Y es que ya hace un par de miércoles que me acerqué hasta el 16 Toneladas para reencontrarme con Micah P. Hinson y su folk rock de tintes clásicos o lo que mierdas perdure de todo eso. Y es que ya van unos años sin noticias de quien fuese considerado y con justicia, como una de las grandes promesas de la música norteamericana. Eso y que la última vez que asistí a uno de sus shows me prometí no volver nunca más. La melopea que llevaba el mendrugo era fina y cualquier parecido con un evento musical, fue pura casualidad. Sin embargo, quizás por la milonga esa de que el tiempo cura las heridas, en cuanto me enteré de que volvía por Valencia, no dude ni un instante en agenciarme la entrada. También porque, según se anunciaba, lo hacía para retomar los temas incluidos en aquel maravilloso “Micah P. Hinson and the Opera Circuit”. Álbum con el que opositó a entrar en el salón de la fama de la música de raíces del país que le vio nacer. Al final hasta eso fue mentira.
Y allí que se plantó el tipo, con el aspecto infantilizado de siempre y sus gafotas de pasta a lo Woody Allen, para, sin mediar palabra, comenzar con el repertorio en formato acústico. Todo eso ante una sala repleta de nostálgicos. Gente que seguramente se hubiese contentado con muy poquito. Pero ni por esas. Vale que el que tuvo retuvo y eso quedó patente durante la velada, a pesar de la desidia y a lo pobre de la puesta en escena. Pero no resultó suficiente. Porque encima tuvo los santos cojones de dar por finalizado el show a la media hora escasa. ¡Tócate la polla! Cierto que volvió a salir desde sus aposentos, no sin antes decirnos más que un perro por increparle, para tocar tres cancioncillas más. Entre ellas “Beneath the Rose" que no venía a cuento, pero bien está. Insisto en que el hombre sigue teniendo algo de todo aquello que tantos le vimos hace diez años. Por ejemplo, conserva ese vozarrón que Dios le dio al nacer. Y cierto halo de melancolía que, en muchas de sus canciones, resulta delicioso. Pero como no empiece a poner algo más de su parte, se puede ir bien a la mierda. Desde luego a mí ya no me engancha más. Aunque vete tú a saber. Lo mismo dije la última vez. Y creo que en la penúltima también.
Nada que ver con lo acontecido al miércoles siguiente, en la misma sala pero con bastante menos público. Y es que lo del Reverend Peyton’s Big Damn Band fue la polla. Un bolarro de los que se recuerdan por mucho tiempo. Blues guarro del Delta y rollete redneck al cargo de un trío bastante peculiar. Liderados por un predicador laico proveniente de algún remoto lugar de la América profunda y cuyos salmos harían estremecer al más pintado. Además el tipo toca la guitarra como los ángeles. Bueno, la guitarra y el bajo en un all in one digno de los mejores herederos del maestro LeadBelly. Bueno, la guitarra, el bajo, un hacha encordada y hasta un paquete de puros marca Macanudo. A su vera una enorme hillbilly con más actitud que un diplomático en Corea del Norte, a los mandos de una tabla de lavar metálica. Curioso instrumento al que es capaz de sacarle ritmos tribales, usando unos guantes de colores con dedales. El trío se completa con el batería. Un tipo con aspecto de bon xicon de la Ribera, que usa un enorme cubo de plástico a modo de timbal base. De esos que utilizan los restaurantes de comida rápida para las salsas, ya sabéis. Por allí sonaron “We deserve a happy ending”, “Shakey Shirley”, “Cornbread and Butterbeans” y otras joyitas incluidas en su último trabajo. También en anteriores discos como el “So Delicious” o el icónico “Between the Ditches”. Por cierto que ese “The Front Porch Sessions” publicado hace menos de dos meses es increíble. Conviene no pasarlo por alto. ¿Cómo son capaces de captar ese sonido tocando en el porche delantero de su casa en Indiana? Una auténtica pasada.
Al final de la carrera disfrutamos de un concierto divertidísimo e incendiario al cargo de unos tipos que, seguramente, merecen más fama de la que disfrutan. Y estoy empezando a pensar que a Micah le pasa justo lo contrario.
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