jueves, 31 de enero de 2013

Las noches azules de Joan Didion


El título de este libro hace referencia a un fenómeno que se produce en algunas latitudes. Un lapso de tiempo próximo al solsticio en el cual los crepúsculos se vuelven largos y azules.
“Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre) uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula ‘Noches azules’ porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición.”
Reconozco que no conocía a su autora más que de oídas cuando lo compré. Y eso a pesar de que Joan Didion es una de las intelectuales más influyentes de los Estados Unidos. Una novelista, ensayista, periodista y guionista, cuya vida se vio doblemente salpicada por la tragedia en un escaso margen de tiempo. El 30 de diciembre de 2003 vio morir a su marido, el también escritor John G. Dunne, de un ataque cardíaco fulminante. Al poco tiempo su hija Quintana Roo cayó en coma por las complicaciones ocasionadas por una neumonía. Moriría encamada en un hospital neoyorquino en agosto del 2005.

De esa doble tragedia surgirían “El año del pensamiento mágico” -dedicado a su marido-, y “Las noches azules”-escrito con motivo de la muerte de su hija a los 39 años de edad-. De los dos libros tan solo he leído este último, agrío, desgarrador y a pesar de ello muy, pero que muy, bello. Una reflexión sobre el dolor y en general sobre lo que queda tras la pérdida de un ser querido, en forma de instantáneas literarias, evocaciones quasi-oníricas, texturas y recuerdos olvidados.
“ -Te quedan tus maravillosos recuerdos-, me decía la gente más tarde. Como si los recuerdos trajeran consuelo. No lo traen. Los recuerdos son por definición del pasado, de lo que ya no está. Los recuerdos son los uniformes de la Westlake que hay en el armario, las fotografías descoloridas y agrietadas, las invitaciones a las bodas de gente que ya no está casada, las tarjetas impresas en serie de funerales de gente cuya cara ya no recuerdo. Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar.”
Una obra breve e intensa (no llega a las 200 páginas), brillantemente redactada y repleta de párrafos memorables en los que a uno le cuesta contener la lagrimilla. Con todo no me parece un libro exhibicionista. Ni busca compadecimiento, ni tampoco la llorera fácil del lector.

Harto recomendable, aunque tan solo fuera por este final:  
Sé que ya no puedo llegar a ella.
Sé que si intento llegar a ella –si intento cogerle la mano como si ella volviera a estar sentada a mi lado en la cabina a oscuras del piso de arriba del vuelo vespertino de la Pan Am de Honolulú a Los Angeles, si intento cantarle la canción del papá que se ha ido a buscar el pellejo de conejo para envolver a su conejita-, ella se me deshará en las manos.
Se esfumará.
Se adentrará en la nada: el verso de Keats que le aterraba.
Se apagará como se apagan las noches azules, se irá igual que se va la claridad.
Se volverá al azul.
Yo misma coloqué sus cenizas en el muro.
Yo misma vi cerrarse a las seis las puertas de la catedral.
Sé qué es lo que estoy experimentando ahora.
Conozco la fragilidad y conozco el miedo.
Uno no teme por lo que ha perdido.
Lo que ha perdido ya está en el muro.
Lo que ha perdido ya está al otro lado de las puertas cerradas.
Uno teme por lo que todavía no ha perdido.
Puede que ustedes todavía no vean nada por perder.
Y, sin embargo, no hay día en su vida en que yo no lo vea. 

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