Ya
estoy de vuelta de un mini viaje que me ha llevado a peregrinar por lugares
santos repletos de indeseables armados hasta los dientes, bañarme en mares cuya
salinidad impide que ningún ser vivo habite en ellos, caminar sin rumbo en inmensos
desiertos de arena rojiza sin los cuales no se entendería la Gran Revuelta Árabe y toparme con espectaculares construcciones nabateas en las que se
desarrollan las aventuras de un afamado arqueólogo y profesor de la Universidad Barnett. Porque aprovechando una superoferta de última hora, me
planté en el caótico aeropuerto de Amman, la antigua Philadelphia romana y
actual capital de Jordania, dispuesto a olvidarme de mis problemas durante unos
días. No lo conseguí del todo. Tal vez por tratarse de mi primer viaje largo
sin la habitual compañía y la verdad es que eché de menos bastantes cosas. Eso
no quita que me gustara mucho casi todo lo que visité.
Antes
del viaje conocía poco sobre Jordania y tan sólo un poquito más sobre Oriente
Medio. Por los telediarios, los periódicos, pero también gracias al mundo del
cine, sabía de la complicada situación política de esa región, en constante
conflicto armado. Si bien, siempre he tenido la sensación de no saber demasiado ya que los medios de comunicación ofrecen poca luz, con su visión extremadamente
maniquea de lo que allí acontece. La realidad es que en ambos márgenes del río
Jordán coexisten, peor que mejor, el Reino Hachemita de Jordania (المملكة الأردنّيّة
الهاشميّة) y el estado de Israel (מְדִינַת יִשְרָאֵל). Junto a ellos y para completar la “idílica”
estampa, les acompañan países como Siria –donde se están moliendo a palos por
obra y gracia de su presidente Bashar al Assad-, Irak -¿hace falta añadir algo más
sobre este país?-, Arabia Saudí –teocracia infumable que todavía se mantiene
como un sistema feudal en el que la dinastía de los Al-Saud gobierna
concentrando toda la autoridad y todo el petróleo, que es mucho- y el Líbano
–antaño considerada “la Suiza de Oriente Medio”, ahora el pelele de los
israelíes, tan aficionados ellos a bombardear a sus vecinos-. De Jordania
conocía que su anterior Jefe del Estado estaba casado con una guapa
norteamericana rebautizada como Noor Al-Hussein (“Luz de Hussein”) y que su
hijo, el actual rey Abdullah contrajo matrimonio con otra bella mujer, la reina Rania. …y luego esta Petra, motivo suficiente por si mismo para querer visitar
la zona. Ahora a la vuelta también sé que es un bonito país lleno de gente súper
amable y muy educada, fanáticos de la liga española de fútbol y muy
especialmente del Barça y del Madrid, no tan barato como me esperaba, muy
caluroso excepto Amman, bastante abierto para ser un país árabe
mayoritariamente musulmán y, ¡punto negativo para Jordania!, en el que cuesta
Dios y ayuda encontrar una puta cerveza con alcohol.
Este
joven país, conocido hasta 1950 como Transjordania, es un reino repleto de
contrastes. Una dictablanda dominada por un rey majete, el
omnipresente Abdullah (su efigie en las más variadas poses aparece en todas las
esquinas del país, bien sólo bien junto a su esposa e hijo mayor), al que todos sus
súbditos parecen adorar. Y es que la gente no olvida que es el hijo de Hussein,
hacedor de la Jordania moderna, aquel que con su compleja política de equilibrios
consiguió la estabilidad en una zona tan movidita como esa. Algo
que redundó en beneficio de un país a priori abocado al fracaso total y
absoluto. Además de estar rodeado por países en constante guerra, hay que tener
en cuenta que casi todo él es un desierto y que tan sólo tiene un 3,32% de superficie
cultivable. Pero Hussein con tácticas más o menos discutibles consiguió que
llegara dinero hasta aquel agujero, generando así los recursos necesarios para alcanzar
ciertas cotas de progreso. Sobretodo si lo comparamos con sus belicosos e
inmensamente más ricos vecinos.
Aunque si algo tiene
Jordania es un rico legado en forma de monumentos y maravillas naturales.
Empezando por los castillos del desierto, enormes caravasares y/o espacios para
el recreo de los reyes de la dinastía omeya, las aceitosas y saladas aguas del
Mar Muerto, las imponentes fortificaciones de los templarios, los vestigios
romanos conservados en la ciudad de Jerash (Gerasa), el desierto del Wadi Rum, el
esplendor de los mosaicos en Madaba, el muy cristiano Monte Nebo o la muy árabe
ciudad de Amman… Pero sin lugar a dudas lo más impresionante es la monumentalidad
de Petra, “la ciudad rosa” de los nabateos, que tuve la suerte de visitar casi
vacía de turistas. Puedo afirmar sin miedo a equivocarme que ningún documental
o película en la que hayáis visto esta ciudad Patrimonio de la Humanidad, os da
una idea real de lo que hay allí. Nada le hace justicia. Es de lo más
impactante que he visto y que probablemente veré en toda mi vida.
También aproveché, ya que
estaba a escasos 55 kilómetros de distancia, para pasar un día la frontera con
Israel y ver Jerusalén. Una experiencia que debo calificar de agridulce. Porque
la ciudad es preciosa, repleta de pedacitos de historia desperdigados en cada
calle, en cada iglesia, mezquita y sinagoga, en cada palacio y muro. Pero entre
los desagradables agentes de fronteras que te tienen dos horas llenando
papelitos y haciendo colas, los civiles al servicio de empresas de seguridad
rollo Blackwater con ametralladoras
dignas del videojuego de guerra más moderno, o la presencia abrumadora de
medidas de seguridad en cada esquina, al final no disfrutas la ciudad como
deberías. Y si encima te toca presenciar el maltrato al que sometieron a un
guía por el hecho de ser un palestino de Belén, pues tanto peor… En fin, que
ciudad más linda de no ser por sus gentes.
Mañana más, pero no mejor.
Mañana más, pero no mejor.
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