“Hay un instante en los serenos ocasos de verano en que cualquiera diría que los objetos brillan, como si devolvieran parte de la generosa luz que recibieron a lo largo del día. Era entonces cuando Marcelino dejaba lo que estuviera haciendo, se incorporaba, se pasaba el dorso de la mano por la frente y contemplaba el valle a sus pies. Todo relucía y resonaba como una campana de luz dorada. También aquel ocaso de julio Marcelino se detuvo y contempló. La casa, el hórreo, el carro, todo resplandecía recortado contra el cielo azul profundo donde el primer lucero comenzaba a anunciar la nueva era. Todo menos la gran mancha de sangre en el serrín y el cuerpo de su hermano. Pero lo cierto es que no había querido hacerle daño”.
Me acabé esta joyita hace ya más de un mes. Pero mi nueva normalidad, que va más allá de la dibujada por el maquiavélico sr. Redondo o la practicada por el inútil de M.A.R. en Madrid, imposibilitó que diera constancia por este canal. El caso es que ahora, ya no sé qué poner. Y es una pena, porque la novela es bellísima. Nos asoma a un mundo mítico, incluso religioso, ubicado en el campo, las montañas y los ríos asturianos, en el que nada es lo que parece, o sí, a gusto del lector. Además, está la fauna local –entendida esta en toda su extensión-, que funciona a la vez como protagonista y attrezzo. Al final este libro de los milagros, es una suerte de fábula atemporal protagonizada por un hombre bueno. Al menos todo lo bueno que puede permitirse ser un humano.
“Era un oso que vino y se comió al hombre que se bebió el agua que apagó el fuego que quemó el palo que mató al perro que se comió el queso que solo tenían para comer la vieja y el viejo.
- Ay, me perdí… ¿Por dónde iba, ho?
- Por el oso, ibas por el oso.
- ¡Pues cómeme el culo, goloso!”
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