes, 27 de mayo de 2019

Columbus


Esta cosa de la cinefagia, definida de forma un tanto despreciativa como el innoble arte de tragarse casi cualquier producción cinematográfica por el mero hecho de serlo, también tiene sus cosas buenas. Y el que dice buenas, dice buenísimas. A mí, desde luego, me ha hecho muy feliz esa manera de entender la pasión por el cine. Disponiendo de un menú amplísimo en el que, según el día y la hora, elijo que cosas zamparme. Unos días me voy de asado de lomo vetado y choripanes y al siguiente me convierto en vegano estricto. Y a gozarlo, oye. Sin avergonzarme por ello. Haciendo compatible el disfrutar de un clásico de los años 50, con el de alguna tontera de acción o la comedieta simpática del año. Flipando con una peli de Bergman pero también con el último Mad Max, cambiando la mirada y aceptando que ni todos los momentos son iguales, ni siempre buscamos lo mismo. Lo cierto es que gracias a esa visión amplia, he podido toparme con verdaderos tesoros en lugares insospechados. Sirva de ejemplo mi penúltimo descubrimiento fílmico, One Cut of the Dead” (2017) del director japonés Shin'ichiro Ueda (Gracias Javi). Inteligentísima comedia de zombis en la que nada es lo que parece y mejor que no os diga mucho más. O la última cinta que he visto y de la cual me dispongo a hablar en esta entrada. “Columbus” (2017), dirigida por un ensayista y colaborador de la revista Sight & Sound que firma bajo el desafortunado seudónimo de “Kogonada”. El corrector insiste en poner “Mojonada” y a mí me viene a la cabeza todo el rato “Cojonada”.

El título elegido por este coreano-americano para su ópera prima, hace referencia a una población del estado de Indiana. Pequeña localidad sita en un entorno rural, que sin embargo supone un enorme ejemplo de mecenazgo en lo que a la arquitectura del siglo XX se refiere. El motivo se llama Irwin Miller, quien ocupara diferentes cargos de responsabilidad al frente de Cummins Inc., empresa líder en el desarrollo y distribución de motores diesel a nivel mundial y que está radicada en Columbus. A él se debe la imagen actual de la ciudad, ya que se esforzó en convertirla en el sueño de cualquier apasionado a la arquitectura y al arte moderno en general. El hombre, que era un intelectual graduado en Yale y Oxford, guardaba una estrecha relación con el arquitecto finlandés Eero Saarinen. De esta amistad, forjada a raíz de la construcción en Columbus de la First Christian Church, proyectada por el padre de aquel, surgirían un gran número de obras arquitectónicas en la ciudad. Todas financiadas, principalmente, por la familia Miller. Destacando el Irwin Union Trust and Bank, la casa Miller o la North Christian Church, proyectadas por el propio Saarinen; o el Mabel McDowell Adult Education Center y la First Baptist Church, por John Carl Warnecke y Harry Weese respectivamente.  

Todo este rollo tiene relevancia, ya que estas arquitecturas son un elemento fundamental para entender “Columbus”. Kogonada se sirve de esos espacios físicos para confrontarlos al espacio emocional de los dos caracteres principales de la historia. Maravillosamente interpretados por John Cho y, muy especialmente, por la jovencita Haley Lu Richardson. Personajes diferentes en cuanto a edad, formación, aspiraciones y desilusiones, que se encontrarán en Columbus de forma casual para, de alguna forma, liberarse de sus ataduras. Él es hijo de un famoso arquitecto y profesor, mientras que ella es una simple estudiante. Él se encuentra atrapado en Columbus, llegado desde Corea, tras ser avisado de que su padre está ingresado en un hospital de la ciudad. Ella, que es residente, se encuentra atrapada por culpa de su madre, una adicta en fase de recuperación. El caso es que ambos se ven obligados a permanecer allí contra su voluntad, en lugar de volver a la rutina en Seúl -en el caso de él-, o salir a perseguir sus sueños -en el de ella-. Las imponentes obras de los Saarinen y compañía, son el escenario en el cual se produce el acercamiento entre ambos. Además de actuar como metáfora. Esas casas, iglesias, bancos o escuelas son el marco al que ambos se ven atados e incapaces de huir.
Lo más tremendo del film, además de una imponente fotografía arquitectónica digna de Paolo Portoghesi o las atmósferas creadas por la música de Hammock, es la química entre actores. Reflejada en esas escenas a dos en las que, a través de los diálogos, pero también con el uso preciso de los silencios, van encontrándose y descubriéndose. Reflejándose el uno en el otro y, en definitiva, tejiendo un vínculo afectivo que podría llegar a ser su salvación. Unas escenas que recuerdan mucho en las formas al cineasta japonés Yasujiro Ozu. No parece casual esa impronta. Kogonada dedicó un ensayo visual a la obra del autor de “Los Cuentos de Tokio” (1953) o “Las hermanas Munekata” (1950) titulado “Way of Ozu” (2016). Identificando patrones formales y correspondencias, encontrando ritmos afines y contrapuntos, tanto a nivel de imagen como en lo sonoro.

El caso es que “Columbus” supone el estimulante debut tras las cámaras del amigo Kogonada. Y tiene mérito para alguien que debe llevar años pontificando sobre cine, escondido tras la pantalla de un ordenador. Por lo que supongo, o más bien intuyo, habría unos cuantos esperando el patinazo. Y el momento de devolver los “afectos” recibidos de aquel. Pero ya lo siento peña, tendrá que ser a la próxima.  

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