lunes, 27 de mayo de 2019

Columbus


Esta cosa de la cinefagia, definida de forma un tanto despreciativa como el innoble arte de tragarse casi cualquier producción cinematográfica por el mero hecho de serlo, también tiene sus cosas buenas. Y el que dice buenas, dice buenísimas. A mí, desde luego, me ha hecho muy feliz esa manera de entender la pasión por el cine. Disponiendo de un menú amplísimo en el que, según el día y la hora, elijo que cosas zamparme. Unos días me voy de asado de lomo vetado y choripanes y al siguiente me convierto en vegano estricto. Y a gozarlo, oye. Sin avergonzarme por ello. Haciendo compatible el disfrutar de un clásico de los años 50, con el de alguna tontera de acción o la comedieta simpática del año. Flipando con una peli de Bergman pero también con el último Mad Max, cambiando la mirada y aceptando que ni todos los momentos son iguales, ni siempre buscamos lo mismo. Lo cierto es que gracias a esa visión amplia, he podido toparme con verdaderos tesoros en lugares insospechados. Sirva de ejemplo mi penúltimo descubrimiento fílmico, One Cut of the Dead” (2017) del director japonés Shin'ichiro Ueda (Gracias Javi). Inteligentísima comedia de zombis en la que nada es lo que parece y mejor que no os diga mucho más. O la última cinta que he visto y de la cual me dispongo a hablar en esta entrada. “Columbus” (2017), dirigida por un ensayista y colaborador de la revista Sight & Sound que firma bajo el desafortunado seudónimo de “Kogonada”. El corrector insiste en poner “Mojonada” y a mí me viene a la cabeza todo el rato “Cojonada”.

El título elegido por este coreano-americano para su ópera prima, hace referencia a una población del estado de Indiana. Pequeña localidad sita en un entorno rural, que sin embargo supone un enorme ejemplo de mecenazgo en lo que a la arquitectura del siglo XX se refiere. El motivo se llama Irwin Miller, quien ocupara diferentes cargos de responsabilidad al frente de Cummins Inc., empresa líder en el desarrollo y distribución de motores diesel a nivel mundial y que está radicada en Columbus. A él se debe la imagen actual de la ciudad, ya que se esforzó en convertirla en el sueño de cualquier apasionado a la arquitectura y al arte moderno en general. El hombre, que era un intelectual graduado en Yale y Oxford, guardaba una estrecha relación con el arquitecto finlandés Eero Saarinen. De esta amistad, forjada a raíz de la construcción en Columbus de la First Christian Church, proyectada por el padre de aquel, surgirían un gran número de obras arquitectónicas en la ciudad. Todas financiadas, principalmente, por la familia Miller. Destacando el Irwin Union Trust and Bank, la casa Miller o la North Christian Church, proyectadas por el propio Saarinen; o el Mabel McDowell Adult Education Center y la First Baptist Church, por John Carl Warnecke y Harry Weese respectivamente.  

Todo este rollo tiene relevancia, ya que estas arquitecturas son un elemento fundamental para entender “Columbus”. Kogonada se sirve de esos espacios físicos para confrontarlos al espacio emocional de los dos caracteres principales de la historia. Maravillosamente interpretados por John Cho y, muy especialmente, por la jovencita Haley Lu Richardson. Personajes diferentes en cuanto a edad, formación, aspiraciones y desilusiones, que se encontrarán en Columbus de forma casual para, de alguna forma, liberarse de sus ataduras. Él es hijo de un famoso arquitecto y profesor, mientras que ella es una simple estudiante. Él se encuentra atrapado en Columbus, llegado desde Corea, tras ser avisado de que su padre está ingresado en un hospital de la ciudad. Ella, que es residente, se encuentra atrapada por culpa de su madre, una adicta en fase de recuperación. El caso es que ambos se ven obligados a permanecer allí contra su voluntad, en lugar de volver a la rutina en Seúl -en el caso de él-, o salir a perseguir sus sueños -en el de ella-. Las imponentes obras de los Saarinen y compañía, son el escenario en el cual se produce el acercamiento entre ambos. Además de actuar como metáfora. Esas casas, iglesias, bancos o escuelas son el marco al que ambos se ven atados e incapaces de huir.
Lo más tremendo del film, además de una imponente fotografía arquitectónica digna de Paolo Portoghesi o las atmósferas creadas por la música de Hammock, es la química entre actores. Reflejada en esas escenas a dos en las que, a través de los diálogos, pero también con el uso preciso de los silencios, van encontrándose y descubriéndose. Reflejándose el uno en el otro y, en definitiva, tejiendo un vínculo afectivo que podría llegar a ser su salvación. Unas escenas que recuerdan mucho en las formas al cineasta japonés Yasujiro Ozu. No parece casual esa impronta. Kogonada dedicó un ensayo visual a la obra del autor de “Los Cuentos de Tokio” (1953) o “Las hermanas Munekata” (1950) titulado “Way of Ozu” (2016). Identificando patrones formales y correspondencias, encontrando ritmos afines y contrapuntos, tanto a nivel de imagen como en lo sonoro.

El caso es que “Columbus” supone el estimulante debut tras las cámaras del amigo Kogonada. Y tiene mérito para alguien que debe llevar años pontificando sobre cine, escondido tras la pantalla de un ordenador. Por lo que supongo, o más bien intuyo, habría unos cuantos esperando el patinazo. Y el momento de devolver los “afectos” recibidos de aquel. Pero ya lo siento peña, tendrá que ser a la próxima.  

viernes, 24 de mayo de 2019

Hotel Graybar, de Curtis Dawkins


Esta entrada va a ser cortita, aviso. Porque este “Hotel Graybar”, debut literario de un tal Curtis Dawkins, condenado a cadena perpetua por asesinar a alguien en un atraco, es una puta mierda. Y no me apetece hacer sangre. Porque sí, vale, mola la historia real del tipo, como criminal confeso que deviene en escritor y lo del sincero arrepentimiento, la contrición y demás mandangas. Eso y que todos tenemos derecho a gozar de segundas oportunidades, vaya. Además, en este caso, sí esas oportunidades se dan escribiendo, en un medio como el carcelario en el cual si hay abundancia de algo es de tiempo, pues tanto mejor para él. Lo que no implica necesariamente que el tipo tenga talento. Vamos, a mí no me parece que lo tenga.

Se supone que las catorce historias que componen el libro, retratan la vida en prisión de Dawkins y sus compañeros. Una colección de personajes reales, incluyéndole a él mismo, a los que les ocurren cosas entre lo anodino y lo irrelevante. Y eso que, según el propio autor reconoce, ha fabulado cosa seria. Pero infumable es poco. Ese estilo fresco y conmovedor con el que la crítica se ha referido a su forma de escribir, ni está ni se le espera. "Hotel Graybar" puede esconder cualquier cosa menos un relato conmovedor. Y lo de las pinceladas de humor, ni media, vaya. Las historias son enrevesadas y tediosas. El estilo farragoso. Y tiene mérito dada la corta extensión de los cuentos. Así que, ¿Para que voy a añadir nada más?

Poco o nada que rascar. No perdáis el tiempo.

jueves, 23 de mayo de 2019

Cinefilia de tres al cuarto


Recuerdo cuando, aún siendo niño, me aficioné a esto del cine. Fue allá por los hoy denostados ochenta y no tanto en las sesiones dobles del único cine que, por aquel entonces, existía en mi pueblo. El flechazo se produjo en casa y gracias a mi madre, cinéfila de postín. Y es que no hay película que la señora no haya visto. Varias veces. Anda a preguntarle por alguna…  Por aquel entonces solo contábamos con dos canales de televisión en abierto. Pero cuidaban la programación o, cuando menos, no basaban sus emisiones en packs de films comprados al peso a algún intermediario alemán. Así fue como me nutrí de aquellos clásicos que se emitían a media tarde durante los fines de semana. También de las pelis de “La Clave”, que creo pasaban las noches de los viernes y siempre antes del debate moderado por José Luís Balbín, al cual no llegaba por cuestiones de edad. Desde “Trapecio” (C. Reed, 1956) a “A través del espejo” (R. Siodmak, 1946), pasando por “Río Bravo” (H. Hawks, 1959), “El hombre que mató a Liberty Valance” (J. Ford, 1962),  “Fahrenheit 451” (1967, F. Truffaut), “Ultimátum a la Tierra” (1951, R. Wise) o los tostones de Cecil B. DeMille y otros exponentes del péplum clásico. Con el tiempo enriquecí este equilibrado menú con sobradas dosis de comida basura.  Muy especialmente yendo a ver pelis, primero en sistema Beta o 2000, más adelante en VHS, en casa de mis colegas. Lo de enriquecer es un decir ya que, como sabréis si habéis tenido juventud, en esas quedadas se puede ver de todo menos clásicos del séptimo arte.

Con todo, yo seguí a la mía y en algún momento subí la apuesta, agenciándome algunas revistas especializadas y sacando libros sobre cine de la biblioteca pública. Y en esas andaba cuando cayó en mis manos una guía cinematográfica, cuyo autor no recuerdo, que resultó de gran valor. El librito de marras tenía la gracia de incluir un buen puñado de referencias por género. Lo que me sirvió para estimular mi ya de por sí voraz apetito. Y para devanarme los sesos localizando las jodidas películas. No es necesario explicar cómo en aquella época de videoclubs de barrio y VHS regrabados de la tele, me costó Dios y ayuda llegar hasta muchas de las cintas. A algunas no accedería hasta muchísimo tiempo después. El tema es que la guía partía de una clasificación, digamos, clásica de los géneros. A saber: drama, comedia, noir, sci-fi, terror, musical, histórica, bélica, documental, western… Y nada de diferenciar entre crepuscular o espagueti western o entre terror distópico y cine gore. Algo bien básico, pero muy útil para un cinéfago en ciernes. Nada que ver con otras obras que pude leer de más adulto, como la reputada “Historia del cine” de Román Gubern o el interesante librito de Rick Altman. Ese que relaciona los papeles que desempeñan la industria, la crítica y el público en la génesis y la redefinición de los géneros.

Y a esto último es a lo quería llegar. A lo de los géneros. Pero para pasarme todas esas clasificaciones por el arco del triunfo, incluyendo la de Gubern. Aprovechando que uno ya tiene una edad y un bagaje en estas lides, por lo que también es capaz de establecer la suya propia. Eso y una madre con criterio y sabiduría a la que es imposible hacer sombra en estas cuestiones. Y es que, por mucho que me estrujara las meninges, jamás me saldría un listado de géneros más completo que el suyo. Un Opus Teresiano que en la actualidad consta de veinticuatro categorías bien diferenciadas incluyendo:

- Pelis de sustos.
Equivaldría al género de terror en la clasificación clásica, pero no exactamente. Vaya, que ni siquiera incluiría a todas la pelis etiquetadas como tal. Por ejemplo “Alien, el octavo pasajero” (1978, R. Scott) no entraría aquí y más adelante veréis por qué. Ejemplos de pelis de sustitos serían cualquiera de la saga “Halloween”' (1978, J. Carpenter), pero también toda esa broza pre y post adolescente que surgió a finales de los 90 y de la cual participó incluso Wes Craven.   

- De monstruitos.

Aquellas con uno o más bichejos que suelen ser la némesis del héroe. La arriba mencionada “Alien..." o su secuela “Aliens: El regreso” (1986, J. Cameron) serían el ejemplo prototípico. Luego están los “Gremlins” (1984, J. Dante), los “Ghoulies” (1985, L. Bercovici), los “Critters” (1986, S. Herek), los “Munchies” (1987, T. Hirsch), los “Hobgoblins” (1988, R. Sloane) y demás historias de mini-monstruos tan en boga en los ochenta.  Pero la cosa no se agota aquí. Esta categoría admite hasta joyitas del celuloide como “Cabeza Borradora” (1977, D. Lynch) o cintas multipremiadas como “El laberinto del fauno” (G. Del Toro, 2006).


- De tiros.
Cualquiera de Bruce Willis. O perpetradores similares. No entran aquí ni las de cowboys, ni tampoco las de guerra. 

Del oeste.
Las de vaqueros de toa la vida de Dios, vaya. Pero no solo las de John Wayne o Lee Marvin ni los western made in Almería de Sergio Leone. También “Que viene Valdez” (1971, E. Sherin) y el resto de morralla ofrecida en el mítico espacio vespertino de la desaparecida Canal 9 titulado “Cine de l’Oest”.

De guerra.
Esta categoría se equipararía, más o menos, al género bélico. Si bien, algunas sobre la Guerra Civil se verían desplazadas a la sección “españolada”.  

- De guasones.
Cintas de humor malo. De esas con las que te puedes partir el culo, pero no dejan de ser malas. Aunque a veces ni para eso dan. Sirvan a modo de ejemplo los “Torrentes”. También cualquier producción que cuente con Steve Martin o Leslie Nielsen entre el elenco actoral. Cabrían incluso las de Monty Python que son buenas, aunque no a ojos de la creadora de esta clasificación.    

- De peleas.
Aquí entraría la extensa filmografía de Jean Claude Van Damme, Steven Seagal, Jason Statham, Chuck Norris y demás maestros del guantazo. Mostros de la cosa violenta de ascendencia occidental. La cosa asiática encontraría acomodo en otro género que explico a continuación.

- De chinos.

Toda la gama de cintas de artes marciales protagonizadas por Bruce Lee o Bruce Li, Bruce Lai, Bruce Le, Bronson Lee, Dragon Lee y resto de la bruceploitation. También las pelis de Mizoguchi, Ozu, Kurosawa y hasta de Wong Kar-wai. Vaya, casi cualquier referente cinematográfico de Quentin Tarantino. Si bien, lo que menos hay ahí son chinos, entendiendo por chinos a los de la China popular. Espero que se entienda.

- De esas de negros
(wtf!?) Pues eso. ¿Qué queréis que os diga? Desde “Los chicos del Barrio” (1991, J. Singleton) a “El príncipe de Zamunda” (J. Landis, 1988), pasando por la egregia filmografía de Spike Lee. Si bien, la etiqueta le calza como un guante a las primeras pelis de Eddie Murphy.

- Románticas.
Casi cualquiera que venga protagonizada por Romy Schneider antes de los 80. Engendros de los que participen Meg Ryan o más recientemente Rachel McAdams. También esas antiguallas ridículas con el guapín de Troy Donahue al frente. Cualquier otra en la que actúe el guachón de la temporada, especialmente si es aquel/aquella al que los medios han calificado como “el hombre más sexy del mundo” o “la novia de América”.   

- De esas de llorar.
Que no necesariamente románticas... “El campeón” (1979, F. Zeffirelli), pero también “Love Story” (1970, A. Hiller)… Un suplicio para el lagrimal.

- Basadas en hechos reales.
Aquí entrarían todos esos films que siguieron la estela a “No sin mi hija” (1990, B. Gilbert), con Sally Field como icono del engender. Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en el que la sobremesa de Antena 3 solo ofrecía cintas de este pelaje. Antes de la invasión alemana. Ahí también quien las llama “pelis de Lorreins”. Y es que el apelativo Lorraine es tan común en estas cintas, como la eritropoyetina en el ciclismo profesional.     

- De dibujitos.
Pelis de animación sin distinción. Desde Miyazaki a Walt Disney, desde “Akira” (1988, K. Otomo) a “Los Increíbles” (2004, B. Bird). Y bien que me parece.  

- De esas con letreritos.
Aka subtituladas. No hace falta decir namás.

- Americanadas.
¡Uff! Una categoría que de tan amplia es hasta difícil de explicar. Grosso modo serían aquellas historias filmadas a mayor gloria del país de las barras y estrellas. Pelis patrioteras en las que la bandera y la exacerbación nacionalista acaban siendo los verdaderos protagonistas. Ahí tendrían cabida truños como “Independence Day” (1996, R. Emmerich) o “Armaggedon” (1998, M. Bay). De hecho Michael Bay es un insigne representante de este género. También es el caso de “Top Gun” (1986, T. Scott).    

- Españoladas.
Las de Pajares, Esteso, los Ozores, Gracita Morales, Paco Martínez Soria, López Vázquez, Alfredo Landa, Saza y demás tropa, ya sabéis a lo que me refiero. “La Hoz y el Martínez” (1985, A. Sáenz de Heredia), “Los Bingueros” (1979, M. Ozores), “Playboy en paro” (1984, T. Aznar), “El donante” (1985, R. Fernández), “¡Vaya par de gemelos!” (1978, P. Lazaga)… También las del fenómeno aquel conocido en España como “el destape”. Y por extensión cualquier cosa emitida en aquel lamentable programa de TVE titulado “Cine de Barrio”.

- Alemanas de sobremesa.
Esos telefilms plácidos y amables en los que nunca es invierno, protagonizados por familias rubias y pudientes. O cuando menos beneficiarias de ese modelo de bienestar europeo que aquí nos llegó a medias. Dramones dignos de un talk show y alguna intriga chichinabesca en los que la teutónica heroína siempre sale victoriosa. Y no solo eso, sino que acabará encontrando su destino junto a algún guapo heredero más soso que un salero boca abajo. Películas que ya cuesta diferenciar, incluso en sus nada imaginativos títulos y cuya compra, en lotes de a mil, venía entre las contrapartidas derivadas del rescate bancario autorizado por el BCE y frau Merkel. 

- De Clin Irbu.
Lo que vendrían a ser thrillers escuela “Harry el Sucio” (1971, D. Siegel) o “Harry el ejecutor” (1976, J. Fargo y R. Daley), ande el señor Eastwood enredado en ello o no. Ande Sondra Locke de víctima propiciatoria o tampoco. Lo que sí suelen haber son malosos con gafas de cristales amarillentos.  

- Del tío ese que hace caras raras.
Esta categoría nació originalmente para desacreditar cualquier película de Jim Carey. Si bien, con el tiempo, fue incorporando a otra peña como Ben Stiller, Adam Sandler o su colega Kevin James.

- De esas fantásticas.
Historias futuristas o de ciencia ficción en cualquiera de sus variantes. Desde “Blade Runner” (1982, R. Scott) a “Metrópolis” (1927, F. Lang), pasando por “La Guerra de las Galaxias (1977, G. Lucas). Con una mención especial para las fantasías épicas rollo “Conan el Bárbaro” (J. Millius, 1982).

- De romanos.
Aquellas cintas que están ambientadas en la antigüedad grecorromana y suelen tener una duración próxima o hasta superior a las tres horas. Pero no solo esas. También las aventuretas en el Egipto de Cleopatra –“Sinuhé, el egipcio” (1954, M. Curtiz)- y las basadas en la Biblia tan propias de Semana Santa–“Salomón y la reina de Saba” (1959, K. Vidor). Vamos, lo que popularmente se conoce como el péplum y más socarronamente como cintas de espadas y sandalias.

- De desgracias.
Aviones que se despeñan, rascacielos a punto de venirse abajo, trasatlánticos que se piñan contra un iceberg, islas que van a ser destruidas por un volcán con muy mala leche, ciudades arrasadas por terremotos o maremotos, lugares sobre los que caen las siete plagas bíblicas… Vaya, que no hace falta que os ponga ejemplos.

- De esas raras que te gustan a ti.
Categoría ad hoc que comenzó a moldearse gracias a mi interés adolescente por según qué historias. Con todo, viene a ser un cajón desastre en el que cabe casi cualquier cosa, por lo que se hace difícil establecer límites. De las últimas incluidas cabría citar “Origen” (C. Nolan, 2010) y antes “Primer” (S. Carruth, 2004) o “Pi, fe en el caos” (D. Aronofsky,  1998). Esas y casi todas las de David Cronenberg.    

- De policías y ladrones.
Extensa categoría en la que caben desde clásicos detectivescos escuela Humphrey Bogart, a cualquier adaptación cinematográfica del policiaco sueco-danés de temporada.


Hasta aquí una clasificación que sigo a pies juntillas sin cuestionamiento alguno. Aunque bueno, como habréis deducido, se fue adaptando de a poquito y con el trascurrir de los años. Aún así y con permiso de la Mamma, servidor ha añadido un par de géneros al listado: 

- El primero es reciente y tiene que ver con mi exilio ultramarino. Se trata de las chilenadas. Categoría esta que, lógicamente, no podía estar recogida en la clasificación materna. Y es que, como pasa con las españoladas, no son muy de cruzar el charco. Se trata de producciones malas de andar por casa. Si alguna vez cruzáis los Andes y en el hotel seleccionáis cualquier canal de la televisión en abierto cacharéis altiro. 

- El segundo género que quiero añadir es el “cine de tacitas” tal cual lo explica aquí Miguel López-Neyra y yo suscribo de pé a pá.

Y eso es todo. Creo.

¯\_()_/¯

lunes, 20 de mayo de 2019

Lo de GoT. O JdT. O JdT sino te gustó GoT, que también…

Sí, yo también veo Juego de Tronos (en adelante GoT por cuestiones obvias). O más bien la veía, ya que anoche a eso de las 22.30, hora local, se bajó el telón de la serie que me ha acompañado durante los últimos nueve años. ¿Y qué tengo que decir de eso? Pues no mucho más de lo que se desprende de ahí. Vaya, que tras todos esos años siguiéndola, ocho temporadas completas, setenta y un episodios de una hora o más de duración, estando al día y sorteando spoilers con más habilidad que un keniata esquiva los obstáculos, pues como para decir que no me ha gustado. De hecho creo que es la única vez en mi vida en la que he sido realmente fiel a un culebrón de este tipo.  

¿Quiere eso decir que considero a GoT como la mejor serie de la historia de la televisión? Hombre, no. Entre otras cosas porque no he tenido tiempo de verlas todas. Tampoco ganas. Encima, de las que he visto, se me ocurren unas cuantas que me gustaron tanto o más así a bote pronto. Pero nunca fui fiel a cualquiera de ellas. Ni siquiera a “The Wire” o a “Los Soprano”, la cual solo vi tras ceder a la insistencia continuada por años de uno de mis mejores amigos. Los que me conocéis sabéis lo que me cuesta engancharme. Que no soy mucho de esperar. Así que, teniendo eso en cuenta, ¿Cómo no reconocerle el mérito a la HBO, como productora y a David Benioff y D. B. Weiss como creadores, si me han mantenido expectante todos estos años? Solo puedo darles las gracias. Eso y a otra cosa mariposa. Porque sí, todo muy guay pero al final no hay que perder de vista que GoT es mero entretenimiento. Y lo que hoy es GoT mañana será otra cosa. I no passa res. Eso es lo que muchos fans de GoT olvidan. Esto es televisión. Entretenimiento a lo grande, vaya. Muy bien hecho. Y desde esa óptica GoT es un puto diez.

Por eso me sorprende la desazón generalizada en los fans. Mucho más en el caso de esos seguidores sobrevenidos que, aprovechando la popularidad de la serie, se iban sumando al carro. Digo yo: ¿Para qué os acercasteis a la serie? ¿Qué esperabais encontrar, una de Dreyer? ¿Es porque sois más de sitcoms rollo “Friends”? Ah, no…  qué queréis que la última temporada la dirija Peter Jackson… En fin… ¿Acaso no os entretuvo? Entonces... ¿por qué coño continuasteis con ella, so mendrugos?  Y luego están los talibanes de “Canción de Hielo y Fuego”, la fantasía épica escrita por George R. R. Martin en la que se basa/inspira la serie. Los ofendiditos de los libros, vaya. Respecto a estos últimos, tan solo diré que alguna vez comencé la saga y no pude terminar la segunda novela. Me pareció literatura para pajeros. Infumable de principio a fin. Y lo dice alguien que se lee casi cualquier cosa.

Pero el día después de… tan solo leo decepciones. Casi todas basadas en que el personaje X hizo o no hizo tal o cual cosa. Como si los creadores tuvieran que ajustarse a las indicaciones de los fans, en una suerte de democracia del público que espero nunca se dé. Peñita denunciando incoherencias narrativas sobre la base de que, ese final, no se ajusta a sus preferencias. Lo gracioso es que si el final hubiese sido radicalmente diferente, también estarían protestando. Le hubieran llovido las críticas por otro lado, que ya nos conocemos.

Yo me lo he pasado como un Tyrion viendo las ocho temporadas de GoT y perdonadme el chistaco. Y el final me ha parecido bien, ¿Qué queréis que os diga? Que las dos últimas han sido un tanto desastre. Bueno, quizás un poco sí. Especialmente la temporada final. Tal vez porque suceden demasiadas cosas en muy poco tiempo. Supongo que los creadores se habrán visto en la obligación de cerrar el círculo y para ello tuvieron que acelerar la marcha. Cosas que, en la lógica seguida por GoT hasta la sexta temporada, se cocían a fuego lento, ahora se han resuelto por la vía rápida. Las prisas siempre son malas consejeras. Con todo, atendiendo a la complejidad de la trama, creo que el cierre ha sido más que digno. Y para nada improvisado. En este sentido recordar que, ese final estaba escrito desde la visión de la Casa de los Eternos al final de la segunda temporada. Y Tyrion se ha encargado de recordárnoslo en este último episodio, cuando le explica de que va el asunto a Jon Snow. De hecho, cuando anoche lo vi, me pareció hasta innecesario. No me gustan las sobre explicaciones. Pero vistas las reacciones de la peña...  

Ya por último decir algo que parece bastante obvio. Aunque no os haya molado, cualquier relación de tantos años debe evaluarse en su totalidad y no por cómo termina. Desde esa óptica, no se me ocurre ningún otro producto en el actual escenario televisivo que se acerque a GoT. Vamos, ni de cerca. Una historia que nos ha regalado tamaña lista de personajes con los que identificarnos o a los que odiar. Tipos entrañables como Arya Stark, Hodor, el Perro, Tormund, el propio Tyrion Lannister… Otros asquerosos como Joffrey Baratheon o Ramsay Snow. Villanos aterradores como el Señor de la Noche o la gran Cersei… Héroes con capa a los que no sabes si amar u hostiar como el cagapenas de Jon Snow, la Targaryen, Theon Greyjoy y hasta Jamie Lannister. Incluyendo un buen número de momentos impactantes como las muertes de Viserys ante Khal Drogo o de Oberyn Martell a manos de La Montaña, la tremenda boda roja o la decapitación de Ned Stark… Y por supuesto un buen puñado de escenas épicas, que ya son historia viva de la televisión, como las batallas de Aguasnegras y la de los Bastardos, la explosión del Septo de Baelor o cualquier momento dracarys o Valar Morghulis...

Encima ha habido cameos de los Mastodon entre una turba de salvajes más allá del muro, también de los Sigur Rós amenizando la boda de Joffrey y Sansa, o de los Of Monsters and Men cuando aquella obra de teatro que tanto indignó a Arya… Y hemos tenido a Serj Tankian, a los mencionados Sigur Rós o a The National cantando “The Rains of Castamere”, cada uno en su estilo. O a The Hold Steady cerrando la tercera temporada con “The Bear and the Maiden Fair”… También hemos visto más de setenta veces esa intro, ya mítica, que se modificaba año tras año dependiendo de los escenarios en los que se habría de desarrollar la trama. Con la tonadilla compuesta por el gran Ramin Djawadi, responsable de una pieza que se recordará por siempre jamás.  

Y eso es todo lo que tenía que deciros del final de GoT. Luego ya está la cuestión de los chistes y los memes con los que me he reído un rato. Especialmente con Bran “el roto” y tal… O con el momento en el que Sam se adelanta a Clístenes de Atenas e inventa la democracia... Pero eso son historias que darían para otro post.  

miércoles, 15 de mayo de 2019

Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo


Lo mejor que se puede decir de este libro, es que te hartas de reír con él. Y cuando digo reír, no me refiero a esbozar una sonrisilla de tanto en tanto, sino reírse a mandíbula batiente. Partirse la caja, desorinarse vivo… descojonarse vaya. No es cosa menor en un mundo en el cual basta con poner la tele para que se nos caiga el alma a los pies. Así que, no le quitemos valor a lo que consigue Santiago Lorenzo. De toda la vida de Dios fue mucho más complicado hacer reír que hacer llorar. Más esforzado y menos reconocido. Y sino que se lo digan a los actores. Con una mención especial para Cary Grant en lo que al reconocimiento de los bufones se refiere. Lo suyo le costó hasta que lo lograra, muy al final de su vida y ya retirado de la industria del celuloide.   

“Los huerfanitos” es la segunda novela del hoy “famoso” escritor y director vasco. Esto viene por el éxito de ventas de su última novela, “Los asquerosos”, que aún no he leído pero seguro leeré. Incluida por el diario El País en su listado de lecturas recomendadas. Una sátira costumbrista en la que tres hermanos mal avenidos, se ven propietarios de un céntrico teatro madrileño por herencia del padre que les repudió.  Pero la cosa viene con sorpresa y se dan de bruces con una deuda inabordable que les haría perder el local sino consiguiesen los fondos necesarios. Para ello pretenden agenciarse una subvención mediante el estreno, en un plazo de cinco meses, de una obra teatral. ¡Y eso que los Susmozas odian el teatro!
“Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad, y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
–Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.”

Con este panorama, el autor aprovecha para arremeter contra el orden establecido no dejando títere con cabeza. Esbozando una suerte de homenaje al mundo del teatro que esconde, de forma indisimulada, una crítica a esta sociedad que lo ha condenado a ser un espectáculo cada vez más residual. Eso y una buena dosis de leña a las administraciones públicas que, pese a utilizar un registro satírico, es más que evidente.  Así pues ecos de fábula, pero también de crítica social, continuando el sendero iniciado por “Los millones”, su anterior novela de la que ya os hablé aquí. Mucho más negra que esta, cierto.

La historia está repleta de descacharrantes escenas que van entre el humor socarrón e inteligente de Azcona, el patetismo de Fellini y ciertos aires de comedia absurda que honrarían al mismísimo Jardiel Poncela. Protagonizadas por una colección de fantoches que, además de los huerfanitos y familia directa, incluyen al inepto del director de escena, a los pensionistas que hacen las veces de apoyo técnico –la “brigada Guajardo”- al inútil del creador de la obra y a unos actores reclutados entre un grupo de terapia para dejar el alcohol. Pero es que además, todo está dibujado con un uso particularísimo del lenguaje, rico y adornado, en el cual se funden con gracia usos anacrónicos y casi olvidados del castellano con su versión más actual –trafullo, manzámpulas, zahúrda, hartosopas, mandria, maula, caletre, choja…-. Construyendo en definitiva una suerte de culteranismo alla maniera di Santiago.  

Obra de culto aclamada por la crítica y no me extraña. Lo que sí me extraña es que el éxito de público se le haya resistido a Santiago Lorenzo hasta ahora. Creo que lo merecía desde que compuso aquello de “Marzo de 1986. A uno del GRAPO le tocan doscientos millones de pesetas en  la Lotería Primitiva. No puede cobrar el premio porque no tiene DNI”. Pues eso.  

Finalizo con esta lección de vida que nos ofrece Bartolomé Susmozas, el hermano del medio, que todos deberíamos aprender:
“Tener envidia es de imbéciles. Pero tener envidia de un imbécil sería la imbecilidad en su estadio de exquisitez”  

Localícenlo y cómprenlo. Me lo agradecerán. 
Bueno, a mí no, a él.
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