jueves, 26 de septiembre de 2019

Ego Sum Jonas

Haciendo memoria, creo que en toda mi vida solo he asistido a un par de conciertos por una cuestión de fanatismo incondicional: Al de Dylan en Viveros, hace ya trece años y ahora a este de Weezer en el Movistar Arena de Santiago. No hace falta que relate por aquí el conciertito que se cascó el amigo Robert en el cap i casal. Pero vaya, que la idea era ver al genio de Duluth desenvolviéndose en lo suyo antes de retirarse, así que… 
Idéntica motivación me impulsó a comprar las entradas para el show de Weezer. Aprovechando que resido en esta parte del mundo y que, vete a saber si tengo otra oportunidad de ver a la banda californiana de cerquita. Eso a pesar de que sus mejores tiempos ya quedan bastante lejos y que su paulatino descenso a los infiernos recién culmina con el indefendible “Black Album”, publicado a comienzos de este año. Un espanto en diez actos en el que no hay ni rastro del powerpop primigenio, ni mucho menos de las guitarras o esos juegos vocales con los que hicieron afición. Un artefacto que espanta hasta a un felino y no va de broma. Os voy a contar una anécdota absolutamente verídica… Tengo un gatito al que le mola posarse en mi regazo cuando estoy trabajando con musiquita de fondo. El animal es bastante roquero, si bien no le hace ascos a casi nada. Pues bien, estaba sonando alguno de esos variaditos que monta el Spotify con criterios harto discutibles y la cosa pasó del “Mercedes Marxist” de los IDLES al “Livin’ in L.A.” de Weezer. El salto que pegó el minino no lo iguala el Javier Sotomayor de los mejores tiempos. Y la carrera hasta el balcón no la supera ni Usain Bolt montado en la Honda de Márquez. Como lo oyes…  De hecho, el disco es tan re-malo que hasta me planteé montar un change.org para que, al menos aquí en Chile, no tocaran ni un solo tema del engendro. Ni de los dos trabajos anteriores que también son canelita fina. Pero no hizo falta.

A ver, tenía que ir a verles sí o sí. O sea, eso lo tenía claro. Weezer son una de mis cuatro o cinco bandas de referencia. De esas a las que rindo pleitesía y manifiesto devoción aún en sus periodos más oscuros. Y eso es así desde los comienzos, allá por el 1994, con el lanzamiento de aquel tremendo debut popularmente conocido como el disco azul y que estaba producido por Ric Ocasek. Una mezcla perfecta entre el espíritu adolescente de los noventa y unas melodías que te agarraban por la solapa desde el primer acorde de “My Name is Jonas”. Trabajo imperecedero en el que se incluyen un sinnúmero de himnos que forman parte de mi educación musical y hasta de mi historia vital. Eso por no hablar del en su momento vilipendiado “Pinkerton”, de 1996. A la postre mi preferido de toda su discografía y uno de mis diez álbumes favoritos de todos los tiempos. Repleto de canciones que me han acompañado a lo largo de diversas etapas de la vida, sobreviviendo a la avalancha de novedades que amenaza con sepultarlo todo. Un compendio de canciones que no me retrotrae a nada en concreto sino a todo. A  T O D O. Y es que, estoy completamente de acuerdo con Nick Hornby cuando afirma que, si una canción te recuerda a tu luna de miel en la Riviera Maya o al milrra del tío Cisquet, lo que en realidad te gusta es el recuerdo, no el tema. Y vaya, que no es el caso.

Y así llegamos al día de autos, que fue el pasado martes por la noche y a casi once mil kilómetros de distancia del sitio en el que me parieron. Encima fue una suerte de celebración de cumpleaños aplazada por un día. Así pues, gracias por pensar en mí tíos. A las nueve treinta y haciendo gala de una inesperada puntualidad británica, aparecieron sobre el escenario Rivers, Patrick, Bryan y Scott, con ese aspecto nerd y la tendencia incontenible a la parodia rockstar que les caracteriza. Prestos a dar buena cuenta de su fórmula mágica para componer canciones pop perfectamente tarareables. Pero antes fue el momento de unos teloneros a los que no conocía ni de oídas. Joven banda local que atiende al nombre de Protistas y que, para ser justo, otorgaré el beneficio de la duda. Porque esa noche sonaron mal. Muy mal, vaya. Y no por culpa de un recinto que, como después quedó demostrado, tiene una sonoridad acojonante. También es cierto que, buceando entre la obra publicada por el combo chileno, aún no he escuchado nada que me genere el más mínimo interés. Pero vayamos a lo que importa…
La cosa comenzó fuerte y sin preámbulos enlazando el “woo ee ooh, I look just like Buddy Holly (oh oh, and you’re Mary Tyler Moore)…” con “Beverly Hills, that’s where I want to be (gimme gimme)…”. Dejando bien claro que iban en serio y no pensaban hacer prisioneros. Iniciando un set que continuaría con el sencillo de “Ratitude”, “(If You’re Wondering If I Want You to) I Want You to”. Tema al que nunca tuve en demasiada estima, pero que a partir de ahora miraré con otros ojos. Y es que sonó como el trueno, suponiendo un preludio maravilloso para la no suficientemente reivindicada “Surf Wax America” y ese demoledor final que nos dejó a todos sin respiración -“…You take your caaar… I'll take my boaaard… You take your caaar… I'll take my boaaard… Let's go!!!!”-. A continuación vendría uno de los puntos álgidos de la noche con “Island in the Sun” liándose la de Dios es Cristo y empezando un karaoke generalizado y furibundo que ya no cesaría hasta el cierre del show. Enlazaron con una versión del “Take on me” de A-ha, pero bastante más lúcida y roquera que la incluida en el mejorable álbum de versiones publicado este 2019.

Después irían desfilando “Perfect Situation” -“singing oohh ho, oohh ho, oohh ho whoa…”-, “Holiday” -“…far away… to stay…”, y una libérrima interpretación del “Happy Together” de los Turtles que incluyó un insert del “Longview” de Green Day, tremendamente celebrada por la horda de cuarentones que copaban el recinto. Aunque lo que yo festejé de verdad fue lo que vino a continuación. Una seguida de cuatro temas incluyendo “In the Garage”, una nueva, “Undone - the Sweater Song” y la inesperada adaptación del “Lithium” de Nirvana en la que se produjo hasta un atisbo de pogo. Y aunque no nos “ofrecieron” cantar en todas ellas, dio un poco lo mismo, porque el personal había venido a pasarlo bien y a corear hasta el último uo uo uouo. Excepto con “The End of the Game”, adelanto del enésimo nuevo álbum de Weezer que, todo hay que decirlo, suena mejor que cualquiera de sus últimas cuarenta composiciones. Un híbrido entre el sonido Weezer de toda la vida y el rollo llena estadios de Journey, que nos presentaron casi pidiéndonos perdón. O sin el casi y es que, el bueno de Rivers se esforzó en ofrecer una disculpa que seguramente se extiende a todas esas mamarrachadas que nos han ido ofreciendo durante los últimos diez años. Encima luego nos dedicamos a destruir suéters, así que ¿cómo no perdonarles? 

El último tramo del concierto comenzó con “Hash Pipe” -“…come on and kick me… You've got your problems... I've got my eyes wide… You've got your big G's…  I've got my hash pipe…”- para llevarnos al éxtasis con una versión del “My Name is Jonas” con ración XXL de armónica en el que todos fuimos Jonas. Después sonaría “El Scorcho” -…ay calooorr!!!- y un tema como “Pork & Beans” que pareció una declaración de principios, con los cuatro miembros de la banda turnándose al micro y con Cuomo apuntando a quién sabe cuando declama eso de  “I don’t give a hoot about what you think”. Lástima que la única intromisión en el “Pinkerton” fuese a través de “El Scorcho”, desdeñando “Tired of Sex” (la historia de mi vida –ja-) o esa “The Good Life” que, según parece, sí integró el setlist en otras actuaciones de la gira sudamericana. Pero vaya, que me conformo con lo presente. No con el amago de cierre que supuso esa ridícula versión de Toto (“Africa”), que al parecer grabaron a comanda de una fan que apeló al conocido sentido del humor y la auto parodia del cuarteto. Con todo, la broma en directo no les quedó ni tan mal. Sobre todo porque nos habíamos entregado a la causa. También es cierto que tamaño espectáculo no merecía este cierre en falso. Por lo que por esta vez y sin que sirva de precedente, alabaré el paripé de los bises. Vaya, que estuvo recontrajustificado.
Es que encima fue muy jugoso, con tres momentos sublimes que hicieron las delicias del público. Comenzando por la reinterpretación de “Buddy Holly” a capella -o en modo Barbershop Quartet que es como lo venden-, imitando la escenificación protagonizada en el programa de Jimmy Fallon. Continuando por la brutal versión del “Paranoid” de los Sabbath, con un Bryan Bell dándolo todo, y terminando con un cierre absolutamente épico, con todos coreando al unísono las estrofas de “Say it Ain’t So”. Gallina de piel.

Así pues un concierto maravilloso desarrollado en un ambiente mágico. Con un nivel de ejecución perfecto y un sonido impecable. Con una banda entregadísima en la que destacó el papel de Rivers Cuomo, que es medio Weezer si no más. Un tipo que tiene una presencia escénica y un empaque que jamás hubiese imaginado. Además es muy simpático y cercano, utilizando en todo momento un castellano más que decente. Produciéndose una conexión increíble con un respetable que respondió de la mejor manera, contribuyendo al ambiente de celebración impulsado por la propia banda. Todo eso en una hora y media de show que me hizo recordar por qué llevo tantos años amándoles sin reservas. Aun cuando los muy cabrones se esfuercen en que les odie con sus últimos trabajos. En fin… Magno acontecimiento que recordaré por siempre jamás y espero se repita. ¿Por qué no?

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Alguna foto es mía, pero otras las he ido pillando a través del tuister. La segunda y las dos últimas son de HumoNegro.com 

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