No sé dónde
leí que la prueba de grandeza de Richard Brautigan reside, justamente, en las
pasiones encontradas que despierta su obra. Pues bien, no sé cuan beligerante
me mostraré a partir de ahora con la legión de fans que atesora este autor –¡los tiene a puñaos!-. Lo que sí puedo decir
desde ya, es que “La pesca de la trucha en América” me ha parecido un libro
bastante vulgar. Y prescindiendo de la finezza
que nunca caracterizó a este blog, afirmaré que es un ñordo catedralicio. Con muy
buena prensa, eso sí.
Y es que
el librito de marras supuso un tremendo éxito de crítica, también de público, a
finales de los sesenta. De hecho, puso al frikazo
de Brautigan en el mapa. Sus escritos llegarían a ser considerados un símbolo
de la contracultura y el hipismo. Es más, hay quienes incluso le compararon con
Dylan y Ginsberg (wtf!?). Y en lo que hace a su inclasificable estilo, los hay quienes
ven en su obra referencias al estilo humorístico de Mark Twain y un halo de trascendentalismo
a lo Thoreau (wtf!? bis).
Por lo
que a mí respecta, existen muchas posibilidades de que esta sea la última
incursión en el universo sin gracia de este miembro de la Generación Beat. Si este extraño viaje a una época idealizada en forma de microrelatos
- la mayoría relacionados de una forma u otra con la pesca fluvial-,
es lo mejor que escribió este hombre, no quiero saber cómo será lo peor. Vaya,
que no me ha gustado nada de nada y supongo que ha quedado claro. Es más,
cuando leo que se refieren al libro como poético, melancólico y absurdo, yo lo que
interpreto es que “La pesca de la trucha en América” es a la poesía lo que
Raphael de la Guetto, es melancólico como un cuarentón alcoholizado rememorando conquistas de Instituto que nunca acontecieron, y
es absurdo como el futuro postapocalíptico de “Zardoz”. Y eso es todo lo que
tengo que decir sobre mi última lectura.
Homem em
Catarse es, básicamente, Afonso Dorido, referente de la actual escena musical
portuguesa al frente de los interesantes Indignu [lat.] -de quienes ya os he hablado por aquí-. Un tío que toca la guitarrita como los ángeles, lo que ya quedó
demostrado tanto en su primer EP “Guarda-Rios”, como en su aclamado álbum de
debut “Viagem Interior”, además de en los cuatro elepés que lleva grabados
junto a la banda madre.
Pues
bien, durante estos días de confinamiento forzado, mientras teletrabajo en
precario o paseo entre las cuatro paredes de este nuevo piso -que se ha
revelado demasiado pequeño para los tres y medio que somos-, me he topado con
lo nuevo del guitarrista de Barcelos. Y es una puta delicia. Se titula “Sem
Palavras, Cem Palavras” y es un álbum conceptual
que, como se infiere, no contiene más que el sonido de su guitarra, el de un
piano y un toquecillo de electrónica. Con ello Afonso se basta y se
sobra para encadenar una seguida de diez intensos pasajes, dibujados a base de
superponer capas y texturas.
Un álbum
que suena muy portugués, por lo sugerente y melancólico, pero a la vez muy post-rocker. En donde se dan cita desde los Explosions in the Sky hasta los primeros Múm, pasando por Slowdive y, cómo no, la música
tradicional del país vecino. Repleto de sentimiento y emotividad, recreando
maravillosas atmósferas, resulta ideal para la evasión de ese pequeño Chernóbil
que nos está tocando padecer. También de los infiernos particulares que se
desatan en nuestro día a día...
(Me viene a la cabeza uno que tiene que ver con
plantaciones de almendros infectados y con abueletes que no tienen otro medio
de vida más allá de su explotación. ¿Por qué será?)
Y esta es
la primera de mis recomendaciones musicales durante este 2020 de mierda. El año
en el que arranqué de un estado de emergencia –que de facto era de sitio- para
plantarme en un estado de alarma. ¡Échale huevos! Y sí, sé que el año pasado por estas fechas ya os había hablado sobre un buen puñado de álbumes. ¡Dadme
un respiro, collons!
Bueno va,
aunque no diré mucho más, además del disco de Homem em Catarse ando colgado de lo nuevo de Ben Watt - ¿quién me lo iba a decir?-, Bonnie “Prince”
Billie –el tito Will nunca defrauda-, Caspian –rozando el nivel del “Tertia”-,
Destroyer –a su rollo-, Drive-by Truckers –lo de siempre y bien que me parece-,
A Girl Called Eddy -16 años después, que se dice pronto-, Isobel Campbell –sin Marc,
ni por supuesto Stuart-, Lina_Raül Refree –el Rulo se pasa al fado-, Los
Enemigos -¡Aupa Josele!-, Luke Haynes - Peter Buck –gloriosa confluencia-, The
Men –más roqueros que nunca- , Nada Surf –menos no es más, pero sigue siendo
mucho-, Pablo und Destruktion –a vueltas con el bucle melancólico-, The Rentals
–ahora sí que sí, o eso parece-, Stephen Malkmus –moviéndose entre lo reflexivo
y lo lisérgico- Toundra –transmutados en
compositores de bandas sonoras- y VVV Tripin’You) –ahí siguen en aquello de rendir culto al frío, al ruido…-. Y prometen los avances de Brendan Benson, Greg
Dulli, Happyness, Inverness, Jeanines, The Lemon Twigs, Nap Eyes, Palehound,
Paradise Lost, Paradox Obscur, Protomartyr, Schammasch, Throwing Muses y
Waxahatchee.
¡Ah! Que no se me olvide esto. Está muy molona la iniciativa “Music for Gloves” en la que varios sellos nacionales ofrecen descargas de material inédito de sus bandas por un módico precio. Los
ingresos se destinan a la compra de equipos de protección para los hospitales.
Cuestión harto necesaria en estos tiempos de coronavirus. Y la verdad es
que hay cosas realmente chulas firmadas por gentes como The Parson Red Heads, The Violet
Hours, Kelley Stoltz, Daniel McGeever, The Maureens, Holy Tunics…
Pues
ahora quien ha muerto es Gabi Delgado-López, la mitad pensante y ejecutante de
los míticos D.A.F. (Deutsch Amerikanische Freundschaft). Formación de culto, de
sobra conocida en Alemania o Gran Bretaña, pero no tanto en la sufrida piel de
toro, de donde Gabi hubo de huir a causa del hacedor
de pantanos. Por lo que, a riesgo de convertir esto en la sección de necrológicas
de cualquier periodicucho, me veo obligado a escribir unas líneas al respecto.
Y no solo por su condición de pionero, a través de este proyecto electropunk surgido
en Düsseldorf en la década de los setenta. O por como Gabi, junto a su
compañero Robert Görl, influirían en el desarrollo posterior del sonido industrial
o en la mierda esa de la EBM que tan buenos ratos me dio durante la
adolescencia. Sino principalmente por lo bien que me lo he pasado y aún me lo
pasó poniendo a rodar sus discos. Especialmente el fantástico “Alles is Gut” de
1981, el tercero en su trayectoria. También el más elogiado.
No sé la
de veces que habré entregado a esos ritmos repetitivos y agobiantes. A ese sonido
minimalista y hasta rudimentario, trufado por los fraseos tan característicos
del front-man cordobés. Con esas atmósferas
amenazadoras, densas e hipersexualizadas –a esto ayudaba mucho la imagen del
grupo- que alcanzan su cénit en cortes como “Sato-Sato”, “Ich un die Wirklichkeit”
o “Der Mussolini” -lo más parecido a un hit
que jamás tendrían-. Un himno punk con mensaje antifascista, por mucho que
algunos en su momento lo entendieran de forma bien distinta. Con todo, mi
favorita hasta el día de hoy, también incluida en este álbum, sigue siendo la malrollera “Der Raüber und der Prinz”. Una
auténtica joyita del sonido alemán de todos los tiempos.
Cuando Gabi
terminara con D.A.F. siguió haciendo sus cositas. Como productor, diyéi ocasional
y también publicando discos en solitario. El más conocido vino firmado con su
nombre, titulándolo “Mistress” (1983). Una cosa rara que transita por otros
derroteros, más apegado a la cosa funky y hasta con guiños tropicales, que ya no me interesa tanto. De hecho he intentado recuperarlo
mientras escribía esta entrada y no ha habido manera... Que li anem a fer?
En fin,
descanse en paz Gabi Delgado-López y larga vida a su legado. Gracias por tanto. Sobre todo por D.A.F.
La verdad
es que en esta trama distópica en la que andamos enfrascados y en la que aquello
de la suspensión de la incredulidad funciona regular, estamos pasando por alto
un sinfín de cosas importantes. Quizás porque nos cuesta concebir que todo es real
como la vida misma, porque es justamente eso, la vida misma. Pero su apariencia
–y que me perdonen los expertos- no podría ser más peliculera. Y no de una peli
buena precisamente. ¿Os acordáis de aquellos tiempos en los que nos reíamos de
los chinos? ¡Qué’sageraos con el coronavirus mondié! ¡Si es una puta gripe mal curá! En fin… Penitenziagite.
Hablando
de recordar, ahora me viene a la cabeza el último disco de Throbbing Gristle
que me agencié. Y está hilado con lo anterior, no os asustéis. No hace tanto
de la compra. Fue en una efímera tienda de vinilos que abrió en un barrio pijo
del Cap i Casal. Una reedición de un
álbum mítico que ya tenía en otro formato, pero me apeteció llevarme tras una distendida
charla con el vendedor. También me acuerdo que, años antes, un fenómeno con
aspiraciones a gurú musical pretendió colarme la misma edición como si de un original
se tratara. El conato de agresión se produjo en un chiringuito que estaba –o está-
en una céntrica calle de Barcelona en la que hay –o había- otros espacios del mismo
palo. La verdad es que la anécdota da para otra entrada.
El caso
es que, en estos días de desasosiego e infección, en los que hemos pasado de
creernos a pies juntillas al Dr. Simón a cagarnos en sus muertos, uno de estos últimos
–aunque no por coronavirus- ha sido el señor/señora Genesis P. Orridge. Y está
bien recordarlo aquí. Vaya, que sería bastante injusto pasar por alto tamaña
pérdida. Al menos en un espacio con ínfulas culturales. Porque este andrógino
personaje, miembro fundador y líder espiritual de los mencionados Throbbing
Gristle, es una de las cosas más chulas que le ha pasado al mundo del arte –sí,
del arte- y no solo de la música. Un tipo controvertido y problemático que
acaba de pasar a mejor vida, según parece, tras una larga lucha contra la
leucemia.
El asunto
y a eso es a lo que iba, es que Genesis la ha palmao y esto también parece ficción. Porque creía que era un personaje
inmortal, como los vampiros estilizados de las sagas creadas por Anne Rice. O como Jordi Hurtado. Con
esta muerte, junto a la de gente como Mark E. Smith hace un par de años, se nos
están yendo casi todos los referentes del underground
sin que se atisbe mucho más en el horizonte. Y no consta que nadie
esté postulando a las vacantes, lo que más que una realidad es un puto drama.
No os voy
a engañar, a los Gristle llegué tarde y mal, como a tantas otras cosas en esta
vida. Es más, hay discos de la banda británica que apenas si he escuchado. Respecto
a sus míticas performances, repletas
de sexo, defecaciones, mutilaciones y demás cuestiones contrarias a la moral y
al sistema de valores tradicional, tan solo he leído cosas. Bueno, algún vídeo
he visto. Teniendo en cuenta que Genesis, Chris Carter, Cosey Fanni Tutti
y “Sleazy” Christopherson configuraron esto como un proyecto escénico
artístico, por encima de la cuestión musical, pues ya me contaréis…
Con todo,
aunque sea a la distancia y a través de un altavoz, me lo he pasado de puta
madre con su mierda desquiciada. Sobre todo los primeros discos, con los que
si me he dado el tiempo… Esos sonidos atonales, esquizoides y provocadores... Y especialmente “20 Jazz Funk Greats” de 1979, su ópus magnum, que es el álbum
del que os hablaba un poco más arriba. Aquel en el que mejor se plasma el
espíritu dadaísta de una banda que no admite comparaciones. Un trabajo que no
incluye nada de jazz, ni de funk y mucho menos cualquier atisbo de éxito. Ni
siquiera las veinte canciones que promete. Con esa portada que parece la de un
grupo de música facilona, con los cuatro miembros de la banda acicalados para la ocasión, posando
frente a un bonito paisaje. En algún momento supe que aquello que se ve al
fondo es una playa de Sussex que causa furor entre los suicidas. Así pues el
envoltorio supone la primera provocación de un trabajo de “terrorismo sonoro” (tal cual lo definió el mítico Jon Savage), que sentaría las bases de la
electrónica experimental en años venideros.
Throbbing
Gristle se separarían poco tiempo después de publicar este disco. El fallecido
Genesis P. Orridge (Q.E.P.D.) fundaría los no menos míticos Psychic TV e
iniciaría un proceso de transformación corporal en aras a parecerse cada vez
más a su esposa. Y más allá de lo brutal del proyecto personal, en lo meramente musical la cosa ya me interesa menos. Que también puede ser que no lo haya oído lo suficiente… Es verdad que es en esta etapa cuando se produjo la recordada
actuación en el programa de la Chamorro. Pero yo era un niño, xé.Sorry.
Y este es
mi humilde homenaje a Genesis P. Orridge y a los Throbbing Gristle… Bueno, esto también…
¿A que chana la camisa?
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Que por
cierto “Throbbing Gristle” vendría a significar erección, en jerga de Yorkshire. Y en España, quien homenajeara con más éxito a la acción de erguir o erigir el pene,
con agrandamiento y estado firme, sería el hijo del Fary -En el mundillo de la música, que os veo venir-. Creo que con eso está todo
dicho.
(Os dejo el vídeo enlazado, pero no os hagáis daño… Lo digo en serio).
¿Es el “But, What Ends When the Symbols Shatter” el mejor disco de Death in June?
Pues hombre, no sé si sería justo relegar de esa honrosa posición al
“Nada Plus!”, el “Operation Hummingbird”, el “Brown Book”
o al “Take Care & Control”. A mí personalmente el que más me
gusta es el “Rose Clouds of Holocaust” y mi canción favorita ni
siquiera está incluida en él, sino en el “Oh How We Laughed” -se
trata de “State Laugther”, por motivos sentimentales chungos y
también por esas trompetas locas seguidas de la gloriosa tamborrada y
esos ruiditos que suenan a sci-fi ochentero-. Pero vaya,
que peña más sabía y dedicada a estas cuestiones del neofolk,
suele concluir que sí. Decantándose por este icónico álbum publicado
el mismo año en el que se celebraron las Olimpiadas de
Barcelona. Con esa portada en la que se homenajea, de forma poco
disimulada, a Benito Mussolini. También de
alguna manera al líder homicida del People’s Temple. Y es que varios
de los cortes son reinterpretaciones de las soflamas del reverendo Jim Jones. Entre ellas “Little Black Angel”, una de las piezas más celebradas en la
larga trayectoria musical de Douglas Pearce y que me da pie para
introducir mi última lectura: “Piel de plata”.
Firmado por Javier
Calvo, que también es un fenómeno, aunque le tuviese medio
olvidado. Alguien a quien conocí primero a través de sus
artículos musicales -entiéndase esto en un sentido amplio-. Bueno,
también en su faceta de traductor. Y es que es responsable
de haber traducido varias obras de Foster Wallace, Palahniuk, Don DeLillo o Donald Ray Pollock que
me he leído. Pero vaya, que de todo esto ya os hablé
en otra entrada y no es cuestión de repetirse. De hecho, aquel post iba
sobre la novela con la que conocí al Javier Calvo escritor:“El jardín colgante”. Mi único acercamiento hasta el momento al universo
fabulado por Calvo. Y resulta inexplicable que habiendo pasado
casi ocho años desde aquello, aún no me hubiese echado al gañote nada más
de una cosecha que incluye un buen número de publicaciones. Porque
como dejé escrito, aquella obra me maravilló. Ni que hablar
de sus recomendaciones musicales, literarias o culturales así en
general, cada vez más difíciles de rastrear por la web.
“Piel de
Plata” es la historia de un crío bastante rarete -y enfermo- que se pasa
el día leyendo novelitas de ciencia ficción. Un día, en la sala
de espera del psiquiatra, conoce a una chica y queda fascinado.
Es mayor que él y se supone que más
inteligente, aunque a la postre lo único que queda claro es que está muchísimo más
loca. Con ella descubrirá la obra del poeta Juan Eduardo Cirlot y esos mundos más allá de su comprensión -y la de
casi cualquiera-. También a los mencionados Death in June, a través
del “But, What Ends When the Symbols Shatter” y muy especialmente de
ese angelito negro que nada tiene que ver con los de Machín y tan
hipnótico resulta en boca de Douglas P. Tras una serie de encuentros
y desencuentros producidos en una Barcelona menos mediterránea de lo que les
gustaría a sus políticos -y a los propios barceloneses, supongo-, vemos
como esta suerte de Holden Caulfield posmoderno y con atracción
por la oscuridad, transita el mito de la adolescencia. Y eso es
básicamente “Piel de plata”. Más o menos. Bueno, eso y un reconocido homenaje
a Michael Moorcock, prolífico autor de fantasía épica y asiduo letrista de los pesaos de
Hawkwind.
“El día que los extraterrestres lleguen a la
Tierra no será como nos lo han contado mil veces los novelistas de
ciencia-ficción. Los extraterrestres no levantarán una manita de tres dedos a
modo de saludo, ni tampoco harán unos pitiditos simpáticos que con el tiempo
nuestros científicos podrán descifrar y a los que podrán replicar. Cuando los
extraterrestres lleguen a la Tierra, lo más seguro es que se estrellen porque
no estén familiarizados con el concepto de suelo. O bien no entenderán que los
pobladores del planeta somos nosotros y no nuestras casas. O no caerán en la cuenta
de que nuestro lenguaje está asociado con las vibraciones que salen de los
agujeros en la cara, porque en su planeta no habrá agujeros, ni caras, ni
vibraciones, ni mucho menos pequeños glifos de tinta de un papel que se
interpretan con unos orbes mojados que hay en medio de esa cosa llamada cara.”
Un canto
a la juventud y a la rebeldía repleto de interesantes referencias que como
novela y pese a resultar entretenida, no es tan buena como “El jardín
colgante”. Quizás es que siempre me ha costado entrar en el rollo de Hawkwind…
Y eso que tengo bastante material original heredado. Eso
sí, está muy bien escrito.
“My
little black angel as years go by ... I want
you to fly with wings held high... I want
you to live by the justice code... I want
you to burn down freedom's road...”
Dzerzhinsk
es una ciudad rusa situada a unos ochocientos kilómetros de Moscú que debe su
nombre al primer jefe de la NKVD -el temido departamento soviético de asuntos
internos-. Fue además uno de los principales centros de producción de armas
químicas de Rusia, con acceso vetado a los occidentales hasta hace cuatro días.
Ahí mismito nació Eduard Veniamínovich Savenko, más conocido como Limónov, el escritor
de esta macarrada y el protagonista de esta otra. Y no parece casual. Supone un
comienzo perfecto en la vida de este aventurero, playboy y militante anarco-fascista
-admirador de Stalin y la vez amigo de Karadzic o Le Pen padre- cuya biografía
parece el guión de una peli de Tarantino. El fulano que creó y lideró a los nazbol hasta anteayer, cuando pasó a
mejor vida. Y es que ya no podremos volar a Moscú y hablar con Limónov de sus planes de gobierno…
Ícono underground, Limónov se dio a conocer a
través de una serie de novelas en las que narra su exilio en los EEUU a
mediados de los setenta –“Soy yo, Édichka”, “Historia de un servidor” y “Diario de un fracasado”-. Si bien, mi
puerta de entrada al universo del artista fue la fantástica biografía firmada
por el rusófilo Emmanuel Carrère. Ya en plena década de los ochenta se mudaría
a París, donde participará en varias revistas literarias. Sus trabajos en esa
época, también autobiográficos, van más en línea de escandalizar a la plebe con
sus historias sexuales –“El poeta ruso
prefiere los negrazos”-. Regresaría a su país natal ya en los noventa,
coincidiendo con la caída del régimen soviético, para centrarse en cuestiones
políticas. Dando cauce a su verborrea delirante a través del periódico Limonka,
a la sazón boletín oficial del Partido Nacional Bolchevique, fundado por él
mismo. Acusado de terrorismo, conspiración por la fuerza contra el orden
constitucional y tráfico de armas, acabaría dando con sus huesos en la cárcel. Pero
eso no contuvo su actividad y, una vez fuera, montó La Otra Rusia para
continuar esparciendo su mensaje político contradictorio, casi siempre opuesto
a Putin, aunque menos hacia el final. Gracias sobre todo a su sesgo
nacionalista en temas como el de la anexión rusa de la península de Crimea.
Un tipo
que se desenvolvió en la vida como un pececillo de plata entre el papel impreso.
No discriminando entre ídolos e ideologías. Capaz de navegar entre los textos de Lenin y Hallier,
admirar las bondades del capitalismo para luego criticarlo y ensalzar el modelo
soviético. Incorporando casi cualquier cosa al batiburrillo de cuestiones sin sentido y lecturas medio digeridas que había en su cabeza. También es verdad que, como dijo
en una entrevista reciente, “cada cosa tiene su tiempo, eso es todo. Hay uno para las tetas y los muslos de Maggie, reina de la cocaína, y otro para el fusil de asalto Kalashnikov”. ¡Ea! Descansa en paz tío loco.
Tendemos
a enfatizar el hecho de que los dioses
de la antigüedad gozaran de poderes sobrehumanos, pero me parece
más esclarecedor el uso poco amable de los mismos, por decirlo de una manera suave. La
voluntad impuesta de Zeus, Wotan u otros mendrugos adorados por diferentes
culturas de aquí y allá resultaba, en no pocas ocasiones, caprichosa, egoísta y
lesiva. Supongo que es lo que tiene ser inmortal y disfrutar de las capacidades
de someter a cualquiera. Con todo, se supone que algunos usaron esos poderes más
centrados en aquello de hacer el bien –y lo que cojones signifique eso- que en lo
contrario. De ahí la responsabilidad de cada cual a la hora de declararse acólito
del Superman de turno. Y es que la
elección de deidad dice más de nosotros que de la propia deidad, que dejó
escrito alguien. En mi caso y si fuese capaz de pasar por alto mi ateísmo
militante, bebería los vientos por un Dios del tipo destroyer. Aunque puestos a pedir preferiría que los súper poderes
me los confiriesen a mí y ser yo el ungido… ¡Os ibais a cagar! ¿Habéis visto
“Chronicle” o “El hijo”? Una mariconá
al lado de lo que iba a ser esto...
Todo para
introduciros a la peña de La Orden, culto dedicado en cuerpo y alma a la
veneración de un Dios antiguo que se manifiesta como una oscuridad voraz. Los
miembros del mismo conocen a este Dios y le piden cosas chungas, porque en
general son más malos que un dolor de muelas. O que el coronavirus, que resulta
más actual. Cierto que esto de La Orden no existe en nuestra realidad, al menos
que sepamos. Es una invención terrorífica de Mariana Enríquez incluida en su
último libro “Nuestra parte de noche”. Una novela tremenda en la que valoriza
las supersticiones, los mitos góticos y las leyendas de los
pueblos originarios, que resulta siniestra, poética, tierna y hasta
política. ¿Qué no puede ser? Acábatela y después me cuentas.
La cosa
comienza con un padre y un hijo que atraviesan Argentina por carretera, desde
Buenos Aires hacia la frontera norte con Brasil y Paraguay. Son los
años del Proceso de Reorganización Nacional, la dictadura que se instaló en la
patria del flaco Spinetta y Borges entre el golpe de estado de 1976 y el
gobierno de Alfonsín. Descubriremos que el padre trata de protegerlo del
destino que le ha sido asignado. Una condena heredada que seguramente le
arrastrará a él, médium del culto arriba mencionado, como ya se llevó por
delante a la madre, muerta en circunstancias poco claras. Al final “Nuestra
parte de noche” resulta ser una suerte de road
trip trasandina que incluye una reflexión sobre la paternidad en un sentido
amplio. Y es que el extraño vínculo entre los protagonistas principales y la
reflexión sobre si algunas cosas merecen realmente la pena, son con mucho lo
mejor de la novela.
Sin
olvidar que es un libro de la Enríquez y por lo tanto esencialmente una novela
de terror alla maniera di, es decir, vinculando
lo cotidiano y la realidad política de su país, con el consabido interés por lo
esotérico, los mundos paralelos y los rituales. Influida por la narrativa gótica
clásica, las novelas victorianas, las historias “juveniles” de Stephen King, el
viaje post apocalíptico dibujado por McCarthy en “La Carretera”, los mundos
mágicos del chalao de Jodorowsky, pero
también el rock y el cine. ¡Si hasta hay un cameo de Bowie!
La novela,
cuya única pega es que, quizás, sea excesivamente larga, está escrita de una
forma muy guay. Variando según las voces de quienes la protagonizan y hacen
de narradoras. Partiendo de un verso en un poema de Emily Dickinson, se
estructura en seis partes, reflejando puntos de vista diferenciados que abordan
diferentes épocas que van desde el Londres bohemio y libertino de los sesenta,
al Buenos Aires juvenil de los noventa. La verdad es que me ha parecido un
novelón en todos los sentidos. Lo del Premio Herralde me la suda, aunque supongo que a ella no, claro.