Por fin
dejamos atrás este apestoso mes de agosto y parece que también esas terribles temperaturas
que hacen de este secarral llamado Valencia un espacio poco apto para la vida
humana. Aunque septiembre no solo trae buenas noticias. Hoy sábado, es el día
elegido por el Gobierno para poner en práctica su última ocurrencia: subir el
IVA de la luz, el gas, el teléfono, la gasolina, los libros electrónicos, las
entradas a conciertos o al cine, la ropa... Supongo que con ello el listo de la
barba y sus secuaces complacen a Frau Merkel y al puto Bundesbank. En fin, para
que seguir. No quiero ponerme de mala leche tan pronto, así que mejor pasar
a cosas más agradables. Porque la intención de esta entrada no era retratar a
la cuadrilla de mónguers que nos desgobiernan (eso ya lo hacen ellos solitos),
sino recomendaros un magnífico libro que se titula “Stoner” (nada que ver con Kyuss y el resto de bandas de rock que participan de tan gloriosa corriente
musical).
William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Missouri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases.
Este
Stoner es el personaje de vida trivial y escasas ambiciones que protagoniza
la novela que me acabo de terminar. Escrita en 1965 por un profesor tejano de
nombre John Williams, está tan bien contada, que se hace difícil entender por
qué es tan poco conocida hoy día. Porque es una novela preciosa, emotiva pero
sin caer en la cursilería y sencilla, muy sencilla, lo cual aún la hace mejor.
Y es que, según yo lo veo, es todo un logro conseguir que una obra como esta, que lo único que
nos cuenta es la escasa resonancia de una vida pequeña y corriente, nos interese. La historia de un tipo gris cuyas aspiraciones se colman impartiendo
clases de inglés en una universidad de medio pelo, renunciando a cualquier tipo
de promoción (y también a otro tipo cuestiones extra-profesionales). Ahí está
la gracia, el que John Williams haya conseguido que comprendamos, que (por momentos) nos sintamos identificados con un hombre que
pasa de puntillas por la vida y que, en lugar de enfrentarse a los problemas,
agacha la cabeza y rehuye la lucha (atado a una mujer que no le quiere, alejado
de una hija a la que no puede querer, con una amiga/amante a la que no le dejan
querer, con unos compañeros de trabajo que… bueno, ya veréis).
Existe
un pasaje al comienzo del libro, cuando Stoner está asistiendo a clase de
literatura inglesa con el profesor Sloane, que define lo que será su vida. Su
mentor recita un soneto clásico y es entonces cuando dirigiéndose
a nuestro protagonista este le increpa tal que así: “El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años señor
Stoner, ¿le escucha?”.
William Stoner se dio cuenta de que por unos instantes había estado conteniendo el aliento. Lo expulsó suavemente, siendo entonces consciente de la ropa moviéndosele sobre el cuerpo mientras el aliento le salía de los pulmones. Desvió la vista de Sloane hacia otro punto de la sala. La luz penetraba por las ventanas y se posaba sobre los rostros de sus compañeros de manera que la iluminación parecía venir de dentro de ellos mismos para salir hacia la oscuridad; un alumno pestañeó y una sombra delgada cayó sobre una mejilla cuya parte inferior había recogido la luz del sol. Stoner advirtió que sus dedos se estaban soltando de su firme agarre al escritorio. Volteó las manos frente a sus ojos, maravillándose de lo morenas que estaban, de la intrincada manera en que las uñas se adaptaban al romo final de los dedos. Pensó que podía sentir la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, pulsando delicada y precariamente desde las yemas de los dedos a través de su cuerpo.
Así será
como quedará atrapado por las garras de la literatura para el resto de su vida, y
comprenderá que, al margen de eso, todo aquello que le ocurra será secundario.
Stoner sabrá desde ese preciso momento que si algo tiene que ocurrir, va a
ocurrir, y por ello es inútil dedicarle más tiempo del necesario a asuntos
triviales como la vida. Esta idea, que puede parecer una chorrada pero
que define claramente al personaje, se ejemplifica muy bien en diferentes pasajes
del libro, como en este ya hacia el final del libro, en el cual conversa con su
médico:
“Sí”, dijo Stoner. “¿Cuándo quiere operar?”
“Tan pronto como sea posible”, dijo Jamison aliviado. “En los próximos dos o tres días”.
“Eso es pronto”, dijo Stoner casi ausente. Después miró fijamente a Jamison. “Déjeme preguntarle algo, doctor. Debo decirle que quiero que me responda sinceramente”. Jamison asintió.
“Si solo es un tumor, benigno, como dice ¿daría igual retrasarlo un par de semanas?”
“Bien”, dijo Jamison con renuencia, está el dolor, y… sí, daría igual, supongo”.
“Vale”, dijo Stoner. “Y si es tan malo como piensa... ¿daría igual retrasarlo en ese caso un par de semanas?"
"Después de un rato largo Jamison dijo, casi con amargura: “Sí, supongo que sí”.
Pues eso
es “Stoner”, un gran libro.
Otro
más.
Anda que
si no fuera por ellos…
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