jueves, 25 de abril de 2019

Gilead, de Marilynne Robinson


El Gilead real se puede ubicar en un mapa de los Estados Unidos. Se trata de un pueblecito de 209 habitantes, según el censo de 2010 y la Wikipedia, en la frontera sur del estado de Maine. Sin embargo el Gilead de esta novela no es éste sino un enclave imaginario sito en Iowa, en el Medio Oeste. Aunque también es un poblacho con cuatro casas mal dispuestas a lo largo de otras tantas calles. La elección del nombre por parte de su autora no es casual. Es la transliteración inglesa del término hebreo “Galaad” o “Galed” en español. El “monte del testimonio” o el “monte de la alianza” del Génesis 31, que hace referencia al punto geográfico en el que se sustanció el pacto de Jacob con Labán a instancias del mismísimo Yahvé. La cosa se selló con el amontonamiento de piedras conmemorativas, siguiendo la tradición ancestral de los pueblos semíticos para honrar a sus dioses que, de alguna manera y con otra significación, pervive hoy día en el seno de la comunidad judía. También la Biblia habla de “Galaad” como el lugar en el que se haya el bálsamo curativo capaz de preservar la paz y la salvación en tiempos convulsos. Lectura ésta que cobra todo el sentido con lo que Marylinne Robinson nos ofrece en su segunda novela. Y es que el Gilead fabulado viene a ser ese bálsamo que proporciona consuelo, salvación y esperanza a su protagonista, el reverendo John Ames Boughton. Un personaje inolvidable.
Hay que decir que esta significación ya había sido utilizada, a su manera y con notables diferencias, por Mark Twain y Edgar Allan Poe. También y de forma un tanto más cruda en el “El cuento de la criada” de Margaret Atwood.

“Gilead” es una novela epistolar. Se trata de la carta que un reverendo baptista ya en la senectud, le escribe a su hijo de siete años para que la lea una vez él haya muerto. Es por lo tanto, una de esas tantas historias en las que, aparentemente, no pasa nada. Una no-historia vaya. Contrariamente, contiene un buen puñado de pequeñas historias aparentemente inconexas en la que se examinan hechos aislados que afectan al reverendo y/o a sus allegados. Poniendo de relieve todas las contradicciones que acompañan a este hombre bueno a lo largo de más siete décadas. John Ames nos abre su alma, elucubra acerca de la soledad, la vejez, la guerra, la pérdida de la fe, la redención, los celos, la familia, los hijos y en definitiva sobre la condición humana y el milagro de la existencia. “Gilead” también es un fiel retrato de esa América profunda dominada por la religiosidad y por la ignorancia de todo lo que sucede unos kilómetros más allá. La de los hillbillies, vaya. Si bien, no hallareis nada en este libro respecto a las adicciones, la violencia o esas maneras de vivir que condenan a los habitantes de estos enclaves a un modelo social terrible. Bueno, hay que tener en cuenta que no transcurre en la actualidad. Tampoco hay nada de música country. De hecho y ahora que lo pienso, ni religiosa.  
“Nunca creí que vería a una esposa mía idolatrando a un hijo mío. Todavía me asombra cada vez que lo pienso. Escribo esto, en parte, para decirte que si alguna vez te preguntas qué has hecho en tu vida, y todo el mundo se lo pregunta en un momento u otro, sepas que has sido para mí la gracia de Dios, un milagro, algo más que un milagro. Tal vez no me recuerdes muy bien y quizá no te parezca gran cosa haber sido el hijo querido de un viejo en un pueblecito de mala muerte que, sin duda, habrás dejado atrás”.

En lo que se refiere a las formas, la inexistencia de acción requiere un ritmo pausado y reflexivo. La (no) historia es sencilla pero está muy bien contada y no solo por el logrado equilibrio entre los recuerdos y el presente, sino también por la belleza e intensidad de una prosa a la que podríamos calificar de poética. En cierto sentido recuerda a como está contada la maravillosa “Stoner” de John Williams, de la que ya os hablé por aquí. Además de que sus personajes principales tienen puntos en común.   
“Nuestro sueño de vida terminará como acaban los sueños, abrupta y completamente, cuando sale el sol, cuando llega la luz. Y pensaremos, todo ese miedo y esa congoja eran por nada”. 

Un libro muy bello y tremendamente disfrutable incluso para ateos como servidor. O agnósticos que uno no sabe ya que pensar. Por si aún no os he convencido sabed que “Gilead” mereció el Pulitzer 2005 y el National Book Critic Circles Award de 2004.

domingo, 21 de abril de 2019

En ocasiones (también) leo cómics


Y es que no recuerdo la última vez que me sumergí en la lectura de algún eminente representante del mal llamado "noveno arte". Vale que aquí a la distancia me cuesta Dios y ayuda agenciarme las cosas que van publicándose y me interesan. Eso y que cuestan mucha pasta. Ya no sé si es por el impuesto aplicado o porqué los libros llegan nadando desde el Viejo Continente. 

El caso es que me he leído “El Árabe del futuro” del francés Riad Sattouf, ganadora del Gran Premio a la mejor obra en el Salón del Cómic de Angulema. La historia real de un niño rubio y de su familia en la Libia de Gadafi y en la Siria de Hafez el Asad. Poca broma. La primera parte, porque creo que ya tiene tres y aspira a una cuarta bajo la etiqueta “Una juventud en Oriente Medio”. Y es tremenda. Tras unas viñetas de tono bastante naif y en las que abundan los colores pastel, Sattouf nos habla del racismo, del destierro interior, del patrioterismo y de cantidad de temas en clave autobiográfica. No nos habla tanto del hecho de ser árabe como de la atípica infancia de alguien que es medio árabe y medio bretón. Aunque lo más chulo del álbum es como mezcla la gran historia con su historia. La calidez y la naturalidad con la que Sattouf nos da cuenta de las complejidades de criarse en aquellos parajes y en ese momento histórico. Con las revoluciones socialistas de fondo y en un periodo pre Al-Qaeda. Por supuesto mucho antes de ISIS. Resulta entrete, pero sobretodo, muy interesante. Así que, en cuanto pueda, me agencio las secuelas. Creo que merece la pena tenerlas.  

“Cuando empecé a escribir esta historia no me propuse hacer un exorcismo personal ni hablar así, en general, del mundo árabe. Tenía este proyecto en la cabeza desde hacía mucho tiempo pero no me atrevía a ponerlo en marcha, había ahí recuerdos dolorosos, y además me resulta bastante difícil eso de hacer un cómic autobiográfico. Quizá porque a mí, como lector, me gustan poco las historietas autobiográficas”.

sábado, 20 de abril de 2019

Bloodline o la caída del Imperio Rayburn, gente de bien


Hablemos de series, va. Así podréis acusarme de cuentista cuando alardee, por enésima vez, de que yo no pierdo el tiempo en esos menesteres. Conste que esta va por cuenta del Rojo, que fue quien insistió en que la viera. La serie en cuestión se titula “Bloodline”, está en Netflix y consta de tres temporadas. A bote pronto, no sé que nota ponerle a este dramón y casi thriller familiar, ya que comienza muy bien pero acaba de forma lamentable. Con todo y pese al mal sabor de boca final, muy especialmente por culpa de los dos últimos y delirantes episodios, la valoración general no es mala. Vamos, que la he disfrutado. Excepto el cierre. Lo cual me motiva a colgar esta entrada.

La temporada inicial fue estrenada en la plataforma de entretenimiento allá por el año 2015. Y lo cierto es que debieron dejarse los cuartos en ella. El elenco actoral es magnífico, sobresaliendo el tristón de Kyle Chandler en el papel protagónico y también ese fantástico actor australiano llamado Ben Mendelsohn que hace del hermano mayor -¿Cómo olvidar “Animal Kingdom” (David Michod, 2010)?-. También cuenta con dos veteranos de la escena como son Sissy Spacek y Sam Shepard en el papel de los patriarcas del clan. Y un interesante ramillete de secundarios entre los que destaca la presencia de la “desaparecida” Clhoë Sevigny y más adelante, a partir de la segunda temporada, de John Leguizamo. También salen la tipa de “Mandy” y la prota de “La Llorona” (cinta que no he visto, ni creo que vea).

La historia sigue la vida de la familia Rayburn, propietarios de un residencial de lujo sito en los Cayos de Florida, a pocos kilómetros de la rutilante Miami. El mismo enclave en el que se desarrollaba la mítica “Cayo Largo”("Key Largo", 1948), dirigida por John Huston y protagonizada por Humphrey Bogart. De hecho incluye algunos guiños a la misma durante la segunda temporada. Todo comienza cuando, con motivo de la fiesta de aniversario del matrimonio, el hijo mayor y oveja negra del clan vuelve a casa. Rápidamente comienzan los problemas en una familia de apariencia idílica, ejemplo perfecto de aquello del “American way of life”, pero que esconde un oscuro pasado. A los recelos iniciales ante el regreso del hijo pródigo, se une el que este se vea involucrado en el mundillo del hampa local. Obligando al clan a tomar cartas en el asunto. El problema es que, para proteger el legado familiar, los hermanos irán adentrándose en una espiral corrosiva de mentiras y secretos inconfesables que parece no tener fin.

La primera temporada es magnífica. En todos los sentidos vaya. De hecho y según he leído, recibió muy buenas críticas e incluso algún premio a las actuaciones de Chandler y Mendelsohn. No me extraña. En ella se nos presenta a los papás Rayburn y a sus cuatro hijos, además de las respectivas familias y allegados. Asistimos a la complejidad de cada uno de los personajes sobre los que pivota la trama. Que es lo que los mueve o hasta remueve. En todos ellos abundan los claroscuros y responden a múltiples y variados intereses. Sin embargo, impera un extraño vínculo de fidelidad familiar.  La historia se cuece a fuego lento. Pero es un ritmo justificado que acaba desembocando en un infartante final que, de alguna manera, ya se venía anticipando a base de flashforwards. Digamos que la tensión va in crescendo episodio tras episodio. Y que engancha un huevo.   

La segunda temporada retoma las cosas allí donde quedaron tras la tragedia que cerró la primera. Si bien, si existía alguna posibilidad de enmienda para los Rayburn, ahora sabemos que ya no hay vuelta atrás. No es tan brillante como la anterior, pero no por ello mala. Aparecen nuevos caracteres, algunos de los cuales resultan más que interesantes. El tórrido ambiente de la Florida sigue marcando el paso a unos personajes que se adentran cada vez más en un camino plagado de errores, engaños y terribles crímenes. ¿Cuál es el problema? Pues que todo acaba resultando demasiado enrevesado. Un exceso de giros y sorpresas hace que la verosimilitud de la historia se resienta. Y abusa de los flashbacks. Algunos son puro artificio y carecen de sentido.

Con todo hasta aquí ni tan mal. Luego llega la tercera temporada y en algún momento te paras y piensas, ¿Pero qué mierda es esto? ¿En qué cojones se ha transformado? Según parece, la serie no había alcanzado el éxito esperado y de ahí que, lo que iban a ser cinco temporadas se redujesen a solo tres. Esta última habría de condensar todo lo que quedaba por explicar pero en muchos menos episodios. Y a Dios gracias visto el resultado porque...  Marededeusinyor… Qué manera de embarrarlo todo. Y es una pena, porque mira que la cosa comenzó bien… Lo peor es que hasta el quinto episodio de la temporada aún se aprecia cierta decencia. A partir de ahí los directores sucumben al desastre llegando a dar vergüenza ajena. Y es que, tan importantes son los preliminares como saber acabar bien. 
¿La recomiendo? Y yo que sé… Haced lo que os dé la gana. O echadle un ojo a la primera temporada que es muy buena y a ver que tal. Al fin y al cabo lo de después no le importó a nadie. Ni siquiera a los creadores del engender
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