A veces y casi sin esperarlo, uno se
reencuentra con el placer de la lectura. Vale, es cierto que el mero hecho de
leer ya debería conducirnos hasta la dicha. Y es que conforme pasamos páginas y
devoramos párrafos nos adentramos en una historia que, en cierta forma, acaba
convirtiéndose en la nuestra. Así es como, parafraseando a algún francés cuyo
nombre no recuerdo, nos hacemos contemporáneos y hasta compatriotas de todos
esos personajes de la trama. Vamos, que el proceso lector ya es gratificante per sé. O al menos es lo que dice la teoría.
Lo que pasa es que para algunos devorar libros es, ante todo, una necesidad
vital al nivel del respirar, el comer y supongo que el follar. La necesidad
imperiosa de llevarse a la boca algún texto aún en los momentos en los que no
se encuentra estímulo en ello. Enlazando ladrillos y truñacos que no te aportan nada o casi nada.
Lecturas efectuadas con el piloto automático puesto, siempre con la expectativa
de que aquello que venga después será mucho mejor. ¿Hay goce y disfrute ahí?
Pues no lo sé. Unas veces sí, otras no... Y en estas que te topas con cosas tan
maravillosas como la última novela de Philipp Meyer.
Sí, todo este rollo es para introducir
mi última lectura: “El hijo” del mencionado autor neoyorquino. Alguien que,
según parece, fue cocinero antes que fraile, desempeñando toda suerte de
oficios hasta verse publicado. Inmensa novela de resonancias épicas ambientada
en el lejano oeste y que en ocasiones recuerda a la obra del gran Cormac
McCarthy. Una suerte de auge y caída del Imperio Romano-Tejano, con el papel de
los Césares desempeñado por una saga familiar ambiciosa, sacrificada y cruel.
Los McCullough y su historia, que abarca desde la independencia de Texas, allá por el 1836, hasta la actualidad. Hombres y
mujeres hechos a sí mismos.
Corazones indomables capaces de todo,
hasta de levantar un imperio con sus propias manos y defenderlo con los dientes. No tanto
como heroicidad sino como drama. Y es que hacen
lo que hacen porque no saben hacer otra cosa. Es lo que les enseñaron y al final es su único camino en la vida.
La fórmula que emplea Meyer es narrarlo
a través de tres de esos personajes del clan McCullough, pertenecientes a tres generaciones
diferentes. Ellos nos harán de guías por unos
parajes que gotean sangre y, como no, hieden a vaca y más tarde también a petróleo. Los capítulos se van intercalando y
así es como vamos conociendo la historia de Eli aka el Coronel, su vida junto a los
comanches y su posterior desempeño como Ranger que, tras alejarse del conflicto,
devendrá en magnate ganadero. También a Peter, quien carga con el peso
emocional de la interminable campaña de su padre por el poder y que tan alejado
se muestra de las formas y costumbres de este. Por último Jeannie, bisnieta del
Coronel y nieta de Peter, y su denodada lucha por alcanzar el reconocimiento de
una sociedad tremendamente machista en pos de conservar un patrimonio familiar
que va aumentado gracias a las reservas petrolíferas.
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