Esta cosa de la cinefagia,
definida de forma un tanto despreciativa como el innoble arte de tragarse casi cualquier
producción cinematográfica por el mero hecho de serlo, también tiene sus cosas
buenas. Y el que dice buenas, dice buenísimas. A mí, desde luego, me ha hecho
muy feliz esa manera de entender la pasión por el cine. Disponiendo de un menú
amplísimo en el que, según el día y la hora, elijo que cosas zamparme. Unos
días me voy de asado de lomo vetado y choripanes y al siguiente me convierto en
vegano estricto. Y a gozarlo, oye. Sin avergonzarme por ello. Haciendo
compatible el disfrutar de un clásico de los años 50, con el de alguna tontera de acción
o la comedieta simpática del año. Flipando con una peli de Bergman pero también
con el último Mad Max, cambiando la mirada y aceptando que ni todos los
momentos son iguales, ni siempre buscamos lo mismo. Lo cierto es que gracias a
esa visión amplia, he podido toparme con verdaderos tesoros en lugares insospechados.
Sirva de ejemplo mi penúltimo descubrimiento fílmico, “One Cut of the Dead” (2017) del director japonés Shin'ichiro Ueda (Gracias Javi). Inteligentísima comedia de zombis en la que nada es lo que parece y
mejor que no os diga mucho más. O la última cinta que he visto y de la cual me
dispongo a hablar en esta entrada. “Columbus” (2017), dirigida por un ensayista
y colaborador de la revista Sight &
Sound que firma bajo el desafortunado seudónimo de “Kogonada”. El corrector
insiste en poner “Mojonada” y a mí me viene a la cabeza todo el rato “Cojonada”.
El título elegido por este coreano-americano para su
ópera prima, hace referencia a una población del estado de Indiana. Pequeña localidad
sita en un entorno rural, que sin embargo supone un enorme ejemplo de mecenazgo
en lo que a la arquitectura del siglo XX se refiere. El motivo se llama Irwin
Miller, quien ocupara diferentes cargos de responsabilidad al frente de Cummins
Inc., empresa líder en el desarrollo y distribución de motores diesel a nivel
mundial y que está radicada en Columbus. A él se debe la imagen actual de la
ciudad, ya que se esforzó en convertirla en el sueño de cualquier apasionado a
la arquitectura y al arte moderno en general. El hombre, que era un intelectual
graduado en Yale y Oxford, guardaba una estrecha relación con el arquitecto finlandés
Eero Saarinen. De esta amistad, forjada a raíz de la construcción en Columbus
de la First Christian Church, proyectada por el padre de aquel, surgirían un
gran número de obras arquitectónicas en la ciudad. Todas financiadas, principalmente,
por la familia Miller. Destacando el Irwin Union Trust and Bank, la casa Miller
o la North Christian Church, proyectadas por el propio Saarinen; o el Mabel McDowell Adult Education Center y la
First Baptist Church, por John Carl Warnecke y Harry Weese respectivamente.
Todo este rollo tiene relevancia, ya que estas
arquitecturas son un elemento fundamental para entender “Columbus”. Kogonada se
sirve de esos espacios físicos para confrontarlos al espacio emocional de los
dos caracteres principales de la historia. Maravillosamente interpretados por John
Cho y, muy especialmente, por la jovencita Haley Lu Richardson. Personajes
diferentes en cuanto a edad, formación, aspiraciones y desilusiones, que se
encontrarán en Columbus de forma casual para, de alguna forma, liberarse de sus
ataduras. Él es hijo de un famoso arquitecto y profesor, mientras que ella es
una simple estudiante. Él se encuentra atrapado en Columbus, llegado desde
Corea, tras ser avisado de que su padre está ingresado en un hospital de la
ciudad. Ella, que es residente, se encuentra atrapada por culpa de su madre, una
adicta en fase de recuperación. El caso es que ambos se ven obligados a
permanecer allí contra su voluntad, en lugar de volver a la rutina en Seúl -en el caso de él-, o salir a perseguir sus sueños -en el de ella-. Las
imponentes obras de los Saarinen y compañía, son el escenario en el cual se produce
el acercamiento entre ambos. Además de actuar como metáfora. Esas casas,
iglesias, bancos o escuelas son el marco al que ambos se ven atados e incapaces
de huir.
Lo más tremendo del film, además de una imponente
fotografía arquitectónica digna de Paolo Portoghesi o las atmósferas
creadas por la música de Hammock, es la química entre actores. Reflejada en
esas escenas a dos en las que, a través de los diálogos, pero también con el uso
preciso de los silencios, van encontrándose y descubriéndose. Reflejándose el
uno en el otro y, en definitiva, tejiendo un vínculo afectivo que podría llegar
a ser su salvación. Unas escenas que recuerdan mucho
en las formas al cineasta japonés Yasujiro Ozu. No parece casual esa impronta. Kogonada
dedicó un ensayo visual a la obra del autor de “Los Cuentos de Tokio” (1953) o
“Las hermanas Munekata” (1950) titulado “Way of Ozu” (2016). Identificando
patrones formales y correspondencias, encontrando ritmos afines y contrapuntos,
tanto a nivel de imagen como en lo sonoro.
El caso es que “Columbus” supone el estimulante debut
tras las cámaras del amigo Kogonada. Y tiene mérito para alguien que debe llevar
años pontificando sobre cine, escondido tras la pantalla de un ordenador. Por
lo que supongo, o más bien intuyo, habría unos cuantos esperando el patinazo. Y
el momento de devolver los “afectos” recibidos de aquel. Pero ya lo siento
peña, tendrá que ser a la próxima.
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