“Mauricio (Moris
en criollo mauriciano), oficialmente la República de Mauricio, es un país
insular ubicado al suroeste del océano Índico, a 900 kilómetros de
las costas orientales de Madagascar y aproximadamente a 3.943 kilómetros
al suroeste de la India.
Además de la isla de Mauricio, la república incluye las islas
de San Brandón o Cargados Carajos, Rodrigues y las Islas Agalega”.
Palabra de Wikipedia.
Añade: “Población total: 1.240.827 (2007)”. Supongo
que se refiere a personas.
Añade: “A la Isla Mauricio se le
conoce en el mundo como la Isla Playa. Perdida en medio del Índico, este
pequeño pedazo de paraíso está rodeado de lagunas. Los diferentes tonos azules
ilustran los fondos cristalinos del mar”.
Obra de algún poeta frustrado tecleando basura en
un mac mientras muerde un donut, sin duda. Peor: obra de algún don nadie que se
cree un poeta malogrado con tendencia al sobrepeso por culpa de las crueles
circunstancias de la vida moderna, lo estoy viendo.
Y para respaldar mi hipótesis, Wikipedia, o, bueno,
su poeta reconvertido en panfletista a sueldo, se atreve a subir un peldaño más
en la escalera de la belleza barata de postal o anuncio de metro y escribe a
modo de indigesto colofón: “Cada fin de semana, las familias vienen a hacer picnic
en la playa entre las melodías de los vendedores de helados”.
Cuando lo leí le deseé una muerte dolorosa y lenta.
En fin, eso es todo lo que sé de Mauricio, Isla
Mauricio, la República del puñetero Mauricio o como quiera que se llame ese
rincón del planeta. Eso y que dentro de apenas dos horas coge un avión para
pasar allí los próximos ocho días y siete noches. Un paréntesis quizá eterno de
verano tropical. Mierda. Ojalá un tsunami barriera del mapa el archipiélago.
Justo ahora, antes del despegue.
Me he negado a conducir. Pero la acompaño porque lo
contrario supondría dejar el coche en el aparcamiento del aeropuerto. Es decir,
al menos una semana solo en casa y sin poder salir de esta ciudad tan pequeña.
También es posible que haya venido con ella solo para joderla con mi presencia.
Sea como sea, avanzamos en silencio por las calles
y luego por la
carretera. Pone la calefacción pero no sirve de nada.
Invierno mediterráneo, húmedo e imposible de engañar. Lo único que hace el
chorro recalentado es llenar el aire de olor a polvo viejo haciéndolo aún más
irrespirable. Cosas muertas. Me visualizo en un futuro inminente embalando mi
ropa y mis libros. Tampoco el zumbido de los ventiladores mitiga el eco del
constante clinc-clinc y de lo que nos dijimos antes de irnos a dormir o a
intentarlo. Rebota burlón contra el salpicadero y contra las puertas y contra
el techo y acaba explotándome en el centro de la frente. Supongo
que a ella también, en mayor o menor grado. Menor, qué coño. Va atenta al
asfalto, aunque intuyo que de tanto en tanto me busca de reojo. Yo miro por la ventanilla. El sol
despunta como un gajo de naranja por detrás de vallas publicitarias, puentes
para trenes de alta velocidad y polígonos industriales. Y es como si los campos
de arroz, chufa o lo que sea esa materia verde oscuro se cubrieran de caramelo
líquido. Es bonito, pienso. Seguro que mucho más que Mauricio. Hay que joderse…
Un tsunami. Un terremoto de 9 grados en la escala Richter. Un
petrolero convirtiendo los tonos de azul y los fondos cristalinos en una
gigantesca fosa séptica por obra y gracia de miles de toneladas de crudo. Un
holocausto nuclear. Un asteroide discreto, con cincuenta metros de diámetro me
valdría. No es mucho pedir. Cosas por el estilo pasan todos los días en
cualquiera de los muchos culos del mundo. Poner la radio y que el locutor
dijera que la Isla Moris
ha quedado reducida a volutas incandescentes. Que el resplandor de su fuego
final es visible desde, no sé, Melbourne. Eso sí que sería precioso. El
verdadero paraíso.
Pero no pulso el botón de On porque no voy a tener
tanta suerte y porque estoy seguro de que ella está al acecho de cualquier
mínima alteración de mi postura/silencio/distancia para empezar de nuevo a
soltar mierda por la boca. Es
probable que su primera frase pretendiera ser un acercamiento, algo inofensivo,
un simulacro de reconciliación de pareja previo a la separación para no volar
sobre medio mundo con un ligero mal sabor de boca. Pero enseguida, ante mi
obstinación en el estúpido enfado, se creería legitimada para soltar todo lo
que sé que está deseando soltar. Y no pienso darle ese gusto. No voy a hacer
nada. No pienso decir nada. Aunque me muero de ganas de reventar, de montar una
buena, de vomitarlo todo, ni siquiera voy a pronunciar ese jodido nombre que
llevo oyendo desde hace meses.
En realidad son unas iniciales. C.J. Cejota.
Resulta que al tipo le gusta que le llamen así. Más ridículo imposible. Estilo
americano para un oriundo de Albacete, creo. Estilo americano para un
aumentativo castellano. Y encima se las depila. Lo vi una vez, en la última
cena de empresa a la que la
acompañé. Eso: cejas como trazadas con compás, afeitado casi
subcutáneo, perfecto nudo de corbata y un fuerte olor a colonia cara. Al
estrecharme la mano dijo que era el nuevo director de marketing, calidad o algo
parecido. Y desde entonces hasta en la sopa. Cejota ha conseguido captar tres nuevos
clientes en su primera semana. Cejota es un profesional increíble. Cejota se ha
comprado un coche nuevo para estar más a tono con su nuevo cargo. Cejota quiere
que le ayude a alquilar un ático céntrico. Cejota dice que tengo un potencial
increíble, que me quiere en exclusiva, que les ha pedido a los de arriba que
sea su mano derecha. Me lo creo, palabra por palabra. En fin, Cejota esto, Cejota
aquello hasta ¡Adivina! Cejota y yo hemos ganado ese viaje del que te hablé, el
que los jefes prometieron regalar a los mejores empleados del semestre.
Y, bueno, después de bastante mierda acumulada en
forma de llamadas a cualquier hora del día o de la noche, retrasos más o menos
inexplicables a la hora de llegar a casa y ese tipo de rastros que no
demuestran nada pero pueden demostrarlo todo, ahora vamos hacia el aeropuerto.
Y no, no pienso decir nada porque lo cierto es que hay poco que decir, así que
sigo mirando a través del cristal.
Los trabajadores fuman a las puertas de las
fábricas con una especie de prisa lenta. Suena una sirena y tiran las colillas
y se meten en las naves como si no hubiera otra opción. Nubecillas de humo y
aliento que se pierden en la neblina general es lo único que queda de ellos. El
otro día ella quiso saber si había traído mis curriculums al polígono y le
mentí. En la última rotonda di un giro de 180º. Quizá si le hubiera dicho la
verdad me habría ahorrado este absurdo trayecto final. Porque me gustaría
decirle que en la vía de servicio un grupo de putas subsaharianas dan saltitos
alrededor del fuego moribundo de un barril de gasolina. Sus dientes
blanquísimos destacan en la penumbra. Parecen enmarcados en sonrisas carnosas.
A pesar de todo y aunque probablemente no sea así, las negras parecen sonreír.
Me gustaría decirle que me pregunto si serán felices. Ellas, los obreros y el
ciclista que adelantamos sin guardar el metro y medio de distancia estipulado.
Lleva gorro de lana, guantes Umbro, una braga que le cubre hasta los ojos y
unos leotardos fucsia. La razón que pueda tener para salir de madrugada en
pleno invierno a dar unas pedaladas me resulta un misterio pero sé que si digo
todo esto en voz alta ella me responderá que el ciclista lo hace para estar en
forma, que las putas no son felices pero se reconfortan pensando en lo que sus
familias podrán comprar con el dinero que les envían cada quince días y que,
con los tiempos que corren, los trabajadores de las fábricas dan gracias a dios
por poder pagar la
hipoteca. Y no me apetece que alguien que me considera poca
cosa me dé lecciones de éxito vital. Así que sigo callado contemplando el
espectáculo que me ofrece el mundo real, el de la gente que no triunfa ni
fracasa, que sencillamente sobrelleva lo mejor posible lo que ha acabado siendo
su vida. Y de repente me siento mejor. Les admiro. Y al llegar a casa escribiré
un pequeño relato en el que seguramente no conseguiré transmitir lo que deseo:
que hay muchas maneras de triunfar, y que solo un uno por mil de ellas son
hermosas y puras y gratificantes. Y que desde luego no consisten en tumbarse al
sol a la orilla del océano índico por haber aumentado el volumen de ventas de
tu empresa.
Ojalá lleguemos de una puta vez al aeropuerto. No
veo el momento de dejar de oír el tintineo de los palos de golf en el asiento
de atrás, clinc-clinc-clinc-clinc. No veo el momento de que despegue rumbo a
Cargados Carajos. De que se vaya al carajo. Y el cristal medio empañado me
devuelve algo parecido a una sonrisa.