martes, 27 de agosto de 2019

“Historias desde la cadena de montaje”, de Ben Hamper

Divertidísimo libro de memorias en el tajo el firmado por este anti-héroe de la clase obrera. El mismo tipo con bigote que salía jugando al baloncesto en una clínica mental y que acaba cantando el “Wouldn’t it be nice” al comienzo de “Roger y yo” (1989) de Michael Moore. Aquel aclamado documental sobre el desmantelamiento de la industria automovilística en Flint, Michigan, con el que se daría a conocer el orondo director de “Bowling for Columbine” (2002), “Fahrenheit 9/11” (2004) o “Sicko” (2007).

El tal Ben Hamper, también conocido como “Cabeza de Remache”, es un ex trabajador de la fábrica de camionetas y autobuses que General Motors tenía en Flint. De alguna manera se las ingenió para, tras currar los turnos correspondientes y ponerse hasta arriba de cerveza y otras sustancias, escribir esas “Impresiones de un Cabeza de Remache” por las que alcanzaría cierta fama. Al principio en el ámbito local y gracias al Flint Voice, después Michigan Voice. Más adelante en todo el país y a través del Esquire, del Wall Street Journal –que le dedicaría una primera plana-, también del Harper’s -que reeditó alguno de sus artículos- y sobre todo por la revista Mother Jones de San Francisco -uno de cuyos números abrió con él en portada-.

Estas “Historias desde la cadena de montaje” nos conducen a través de su delirante carrera como currito –o rata de fábrica, como él prefiere denominarse-. Mediante una prosa dura y sin concesiones, tirando de un humor negro que en ocasiones llega a la hilaridad, nos acerca a la realidad -más bien tragedia- de los blue collar. Llevándonos a través de ese inframundo que conocemos como cadena de montaje y que parece diseñado para negar toda individualidad y aniquilar cualquier atisbo de autoestima. 
“Me asignó un trabajo que era una puta locura: tenía que tumbarme dentro de las cabinas de las furgonetas, separar miles de juegos de cables enredados, fijarlos a lo largo del suelo del coche en cuatro posiciones muy concretas, y después doblarme y dejarlos caer por el tablero. Una vez hecho aquello, tenía que correr para insertar dos clips de plástico en la palanca de cambios de tracción en las cuatro ruedas. Y, una vez completado ese paso, debía apresurarme de vuelta a la cabina y atornillar la palanca con una pistola imposible de manejar que daba coces como una mula y que era tan grande como una desbrozadora.” 

Comenta Moore en el prólogo, que Hamper nació en Flint siendo hijo y nieto de obreros fabriles, como él mismo. De hecho su abuelo hizo autoestop desde Springfield, Illinois, hasta la Ciudad del Motor para pasar cuatro décadas trabajando en la planta de motores de Chevrolet. Así pues no se es rata de fábrica por casualidad. Se hereda aun cuando los padres lo hacían justamente para que sus hijos no tuviesen que sufrirlo. Pero como en tantas ocasiones, todo acaba reduciéndose a una cuestión de clase. Saber qué es lo que te toca hacer por una suerte de derecho natural de mierda. El propio Hamper lo expresa de forma un tanto socarrona, cuando escribe que pronto exhibió los síntomas que delatan al que está abocado al muelle de carga. “Casi era capaz de escuchar a mi abuelo aullando desde la tumba: ¡Otro no! Seréis capullos… ¿Ninguno quiere ser abogado?”.

Mola mucho el retrato de los chulos y charlatanes que pululan por la fábrica y que en algún momento fueron compañeros de Hamper. Un cúmulo de seres humanos atrapados en esa especie de laguna Estigia, “calabozo lleno de inadaptados sociales y descerebrados que tenían pinta de haber cometido homicidios triples.” Eso y las curdas que se agarraban todos para sobrellevar el ruido asfixiante, la monotonía y el disparate que suponía todo aquello. Luego está la cuestión de los ridículos planes de calidad puestos en práctica por la empresa. Con esas pantallas repitiendo eslóganes dignos de “Están Vivos” a todas horas, o con la aparición mariana de un impagable personaje de nombre Armando Cochuelos y todas las campañas asociadas al mismo. Para mear y no echar gota.

Y vaya que me ha encantado. Más aún en mi condición de almussafero hijo de currela de la Ford. Así pues, ¿cómo no me iba a interesar esta mierda? Además yo también pasé por la jodida cadena, aunque de forma un tanto efímera, por lo que muchas de las reflexiones de Hamper me resultan cercanas. Incluso en lo que tiene que ver con el retrato de personajes. Si bien, allí no era tan extreme y a Dios gracias…

Ben Hamper en la tele. 1986

viernes, 23 de agosto de 2019

Bong Joon-ho, yo y la madre que nos parió. Una relación ciclotímica e indescifrable

“Parasitos” es una obra maestra y “Okja” una mierda pinchada en un palo y arrastrada por el fango. Y así se resume mi relación con este director de nombre impronunciable, nacido en Daegu hace ya cinco décadas. Eso que no he visto todas su películas, aunque sí las suficientes como para afirmar mi bipolaridad respecto a su obra.

Le conocí con “Memories of Murder” (2003), aquella joyita inspirada en la historia del primer asesino en serie conocido en Corea con la que sorprendió a propios y extraños. Galardonada con un buen puñado de premios y arrasando en todo aquel festival al que se presentó. Más tarde vi “The Host” (2006), la del monstruito mutante que asola Seúl; “Snowpiercer” (2013), adaptación de un tremendo cómic del que ya os hablé por aquí; “Mother” (2009), la de la madre coraje que defiende a un hijo atontado acusado de asesinato; y la mencionada “Okja” (2017), la del chancho-oso y Dora la exploradora en una aventura que parece escrita por los papás de Greta Thunberg. Y creo que en ese orden. Las hay buenas, menos buenas y directamente horribles, si bien ninguna de ellas me había parecido una obra maestra hasta ahora, por mucho que la del serial killer se le acerque. Pero “Parasitos” es otra cosa.

Ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, convirtiendo a Bong Joon-ho en el primer coreano en alcanzar ese premio, “Parasitos” es una cinta fascinante. Por su construcción y su puesta en escena. También por la manera de cambiar los ritmos, su desarrollo sorprendente, por los toques de comedia rara y esa manera tan particular de introducir la crítica social. Porque resulta deslumbrante tanto en lo argumental como desde el punto de vista visual. O por como transita entre géneros tan dispares como la comedia bizarra, el neorrealismo a la coreana, el thriller clásico o el terror asiático de toda la vida de Dios.

La historia viene protagonizada por la familia de Ki-taek, padre, madre, hijo e hija que, pese a sus indudables habilidades, están todos desempleados. Viéndose abocados a sobrevivir de lo que sea en un cuchitril sito en algún barrio de mierda de una ciudad coreana. Frente a ellos está la acaudalada familia del señor Park, jefe de una empresa informática que va viento en popa. Lo cual le permite residir en un casoplón diseñado por un afamado arquitecto en un área para gente guapa. Las familias entrarán en contacto a causa de un engaño y a partir de ahí la relación se irá intensificando en relación proporcional al número de trampas. Desencadenando una serie de acontecimientos de los que nadie saldrá indemne. Al final “Parasitos” vendría a ser una alegoría sobre las relaciones humanas en clave biologicista. Explicándonos las diferencias entre el mecanismo de la simbiosis y las relaciones parasitarias. O cómo un vínculo beneficioso para todas las partes deviene en otra cosa y hasta aquí puedo leer.

No os la perdáis…
Y que no os la destripen. Yo he tratado de evitarlo.      

jueves, 22 de agosto de 2019

“Stalker” by La Ciencia Simple


Ya había llovido desde la última vez que vi “Stalker”, aquella cinta de culto dirigida por el “escultor del tiempo” Andrei Tarkovsky. La primera vez, allá por el periodo cuaternario, me pareció bastante aburrida. Sin embargo en la segunda, ya inmersos en el terciario temprano, me percaté de que aquello era una genialidad. Una puta obra maestra, vaya. Pero bueno, como soy un tipo reflexivo a quien no le gusta llegar a conclusiones apresuradas (¿?), creí necesario darle un tercer visionado y así desempatar. Eso fue ayer… Aunque de aquella manera. 

Dirigida en 1979, la película describe el viaje de tres hombres a través de un enigmático paraje post-apocalíptico conocido como “la Zona”, en busca de un espacio que tiene la capacidad de cumplir los deseos más profundos de las personas. Y eso a pesar de que el acceso al lugar, en el que alguna vez se produjo un desastre indeterminado, está completamente prohibido. Pero existen unos personajes llamados stalkers –acechadores- que se dedican a guiar a quienes se atreven a aventurarse a cambio de un estipendio.

Basándose en la novela corta “Pícnic extraterrestre” de Arkadi y Boris Strugatskiy, la cinta difiere mucho del libro. En este aparecían numerosos “acechadores”, además de naves y objetos misteriosos, mientras que en la peli solo aparece uno y con propósitos bien distintos a los de la historia original. Y es que cuando el realizador soviético ubicó a los hermanos para que le ayudaran con el guión, les pidió que recortaran la historia y no solo desde el punto de vista temporal. Sacando todos aquellos momentos en los que el libro evidencia la presencia extraterrestre, además de otras cuestiones fantásticas. Dejando así una trama podada que destaca por esos momentos enrarecidos o de inquietud metafísica que hoy consideramos tan de Tarkovsky.

Al final de la carrera y más allá de lo que yo opine sobre “Stalker”, el director consiguió crear un mundo inmersivo, repleto de detalles materiales y atmósferas orgánicas. Un espacio entre lo poético y lo meditativo que se abre a numerosas interpretaciones y significados. Según leí en su momento, contiene una alegoría religiosa, aunque también es reflejo de las ansiedades políticas de su creador. En todo caso, supone una experiencia visual muy especial y sumamente grata. En la que te tienes que sumergir de una, eso sí. Y hete aquí con el resultado del partido de desempate.

Cuando me refería a que esta vez la había visto “de aquella manera”, es porque vi una versión fragmentada de “Stalker” y musicalizada en vivo por la banda de rock instrumental La Ciencia Simple. Todo en un show fantástico celebrado ayer tarde en la Sala Rubén Darío de Valparaíso e incluido dentro del ciclo LeRock, del que ya os he hablado por aquí. Ante un auditorio casi repleto, el quinteto santiaguino expuso una banda sonora alternativa a la compuesta por Eduard Artemyev, adaptando alguna de sus piezas e incluyendo desarrollos ad hoc. Todo eso mientras el proyector nos hacía participes de esas tomas largas e intensas que caracterizan el estilo de Tarkovsky. Además de incluir algún interludio entre fragmentos que nos permitió refugiarnos de la tormenta sonora. Escuchando las reflexiones y poemas filosóficos que Tarkovsky puso en boca del stalker interpretado por Alexandr Kaidanovsky.  La verdad es que fue una puta pasada.

Así pues, si os podéis acercar la semana que viene a Santiago, o después a Conce y más adelante a Valdivia o Puerto Montt, ni lo dudéis.  

miércoles, 14 de agosto de 2019

La expo del MALBA: Leandro Erlich “Liminal”


La palabra liminal no está incluida en el Diccionario de la R.A.E. La única entrada que se registra y que estaría relacionada es liminar, “perteneciente o relativo al umbral o la entrada”. Lo cierto es que la liminalidad existe al margen de lo que diga la Academia y tiene que ver con el límite o la frontera. Se trata de un concepto profusamente usado en el ámbito de la psicología y remite a aquello que no está ni en un sitio ni en otro, sino más bien en el umbral, entre lo que se ha ido y lo que está por llegar. La noción fue acuñada por el etnógrafo y folclorista francés Arnold Van Gennep siendo posteriormente desarrollada por el antropólogo escocés Victor Turner.

Podría decirse que hay estadios o fases, como la enfermedad, la adolescencia, la duermevela o la locura transitoria, que son en esencia liminales. También los viajes. En este sentido también puede hablarse de lugares liminales, como un aeropuerto o una estación de autobuses. O una cárcel. Y ya puestos, un hospital y hasta un aula. Y de eso es de lo que va la exposición del argentino Leandro Erlich en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. La primera antología del artista en América y que reúne una selección de veintiuna instalaciones producidas desde 1996 hasta la fecha. Entre ellas destaca “Swimming Pool”  o “La Pileta”, alojada permanentemente en el 21st Century Museum of Art of Kanzawa, en Japón, pero que también fue exhibida en la Bienal de Venecia del 2001. Quizás la obra de Erlich más reconocida a nivel mundial.

La verdad es que gustó mucho la exhibición de este “Bansky porteño”. Bastante más que la colección permanente de un museo al que tenía muchísimas ganas de ir, pero que me decepcionó profundamente–a excepción de las pinturas de Antonio Berni-. Además de la obra arriba mencionada, la muestra incluye “La vista” de 1997, “Vecinos” de 1996, “La vereda” del 2007, “Las Nubes” de 2018, “El Avión” del 2011, “Puerto de memorias” del 2014, “Vuelo nocturno” de 2015, “Peluquería” de 2017 y “El Aula” del mismo año. Todas ellas destacan por una apariencia de cotidianeidad que encierra una trampa. Y es que lo que vemos desafía las reglas del mundo tal cual lo conocemos. Situándonos en ese espacio liminal que da título a la exposición.

Lo cierto es que, ahora que lo pienso, Argentina también es de alguna forma uno de esos espacios liminales. Un país liminal, siempre a medio camino entre la normalidad que se ha ido y el desastre que se le viene encima. Y sino echadle un ojo a las noticias relacionadas con el país trasandino. No importa cuando. Ahora es por el revolcón electoral de Macri y la posible vuelta del kirchnerismo, ayer por lo contrario y mañana quien sabe.
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miércoles, 7 de agosto de 2019

El cementerio de la Recoleta


No hace ni una semana que volvimos a casa tras pasar las vacaciones de invierno en Buenos Aires. Las del invierno austral se entiende, renegones. Y no hace falta que me recordéis que en periodo sabático todos los días son fiesta… ¡Dejadme acabar la puta entrada e iros a joder a otra parte, so mamones!

Porque sí, fueron unos días que vinieron la mar de bien para oxigenar el cerebro. Paseando por una ciudad inmensa que plantea muchos y variados panoramas. Y la verdad es que me gustó bastante. Lo pasé realmente bien en Buenos Aires. No tanto por esa monumentalidad que la hace diferente al resto de capitales sudamericanas. Más bien por su día a día, la vida en los barrios, la abundante oferta cultural y sobre todo por resultar pateable, a diferencia de la mayoría de ciudades en esta parte del mundo. Así pues, desgastamos suela, nos mojamos a base de bien con los esporádicos chaparrones, nos dio para ver algunas exposiciones bastante chulas y otras no tanto, asistimos a una milonga o dos, hicimos turismo de librerías y cafés hasta la extenuación, también del de toda la vida y compramos algunas chorraditas en ferias y mercadillos, amén de alguna que otra rareza discográfica. Pero sobre todo engordamos varios kilos por culpa del bife de chorizo, las milanesas, las empanadas, esas pizzas a la piedra con demasiado queso, el choripán, los alfajores Havanna y los vinos de Mendoza. Ah! También visitamos los monumentos más característicos de la autodenominada “París de Latinoamérica”...

Respecto a esto último decir que lo que más nos impresionó fue el cementerio de la Recoleta. De hecho nos gustó tanto y estaba tan cerca del hostal en el que nos alojamos, que lo visitamos hasta en tres ocasiones. Con lluvia, nubladito y con Sol radiante. Secos e molhados. A primera hora y bien entrada la tarde. Con poca gente, con algo más de afluencia y hasta más solos que la una. Y no hubo un cuarto paseo de pura casualidad. Y de esto os quería hablar... Del cementerio, vaya.

Como ya os he dicho en alguna ocasión, mi gusto por estos reductos de paz y tranquilidad viene de lejos. Incluso antes de mi fase gótica, allá por el pleistoceno medio, ya gustaba de vagar por las rúas de los camposantos sin buscar nada o a nadie en particular. Deambular a través de las tumbas, los mausoleos y panteones disfrutando del silencio y la quietud. Fijarme en las construcciones, leer las inscripciones y fotografiar los motivos decorativos. Siempre que puedo me acerco a los más representativos de aquellos sitios a los que viajo. Y este de la Recoleta no podía ser menos. Es de los que merece la pena. De su interés da buena cuenta el hecho de que existan varias obras dedicadas al mismo y que sea uno de los lugares más visitados de Buenos Aires. Vaya, que era una parada obligatoria de nuestro viaje que tenía anotada desde mucho antes de leer a la Mariana Enríquez.

El cementerio se encuentra ubicado en el acomodado barrio de la Recoleta, que en el siglo XVIII era un lugar insalubre y despoblado al norte de la ciudad. Nada que ver con lo que es hoy día, repleto de tiendas pijas, restaurantes caros y cervecerías artesanales. Allí se instalarían los frailes de la orden de los recoletos descalzos, quienes levantarían un convento. Y sobre este se erigió el que sería el primer cementerio público de la ciudad. Un fosal que será declarado monumento histórico nacional en los años cuarenta, debido a la riqueza histórica y arquitectónica que alberga. Además de ser un espacio mítico del imaginario porteño.

De los allí enterrados destacan figuras fundamentales en la historia de Argentina como Bartolomé Mitre, Hipólito Yrigoyen o el autor del himno nacional, Vicente López. Pasando por el presidente Alfonsín o Evita Perón, cuyo sepulcro es parada obligatoria para todo turista que se precie de serlo y eso a pesar de que, por mucho interés que pueda suscitar el personaje, como arquitectura no vale gran cosa. También descasan los restos de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XIX. Y los de otras personalidades argentinas, como el premio Cervantes de 1990, Adolfo Bioy Casares, el premio Nobel de Química de 1970, el franco-argentino Luis Leloir, o quien fuera entrenador del Real Madrid campeón de Europa a finales de los cincuenta, don Luis Carniglia. También hay espacio para ilustres representantes de la nobleza criolla de apellido Anchorena, Álzaga, Unzué o Pereda. Sin embargo ninguna de sus tumbas me pareció entre lo más interesante de la necrópolis.

Ese honor queda reservado para las de Juan Facundo Quiroga, “el tigre de los llanos” y esa estatua de una virgen con capucha sobre una gran columna blanca. O la de Liliana de Crociati, en estilo neogótico, con grandes vidrieras y una estatua a tamaño natural de la fallecida en bronce verde azulado. Vestida de novia y con la mano derecha apoyada sobre la cabeza de su perro, muerto el mismo día que ella por una avalancha -Me viene a la cabeza aquello de Shakespeare de “depositadla en la tierra y que de su carne virgen e impoluta broten violetas…”-. O el mausoleo en mármol negro de Luis Ángel Firpo –que ver con el internacional sub-21 español, recientemente fichado por el Barça-. El primer boxeador latino en luchar por el título mundial del peso pesado. Y qué decir de la de Rufina, hija del escritor Eugenio Cambaceres, sepultada viva a los 19 años tras sufrir un episodio de catalepsia. La destrozada madre no dudo en acentuar el dramatismo del episodio y mandó construir un imponente monumento donde se puede ver la figura de la joven intentando abrir la puerta, símbolo de lo que no logró hacer una vez enterrada viva. También está la tumba de David Alleno, un inmigrante italiano que fue cuidador del cementerio y cuyo sueño era ser enterrado en su interior. Para eso tuvo que ahorrar durante años hasta poder comprarse una parcela, después construir la bóveda y encargar una escultura que le representase ataviado con sus elementos de trabajo. Una vez conseguido, avisó a la administración que dejaba de trabajar y marchó para casa a cumplir con el sueño de su vida. Se pegó un tiro.
Existen otras historias y mitos que podéis leer en cualquiera de las publicaciones que sobre el cementerio existen. Como el de doña María Magdalena, viuda del patriarca de los Álzaga, que se enclaustró para siempre en su casa de la calle Bolívar junto a sus seis hijas adolescentes. O el curioso secuestro del cadáver de doña Inés Indart de Dorrego al cargo de los caballeros de la noche. También está lo de la cabeza de Marco Avellaneda y el valor de Fortunata García, o el suicidio de la poetisa Agustina Andrade y la increíble historia de su marido, el explorador y científico Ramón Lista. Lo del asesinato de Abel Ayerza a manos de la mafia y a causa de un malentendido. Ángel Zuloaga y el mítico viaje en globo sobre la cordillera de los Andes. Y cómo no, el periplo del cadáver de Juan Manuel de Rosas desde el cementerio de Southampton hasta la Recoleta…

Con todo, las historias son casi lo de menos. Lo flipante es el cementerio en sí. Como manual caótico de estilos arquitectónicos, vaya. Por como muestra a través de la arquitectura, la evolución de Argentina desde los tiempos en que fue potencia económica, hasta ahora, con sus crisis y corralitos varios. Por la ingente cantidad de imponentes mausoleos y esplendorosas bóvedas, con sus mármoles, vitrales y esculturas. Algunos se conservan impecables, otros están ya a medio caerse, con los hierros carcomidos por el óxido, sus cristaleras destrozadas y llenos de telarañas. Los hay que han quedado expuestos al transeúnte, que podría tocar esos ataúdes desplazados y a la vista si quisiera. Una lugar mágico al que no le hacen justicia las fotografías que he colgado. Pero son las mejores que tengo... ¡Y eso que tomé más de trescientas!

Hasta aquí mi reporte de este “terreno suburbano aislado donde los deudos conciertan mentiras, los poetas escriben contra una víctima indefensa y los lapidarios apuestan sobre la ortografía”, tal cual definió Ambrose Bierce a los camposantos. Maravillosa Recoleta. Ojalá pueda volver. Vivo. 







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viernes, 2 de agosto de 2019

Turner antes de las tempestades. Una mirada íntima y decepcionante

El Centro Cultural la Moneda exponía, hasta anteayer, una muestra de acuarelas de William Turner aka “el padre del arte moderno” y/o el “pintor de la luz”, as you like it. “J.M.W. Turner. Acuarelas. Tate Collection”, en alianza con la Tate Britain,  presentaba en ochenta y tantas obras la trayectoria del artista de Covent Garden. Desde sus trabajos de juventud, vinculados a la arquitectura y la topografía, hasta el desarrollo de ese trazo audaz y experimental que lo convirtió en el precursor del Impresionismo y hasta del Expresionismo, adelantándose casi dos décadas a estos movimientos. Y como no es cosa menor el toparse con obras del gran representante de la pintura romántica inglesa aquí en Chile y servidor siempre fue un fanático de sus cuadros de tormentas, pues para Santiago que me dirigí antes de que desmantelaran la expo. ¿Y qué me encontré allí? Pues poca cosa, la verdad.

Vale, lo sé, siempre es interesante reencontrarse con un genio de la pintura. Alguien capaz de proponer un acercamiento al paisaje tan particular, obsesionado por la luz, los reflejos, las brumas y las atmósferas. Ok. Además y siendo justo, la exposición está montada de forma que, si sigues el recorrido propuesto, puedes ver cómo va cambiando su paleta de colores y su trabajo va “alumbrándose” cual Sorolla del mar del Norte. Interesante. Y así vas paseando entre acuarelas de paisajes, de ruinas, de tormentas, del mar, de amaneceres o puestas de sol. Algunas de ellas terminadas, pero otras ni por asomo, siendo una suerte de bocetos en los que Turner experimenta con sus cosas o solo toma notas para trabajos posteriores. De hecho hay hasta alguna prueba de color. Así pues, lo dicho, todo muy interesante para estudiosos del arte o fanáticos de este arte y/o este artista en concreto. Yo pensaba que me debatía entre lo primero y lo segundo, pero a quien pretendo engañar a estas alturas... Lo cierto es que me aburrí soberanamente.   

jueves, 1 de agosto de 2019

“Manual para mujeres de la limpieza”, de Lucia Berlin


Los relatos de Lucia Berlin cuentan su vida. Más o menos. Así lo reconoció uno de sus hijos al poco de morir esta. Manifestando que todas las historias escritas por su madre son verdaderas: “no necesariamente autobiográficas, pero por poco”. Y eso es lo que encontramos en este “Manual para mujeres de la limpieza”, lo que se conoce como autoficción. Cuarenta y tres episodios en la vida de la Berlin en los que esta modificó mínimamente la realidad, con criterio y vocación artística. Y que no son sino los milagros de una alcohólica aquejada de escoliosis, con una infancia ligada a la minería y una complicada relación con su madre y su hermana. Alguien que se casó tres veces y vivió en otras tantas ciudades y países, que parió cuatro hijos y tuvo que trabajar duramente para mantenerlos. Trayectoria inquieta que le llevó a hacer de maestra y profesora, de telefonista, de mujer de la limpieza o de auxiliar de enfermería, extrayendo de todos esos oficios un material pintoresco y variado para sus relatos.  

Sin embargo el éxito le fue esquivo en vida. Siendo ahora, más de una década después de su deceso, cuando se la reverencia como a un genio literario. Llegando a ser calificada en el 2016, año de su redescubrimiento, como el secreto mejor guardado de la literatura norteamericana. ¡Y eso con una escasa producción de sesenta y seis cuentos! Una auténtica revolución que llevó a que este manual fuese incluido entre los libros del año para el New York Times, el New Yorker, The Guardian o el Boston Globe. También para El País, creo recordar.

En todo caso, lo primero que me llamó la atención de esta compilación es que, de lo que menos habla, es de mujeres de la limpieza. Y vale, ya he explicado que ese fue solo uno de los numerosos oficios que desempeñó esta alaskeña. Pero reconozco que a mí, ese título, que se corresponde con el de uno de los mejores cuentos de la antología, me llevó a engaño. Si bien algunos de los mejores pasajes en la vida de Berlin tienen que ver con el desempeño de tan ingrato oficio. Por ejemplo el que se relata en la historia que abre el libro y que se titula “Lavandería Ángel”. O ya hacia el final en un relato titulado “Luto”. 

Por otro lado, si hay algo que me ha gustado en su estilo, es como incorpora el humor en sucesos que, a priori, parecen poco propicios para ello. Como narra una vida desastrada con absoluta normalidad, sin hacerse rollos, ni ocultar nada. Riéndose de todo y aceptando las cosas como vienen. También mola como se advierte el tránsito de la juventud a la vejez de la autora con la disposición de los cuentos. Si bien introduciré un pero a esto último. Creo que las historias van de más a menos en lo que al interés se refiere. Vamos, que las mejores están al principio, entre la infancia y la juventud.   

Tras petarlo hace un par de años y pasado ya el hype, se hace evidente que Lucía no es ese Chéjov con quien se la comparaba y a quien ella misma reclamaba como modelo. Pero vaya, que la señora deja un buen puñado de cuentos bastante chulos y esta antología, así en general, es más que decente. Los mejores, además de los ya mencionados, son “Su primera desintoxicación”, “Temps perdu”, “Melina”, “El Dr. H.A. Moynihan”, “Dentelladas de tigre”, “Atracción sexual”, “Penas”, “Amigos”, “Silencio” y “Carmen”.  
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