martes, 23 de julio de 2019

Canto fúnebre por el arte de las musas. Sobre expedir certificados de defunción anticipadamente y otras mandangas


Ya son varios los amigos, conocidos y otras gentes del Facebook a quienes he leído o escuchado manifestarse sobre la supuesta mala cosecha musical del año en curso. El asunto no es nuevo. El sonsonete viene repitiéndose año tras año y mucho me temo que el que viene será lo mismo. Quién sabe si hasta peor. Hay quienes afirman con un dolor para nada impostado, que la música está atravesando su peor momento creativo. Al menos en su historia reciente, porque ya sabemos cómo funciona el asunto y lo socorrido que son los bucles melancólicos. Por lo que mi respecta y parafraseando a Les Luthiers, cualquier tiempo pasado fue anterior. Lo de si fue mejor o peor podemos discutirlo con unos vinos. Y vale, ya lo sé, de ahí a decir que estos defiendan que el negocio ha muerto, como doy a entender con el título de la entrada, media un trecho. Pero vaya, que viendo la tendencia, todo se andará.

A ver, como sabréis los que me seguís por aquí, suelo elaborar listas de recomendaciones discográficas tremendamente subjetivas y aún más discutibles. Haciendo recuento de lo que llevo comentado este año, ya me salen más de treinta referencias. ¡Y eso que aún quedan meses para cerrar el año! Quizás mi problema es que sigo disfrutando de escarbar allí donde haga falta y no me importa rendirme a propuestas de diverso pelaje. Transitando incluso por senderos por los que juré no pasar. Siguiendo la luz de las luciérnagas, como una vez comentamos con el Crespo. Así pues, ¿qué queréis que os diga? ¿Que la remesa de discos y canciones de este 2019 es peor que la de 1965, que la del 76 o que la de hace diez años? Pues ni lo sé ni me importa. Digo yo que a lo mejor el problema no es tanto categorizar como aceptar que, por lo que sea, hemos perdido el apetito, o no podemos darnos el tiempo suficiente, o ya no hay ganas de investigar y preferimos volver a aquellas cosas que tan felices nos hicieron antaño. También se puede optar por la técnica del amigo Gus. Un pringao que venía conmigo al instituto y que tenía un númerus clausus de coleguitas anotados en una libreta. La mítica AAG o Asociación de Amigos de Gus. Tal cual. Y me diréis, ¿esto que tiene que ver? Pues que el tipo defendia la existencia de un cupo inalterable de amiguetes que funcionaba en base al dejen salir antes de entrar. Una gilipollez superlativa, vaya. Pero me he topado con quien lo aplica a esto de la música. Ver para creer. 

Recuerdo que cuando era un crío e iba a la playa con mis padres, utilizaba el fardapollas que me habían comprado en algún mercadillo y me veía hasta bien. De hecho me encantaba ir así, como mi padre, primer ídolo como el de cualquier niño chico. Con el transcurrir de los años opté por alargar los camales del traje de baño al igual que todos los de mi edad. Y así fue como empecé a ver ridículo a mi padre y a sus amigos, empeñados en lucir su tradicional bañador slip. Ahora que tengo la edad que tendría mi padre por aquel entonces, soy yo quien avergüenzo a las nuevas generaciones, usando un bañador demasiado largo para sus estándares. Y es que todos nos quedamos anclados en algo en algún momento de nuestra vida. Algunos seguimos usando el mismo modelo de bañador, mientras que otros siguen defendiendo que la música se acabó con los Beatles, los Rolling o Led Zeppelin. Pero al igual que se siguen diseñando bañadores chulos, también afloran propuestas de buen rock, pop, rap, metal, punk... y hasta nuevos géneros y estilos. Que ahora que lo pienso, igual es un poco eso. Demasiada gente pasa de cualquier melodía, armonía o ritmo que se aleje un ápice de lo que lleva escuchando toda la vida. Y oye, que me parece de puta madre, pero que a ti no te interese algo no significa que sea una mierda. En todo caso y vistas las cosas, podría ser hasta peor. Hay quienes defienden estas mismas tesis pero poniendo a U2 en el cénit de la creación musical. Que hay que tenerlos…

Por lo que a mí respecta, sigo gozando con lo que viene y esperezándome por lo que vendrá. Tengo mis ídolos, claro, mis referentes a los que retorno cuando me apetece y en los que me refugio cuando más lo necesito. También soy presa de prejuicios e inquinas muchas más veces de las que me gustaría. Pero me mantengo inasequible al desaliento. Tampoco necesito esa convulsión en el panorama musical que muchos reclaman. A ver, que si se nos viene otra nueva ola, ¡de puta madre! Pero tampoco la necesito. Y es que, como dijo Laporta aquella vez, ¡que no estamos tan mal hombre! Eso y que paso de pedirle peras al olmo, lo que tampoco significa que sea conformista. Mierda hay a raudales, pero antes también. Con todo y con eso siguen apareciendo joyitas, solo es cuestión de saber donde cavar y hacerlo hasta que sangren las manos. En esa búsqueda constante me sigo topando con cantidad de elepés que me alegran la existencia. Si son mejores o peores que los de antes, ya lo valoraré el día que haga recuento de mi paso por este mundo. Y aún falta para eso. Espero. Confío. Cruzo los dedos. 
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Dejo esto por aquí. De descubrimiento tiene bien poco, pero como es lo que andaba escuchando...

domingo, 21 de julio de 2019

José Tomás Molina en El Farol


El viernes por la tarde y casi de casualidad, nos topamos con el bolo que el sello independiente LeRockPsicophonique había montado en la Sala Rubén Darío de Valparaíso, en el marco del ciclo itinerante que lleva por todo Chile el trabajo de sus bandas y artistas. Algún día tendré que dedicar una entrada a la maravillosa labor de un sello capaz de extraer tamaña cantidad de talentos de debajo de las piedras y aquí, en este remoto y apartado rinconcito del mundo. Sería interesante ver la incidencia de esta peña en el chiringuito musical, si se cumpliera la premisa de aquella otra América posible esbozada por Torres García.

El caso es que José Tomás Molina es un brillante compositor y multiinstrumentista, responsable de piezas para orquesta y grupos de cámara. Además forma parte como guitarrista, teclista y bataca del trío de math rock Sistemas Inestables, de quienes ya os hablé en otra entrada. También integra el combo de rock alternativo Inverness, conocidos por aquí tras participar en la banda sonora original de “La memoria del agua” y “La vida de los peces”, ambas películas dirigidas por Matías Bize. Venía a la ciudad de los colores para presentar un adelanto del que será su tercer trabajo en solitario tras “La Orquesta Errante”, de 2014, y el fantástico “Bilanciare” –equilibrio- del año pasado.

Lo que ofrece el músico santiaguino es una suerte de neoclasicismo o clásico moerno muy en línea con el trabajo de artistas internacionales, coetáneos pero un tanto más curtidos y desde luego más reconocidos que él, como Joep Beving o hasta Max Richter. Eso y una suerte de experimentación en base a secuenciadores y algún que otro repiqueteo jazzístico más presente en el directo que en los discos publicados por Molina hasta la fecha. De hecho esto último funcionó anteayer como una especie de homenaje a su banda matriz, a quienes vi en otra ocasión sin que me gustaran tanto. Al menos eso me pareció a mí.
El show, ni muy largo ni muy corto, solo lo justo y necesario, transitó entre lo novedoso y lo reciente, mostrando a un José Tomás Molina un tanto más experimental y menos grandilocuente que en su versión enlatada. Dibujando atmósferas que iban entre lo ambiental y lo esotérico y que podrían venir firmadas por el puto Brian Eno si este se dedicase a reinterpretar las “Gymnopédies” de Satie. Todo ello sin eludir otros aspectos más propios de la música instrumental de guitarras y programitas. Vaya, que forzando un tanto la comparación, hubo momentos en los que me vinieron a la cabeza esas fases más espaciales y vaporosas en la música de Mogwai. En todo caso, si algo quedó demostrado este viernes, es que José Tomás es un tipo talentosísimo. Al piano, por supuesto, pero también con la programación, dándole a las baquetas, rasgando la guitarra o soplando el clarinete. También sus dos acompañantes, un violinista y un violonchelista que tocaron como Dios. Y vaya, que no sé si os interesan demasiado estos sonidos, pero si es el caso, dadle una oportunidad al zagal. Presenciar el concierto aquí en Valpo, en petit comité y a resguardo de los rigores del invierno austral, fue un gustazo. Si puedo, repetiré. Aquí, allá o acullá.

viernes, 19 de julio de 2019

Cuatro lecturas dispares sobre Chernobyl


Cuando ya ha pasado más de un mes desde que HBO emitiera el último de los cinco capítulos de esta miniserie y, de alguna forma, la ola de entusiasmo se ha disipado, es momento de que este menda os hable sobre la última creación de Craig Mazin. “Chernobyl”, dirigida por el sueco Johan Renck, es un drama histórico que recrea el desastre de la central nuclear ucraniana de abril de 1986, contando las historias de aquellos que, supuestamente, lo causaron y de quienes pagaron por ello. Según he leído, bebe de los recuerdos locales de Pripyat recogidos por la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich en su libro “Voces de Chernóbil”. Una obra literaria que descansa en mi estantería desde hace tiempo y a la que no acabo de hincar el diente. 

Antes de nada una anécdota de pre-adolescencia. Servidor forma parte de esa generación de europeos que un 29 de abril de 1986, tres días después del accidente, se desayunó con la noticia de que había una nube radioactiva pululando por el viejo continente. Y que si no moríamos todos poco iba a faltar. Bueno, esto último no sé si fue tan así. Seguro que estoy exagerando. Pero os imaginareis lo sugestionada que estaba la mente de un niño que, por aquel entonces, ya leía historias de Julio Verne, Boy Lornsen, los tebeos de Dany Bub y los de Tintín. Recuerdo que el acojonamiento era más o menos generalizado. Al menos en mi entorno pueblerino. Hasta el punto de dejar apartadas el resto de preocupaciones. Que vaya, en ese momento y con esa edad no pasarían de evitar las collejas del chulito del cole o que me partieran la trompa jugando a el rogle. Bueno, también hinchar para que Duckadam, Belodedici, Balint, Lacatus y Piturca se follaran al Barça en la final de Copa de Europa a disputar en Sevilla, como finalmente ocurriría.

Así pues, como os podéis imaginar, no podría haber recibido con mayor expectación un producto como este. Quien dice expectación dice entusiasmo, por mucho que fuera consciente de que la fabulación iría más allá de lo que realmente sucedió y que eso serviría a los productores, tan occidentales ellos, para plantear una enmienda a la totalidad de aquel bonito sueño que fue la URSS, con su economía planificada y el milagro de la abundancia en cuatro sencillos pasos. Y no seré yo quien reivindique un proyecto a todas luces fracasado, pero me carga que se niegue el pan y la sal a cualquiera de los que creyeron sinceramente en aquello. Y sobre todo que se oculten los logros de aquel modelo político y económico, que también los hubo.

Dicho lo cual, vamos al asunto: Las cuatro lecturas dispares anunciadas al comienzo. Más que dispares contrapuestas. Lo cual deja a este humilde bloguero al nivel de un Pdr Sncz diciendo una cosa hoy y mañana la contraria, o al de un Alberto Carlos haciendo… Bueno, no, al nivel del farlopero jamás.

La primera es que “Chernobyl” mola un puñao. Por intensidad, por la fuerza de las imágenes ligadas a la música de Hildur Gudnadóttir y también a la no-música de muchas escenas… Por la forma en que la cámara penetra en la historia, aislándolos en los detalles más ínfimos… Porque nos transporta a un tiempo y un lugar absolutamente conseguidos, a un escenario creíble… También porque el elenco actoral es estupendo, en algún caso -como el de Jared Harris en el papel de Valeri Legasov, el de Con O’Neill como director de la central, o en el del secundario que hace de líder de los mineros-, absolutamente maravilloso. Por el sonido, los diálogos, la iluminación, el montaje, los encuadres y movimientos de cámara, los decorados… Por ese color desvaído que lo impregna todo… Lo cierto es que todo brilla a gran altura. Dando lustre a una etiqueta como “HBO presents” que suele asociarse a calidad, aún cuando a veces sea discutible. También por como esas imágenes reproducen una realidad que conmueve. Dibujando un escenario en plan “qué coño pasaría sí…” de forma tal que nos olvidamos de que todo eso ya pasó. De verdad que pasó.

Peeeero… la serie está rodada en inglés. Y eso mola menos. Hasta el punto que me cuestiono si realmente importa verla en versión original. Y es que escuchar a Gorbachov, a los camaradas Briujanov, Shcherbina o Pikalov interactuando en un inglés con acento de Londres, me recordó a aquellos blockbusters ochenteros en los que los rusos siempre eran los malos y hablaban entre sí en jerga de Kentucky pero con acento de Vladivostok. Vaya, que los actores ingleses son cojonudos, no cabe duda. De hecho estoy bastante de acuerdo en aquello que afirmaba Garci de que, junto a los argentinos, son los mejores en lo suyo. Pero la cuestión idiomática chirría. La historia es demasiado soviética como para pasar esta circunstancia por alto. Y esa es mi segunda lectura.
Aún mola menos y esta es la tercera, por cómo afronta la cuestión política de fondo. Más bien por lo maniqueo del planteamiento. Todos sabemos que el cine es un lenguaje y por lo tanto es un medio de llevar un relato y de vehiculizar ideas. Esto viene siendo así desde Griffith hasta Ken Loach, pasando por Visconti y por supuestísimo por un Sergei Eisenstein que siendo soviético viene bastante al caso. El cine es un medio de información pero también de propaganda y esta serie, que incide especialmente en el empeño de los soviéticos por impedir que se conociera la gravedad de lo acontecido en Chernóbil, no escapa a esa premisa. No porque lo que cuente sea mentira, supongo, sino por como lo cuenta y, sobre todo, por lo que decide no contar. Presentándonos a un gran villano, el sistema soviético, pero eludiendo que cuando se produjo el accidente ese sistema ya no existía. Eran tiempos de Perestroika, el proceso de reestructuración y desmantelamiento del antiguo régimen soviético capitaneado por Mijail Gorbachov. Alguien que también tiene su cuota de pantalla en “Chernobyl”, presentado como un zote, o más bien un pelele preso de los burócratas. Una retahíla de hijos de puta, viles y mentirosos, que simbolizan el terrible funcionamiento de las cocinerías de la URSS. Como si estas cosas fueran diferentes en el mundo libre de entonces y en el de ahora. Y a la actualidad política de Españita o el Chilito lindo que tan bien me acoge, me remito. Con todo, lo peor es el antagonismo de esos insobornables y abnegados científicos que velan por el progreso compartido y el bien de la humanidad. Unos seres de luz que al parecer nada tuvieron que ver con el merder que se les/nos vino encima. A otro perro con ese hueso…  Ai Marededeu si todo fuera tan sencillo…

Y ya para acabar mi cuarta lectura. Tiene que ver con ese tonito moralizante e hipócrita que incide en los peligros de la energía nuclear pero no para criticarla como fuente de energía, sino para cuestionar que sus beneficios caigan en manos de los malosos. Vaya, lo mismo que hace Trump señalando a Irán, Corea del Norte y demás miembros honoríficos del eje del mal por desarrollar idénticas tecnologías a las que se exploran desde hace décadas en el país de las barras y estrellas. Vamos, que está bien crear bombas atómicas capaces de arrasar ciudades enteras en cuestión de segundos, siempre y cuando lo hagamos nosotros que somos los buenos, pero no ellos. Todo muy olrait. Y es que, como vemos en un vergonzante pasaje del penúltimo episodio de “Chernobyl”, ¿vamos a aprobar que tengan centrales nucleares unos tipos que no dudan en matar perritos a sangre fría? Que más dará si lo hacen para que la contaminación no se propague y que hayan muerto nosecuantos ucranianos intentando reconducir la situación... Todo tiene un límite y este se sitúa en cosas como el sacrificio de mascotas contaminadas. En serio, ¡¿Perritos?! ¿Qué hostias le pasa a esta peña?

Y esto es todo lo que tengo que decir sobre esta miniserie que habla del principio del fin de la guerra fría y de alarmas nucleares. Un producto televisivo de impecable factura y que, aunque ahora no os lo creáis, he disfrutado bastante. Me ha gustado más de lo que me ha disgustado y de hecho le he cascado un siete en el Filmaffinity. ¡Quién te entienda que te compre, Sulo!  

Ah! Y por cierto, acabo de ver lo de las tropecientas nominaciones a los Emmys… Supongo que volverá el entusiasmo que os comentaba al principio.

Eso y que si queréis ver fotos chulas de las consecuencias del desastre, aquí os dejo esta entrada de hace ocho años… ¡Cómo pasa el tiempo conchasumare!  

miércoles, 17 de julio de 2019

Torres García, Obra Viva


Sobre estas líneas “América invertida”, icónica obra del filósofo, educador, poeta, artista y teórico uruguayo Joaquín Torres García. Un sencillo dibujo a pluma y tinta del año 1943, que surge de una premisa tan básica como la de invertir el tablero global. Plantearse aquello de que pasaría si el norte fuera el sur...
“No debe haber Norte para nosotros, sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro Norte.”

Lo cierto es que Torres García creó con un trazo simple el imaginario de otra América posible. Y lo hizo en el marco del que fuera su gran proyecto, la Escuela del Sur, un taller de trabajo, pero sobre todo una suerte de institución de enseñanza colectiva, que tenía como objetivo alterar el mapa conceptual de referencias para la producción de arte moderno desde Latinoamérica. Tirando de las fórmulas artísticas en boga, la indigenista o nacionalista pero también de la visión universalista. Eso sí, alejándose de la mirada romántica o de reivindicación patriotera de muchos de sus coetáneos. Lo importante era la consecución de un arte puramente latinoamericano que incluyese elementos del arte abstracto tradicional precolombino junto a elementos del arte de vanguardia.

Al final, el taller se convirtió en un movimiento con una destacadísima identidad propia. Ahí nació lo que se ha venido en llamar el universalismo constructivo, del que Torres García fue impulsor. Pero para llegar a eso el artista tuvo que pasar por diferentes etapas. A finales del XIX arribó a Barcelona, lugar de formación, inspiración y primeras influencias, donde participaría del noucentisme. Conocería a Picasso y sobre todo a Gaudí, con quien colaboró en el diseño de vitrales de la Catedral de Palma de Mallorca y en la Sagrada Familia. Más adelante se empaparía de la vitalidad artística de una ciudad como Nueva York, entorno más moderno para su propuesta pictórica y artística. Aunque lo más interesante allí fue su creación juguetera. Al poco regresaría a Europa y en algún momento acabaría instalándose en París, entrando en contacto con la vanguardia. De ahí su relación con Piet Mondrian, quien con sus composiciones de figuras geométricas en colores primarios ejerció una notable influencia en la obra posterior de Torres García. En el advenimiento de ese universalismo constructivo mencionado al comienzo.

Y todo eso es lo que puedes ver en la exposición “Torres García. Obra Viva” del Centro Cultural la Moneda. Muestra con más de cien obras de diversas materialidades -cartones, piezas de madera, óleos sobre tela y pinturas sobre papel- además de fotos, ejemplares de revistas editadas por el taller del artista, juguetes de su fábrica artesanal en los EEUU, teatritos creados en un periplo italiano y hasta su escritorio personal, traído específicamente desde el museo del artista en Montevideo.

No es una presentación despampanante, pero no está nada mal. Sobre todo resulta interesante. Como la reflexión que dio origen al cuadro que ilustra esta entrada.  

viernes, 5 de julio de 2019

Too Old to Die Young, de NWR


No hace mucho y a través de las redes, un amigo me agradeció el que le hubiese dado a conocer a Nicolas Winding Refn. No me acuerdo bien de la situación, pero sé que tenía algo que ver con la trilogía “Pusher”, con la que el de Copenhague debutara tras las cámaras a mediados de los noventa. Por lo que a mí respecta, NWR se convirtió en uno de mis favoritos desde el día que quedé patidifuso con “Drive” y así dejara constancia de ello. Un poco antes también hablé por aquí de “Bronson” y hace menos de “The Neon Demon”, extraña versión de Blancanieves en clave posmoderna, gore y sin final feliz, que tantas similitudes guarda con la serie de la que ahora paso a hablar. Porque sí, esta es otra columna sobre la excelsa obra de este cuarentón amigo de Jodorowsky y a quien la vocación le vino tras el visionado de “La matanza de Texas”. Qué mejor motivo que el estreno de “Too Old to Die Young”, un elegante western urbano que podría ser un spin-off de “Drive” pero no lo es y que entusiasmará tanto a amantes de las tramas criminales, como a los apasionados al cine marcianet. Pero sobre todo a los devotos a la causa liderada por el realizador danés, entre los que me incluyo. Amén.

La ficción se estrenó a mitad del mes pasado y a través de Amazon Prime Video, uno de esos servicios de streaming en los que todo se cuece. Bueno, ahí y en Netflix, en Hulu o a través de servicios específicos de canales como HBO o CBS, además de plataformas de transmisión como SlingTV, PlayStation Vue y el cada vez más caro YouTube TV. De todos esos solo tengo el Netflix y el básico de HBO, así que os podéis imaginar cómo llegué a esta serie en la que NWR es el productor ejecutivo, guionista, showrunner y por supuesto director. Contando con la inestimable ayuda del afamado guionista de cómics Ed Brubaker, responsable de “Daredevil”, “Batman” o los “X-Men” entre otros.

La historia sobre la que orbita todo es la de un afligido policía que, junto al tipo que mató a su compañero, se encuentra a sí mismo en un submundo repleto de yakuzas, miembros de un cártel mexicano, pandillas jamaicanas, redes de prostitución y pederastia, productores de snuff movies, videntes y santeros, además de justicieros de la noche. Demasiado viejo para morir joven es un thriller burraco e híper-estilizado que se centra en la ciudad de los Ángeles si bien no elude visitar territorios más al sur. Nos habla del proceso de transformación de un grupo de personajes, entre los que se encuentran el policía y el niño bien metido a vengador antes mencionado, pero también un ex agente del FBI moribundo y una huérfana acogida por un capo de la droga, cuando estos deciden cambiar de vida y convertirse en una suerte de samuráis contemporáneos. Entendiendo esto último en clave Jeff Costello, el mítico protagonista de “El Silencio de un Hombre” de Jean-Pierre Melville. Lo cual, por cierto, supone un nexo de unión entre la figura del detective y el conductor de “Drive”, quién también remitía al personaje interpretado por Alain Delon. De hecho Miles Teller –“Whiplash”- da vida a un personaje prácticamente idéntico al que interpretó Ryan Gosling en sus colaboraciones con Refn. Un pistolero inexpresivo, solitario y parco en palabras. También es verdad que este se muestra un tanto más fiero y despiadado que aquel mecánico aspirante a campeón de la NASCAR.

La estética y el ritmo siguen la línea de las tres últimas películas de Refn, tan celebradas como denostadas. La historia se divide en diez episodios en los que da la sensación de que ha hecho lo que le ha venido en gana. Comenzando por la variable extensión de los mismos. Y es que los hay de casi dos horas, mientras que el último dura apenas treinta minutos, sumando cerca de trece horas de metraje en total. En algunos pasan un montón de cosas, pero en otros casi nada. Bien es cierto que siempre incluyen uno o varios de esos momentos en los que se desata la violencia y que son tan habituales en el cine del director danés. Coinciden también en esas largas y lentas escenas donde los personajes se toman todo el tiempo del mundo para actuar o hablar. Conversaciones que, de haberlas, se limitan a pocas palabras o frases cortas. Alguna vez asistimos a extensos soliloquios en forma de reflexiones en voz alta, que plantean escenarios próximos a los mundos de David Lynch. Alguna escena grotesca me reafirma en este punto. Dicho lo cual, una recomendación: Sed pacientes. La espera compensa.

Con todo, lo mejor que puede decirse del nuevo trabajo de NWR es que es un puto festín visual. La fotografía es espectacular, con ese diseño de luz tan particular y esos colores de alto contraste a los que Refn asigna una gama de emociones bien definida. También los títulos de crédito son una puta pasada, en la línea retro ochentas tan de su gusto. Como la banda sonora, encargada de nuevo a Cliff Martínez y en la que, además de las composiciones de quien fuera bataca en los Red Hot Chili Peppers, también suenan temas de Goldfrapp, 999, New Order, The Skatalites, Barry Manilow, Jimmy Angel, Sarabande o Judas Priest.
Y eso es todo lo que tenía que contar. Aparte de insistir en que le echéis un ojo. Que sí, estoy seguro de que habrá críticas de trazo grueso en las que eminentes juntaletras de la cosa fílmica dirán que es demasiado larga o que es más de lo mismo o bla bla bla y no sé qué pollas más. Luego está el típico desubicado que os dirá que se aburrió como las ostras. Pues muy bien… 'enga va, acepto que haya a quienes no les apasione porque sean incapaces de entrar en la historia. Yo mismo, al comienzo, me debatía entre si “Too Old to Die Young” iba para obra maestra o era una mierda sideral. Lo que sí tuve claro desde el minuto uno, es que estaba ante una sacada de chorra de dimensiones extraordinarias. Y aunque solo fuera por eso ya debéis verla. Y vaya, ahora puedo decir que si no es una puta obra maestra, se le acerca mucho. Si no al tiempo. Avisados estáis.   
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