Idéntica motivación me impulsó a comprar las entradas para el show de Weezer. Aprovechando que resido en esta parte del mundo y que, vete a saber si tengo otra oportunidad de ver a la banda californiana de cerquita. Eso a pesar de que sus mejores tiempos ya quedan bastante lejos y que su paulatino descenso a los infiernos recién culmina con el indefendible “Black Album”, publicado a comienzos de este año. Un espanto en diez actos en el que no hay ni rastro del powerpop primigenio, ni mucho menos de las guitarras o esos juegos vocales con los que hicieron afición. Un artefacto que espanta hasta a un felino y no va de broma. Os voy a contar una anécdota absolutamente verídica… Tengo un gatito al que le mola posarse en mi regazo cuando estoy trabajando con musiquita de fondo. El animal es bastante roquero, si bien no le hace ascos a casi nada. Pues bien, estaba sonando alguno de esos variaditos que monta el Spotify con criterios harto discutibles y la cosa pasó del “Mercedes Marxist” de los IDLES al “Livin’ in L.A.” de Weezer. El salto que pegó el minino no lo iguala el Javier Sotomayor de los mejores tiempos. Y la carrera hasta el balcón no la supera ni Usain Bolt montado en la Honda de Márquez. Como lo oyes… De hecho, el disco es tan re-malo que hasta me planteé montar un change.org para que, al menos aquí en Chile, no tocaran ni un solo tema del engendro. Ni de los dos trabajos anteriores que también son canelita fina. Pero no hizo falta.
A ver, tenía que ir a verles sí o sí. O sea, eso lo
tenía claro. Weezer son una de mis cuatro o cinco bandas de referencia. De esas
a las que rindo pleitesía y manifiesto devoción aún en sus periodos más
oscuros. Y eso es así desde los comienzos, allá por el 1994, con el lanzamiento
de aquel tremendo debut popularmente conocido como el disco azul y que estaba producido por Ric Ocasek. Una mezcla perfecta entre el espíritu adolescente de los
noventa y unas melodías que te agarraban por la solapa desde el primer acorde
de “My Name is Jonas”. Trabajo imperecedero en el que se incluyen un sinnúmero
de himnos que forman parte de mi educación musical y hasta de mi historia vital.
Eso por no hablar del en su momento vilipendiado “Pinkerton”, de 1996. A la
postre mi preferido de toda su discografía y uno de mis diez álbumes favoritos
de todos los tiempos. Repleto de canciones que me han acompañado a lo largo de
diversas etapas de la vida, sobreviviendo a la avalancha de novedades que
amenaza con sepultarlo todo. Un compendio de canciones que no me retrotrae a nada en concreto sino
a todo. A T O D O. Y es que, estoy
completamente de acuerdo con Nick Hornby cuando afirma que, si una canción te
recuerda a tu luna de miel en la Riviera Maya o al milrra del tío Cisquet, lo que en
realidad te gusta es el recuerdo, no el tema. Y vaya, que no es el caso.
Y así llegamos al día de autos, que fue el pasado
martes por la noche y a casi once mil kilómetros de distancia del sitio en el
que me parieron. Encima fue una suerte de celebración de cumpleaños aplazada por
un día. Así pues, gracias por pensar en mí tíos. A las nueve treinta y haciendo gala de una
inesperada puntualidad británica, aparecieron sobre el escenario Rivers,
Patrick, Bryan y Scott, con ese aspecto nerd y la tendencia incontenible
a la parodia rockstar que les caracteriza. Prestos a dar buena cuenta de
su fórmula mágica para componer canciones pop perfectamente tarareables.
Pero antes fue el momento de unos teloneros a los que no conocía ni de oídas. Joven
banda local que atiende al nombre de Protistas y que, para ser justo, otorgaré
el beneficio de la duda. Porque esa noche sonaron mal. Muy mal, vaya. Y no por
culpa de un recinto que, como después quedó demostrado, tiene una sonoridad
acojonante. También es cierto que, buceando entre la obra publicada por el
combo chileno, aún no he escuchado nada que me genere el más mínimo interés.
Pero vayamos a lo que importa…
La cosa comenzó fuerte y sin preámbulos enlazando el “woo ee ooh, I look just like Buddy Holly (oh oh, and you’re Mary Tyler Moore)…” con “Beverly Hills, that’s where I want to be (gimme gimme)…”. Dejando bien claro que iban en serio y no pensaban hacer prisioneros. Iniciando un set que continuaría con el sencillo de “Ratitude”, “(If You’re Wondering If I Want You to) I Want You to”. Tema
al que nunca tuve en demasiada estima, pero que a partir de ahora miraré con otros
ojos. Y es que sonó como el trueno, suponiendo un preludio maravilloso para la
no suficientemente reivindicada “Surf Wax America” y ese demoledor final que nos
dejó a todos sin respiración -“…You take your caaar… I'll take my boaaard… You take your caaar… I'll take my boaaard… Let's go!!!!”-. A continuación vendría uno de los puntos álgidos de la noche con
“Island in the Sun” liándose la de Dios es Cristo y empezando un karaoke generalizado
y furibundo que ya no cesaría hasta el cierre del show. Enlazaron con una
versión del “Take on me” de A-ha, pero bastante más lúcida y roquera que la
incluida en el mejorable álbum de versiones publicado este 2019.
Después irían desfilando “Perfect Situation” -“singing oohh ho, oohh ho, oohh ho whoa…”-, “Holiday” -“…far away… to stay…”, y una libérrima interpretación del “Happy
Together” de los Turtles que incluyó un insert del “Longview” de Green Day, tremendamente celebrada por la horda de cuarentones que copaban el recinto.
Aunque lo que yo festejé de verdad fue lo que vino a continuación. Una seguida
de cuatro temas incluyendo “In the Garage”, una nueva, “Undone - the Sweater Song” y la inesperada adaptación del “Lithium” de Nirvana en la que se produjo
hasta un atisbo de pogo. Y aunque no nos “ofrecieron” cantar en todas ellas,
dio un poco lo mismo, porque el personal había venido a pasarlo bien y a corear
hasta el último uo uo uouo. Excepto con “The End of the Game”, adelanto del
enésimo nuevo álbum de Weezer que, todo hay que decirlo, suena mejor que
cualquiera de sus últimas cuarenta composiciones. Un híbrido entre el sonido
Weezer de toda la vida y el rollo llena estadios de Journey, que nos presentaron
casi pidiéndonos perdón. O sin el casi y es que, el bueno de Rivers se esforzó
en ofrecer una disculpa que seguramente se extiende a todas esas mamarrachadas
que nos han ido ofreciendo durante los últimos diez años. Encima luego nos dedicamos a destruir suéters, así que ¿cómo no perdonarles?
El último tramo del concierto comenzó con “Hash
Pipe” -“…come on and kick me… You've got your
problems... I've got my eyes wide… You've got your big G's… I've got my hash pipe…”- para llevarnos al éxtasis con una versión del “My Name is Jonas” con ración XXL
de armónica en el que todos fuimos Jonas. Después sonaría “El Scorcho” -“…ay
calooorr!!!”- y un tema como “Pork & Beans” que pareció una declaración de
principios, con los cuatro miembros de la banda turnándose al micro y con Cuomo apuntando a quién sabe cuando declama eso de “I don’t give a hoot about what you think”. Lástima que la única intromisión en el “Pinkerton”
fuese a través de “El Scorcho”, desdeñando “Tired of Sex” (la historia de mi
vida –ja-) o esa “The Good Life” que, según parece, sí integró el setlist
en otras actuaciones de la gira sudamericana. Pero vaya, que me conformo con lo
presente. No con el amago de cierre que supuso esa ridícula versión de Toto (“Africa”),
que al parecer grabaron a comanda de una fan que apeló al conocido sentido del
humor y la auto parodia del cuarteto. Con todo, la broma en directo no les
quedó ni tan mal. Sobre todo porque nos habíamos entregado a la causa. También
es cierto que tamaño espectáculo no merecía este cierre en falso. Por lo que
por esta vez y sin que sirva de precedente, alabaré el paripé de los bises.
Vaya, que estuvo recontrajustificado.
Es que encima fue muy jugoso, con tres momentos sublimes que hicieron
las delicias del público. Comenzando por la reinterpretación de “Buddy Holly” a
capella -o en modo Barbershop Quartet que es como lo venden-, imitando la escenificación protagonizada en el programa de Jimmy Fallon. Continuando por la brutal
versión del “Paranoid” de los Sabbath, con un Bryan Bell dándolo todo, y
terminando con un cierre absolutamente épico, con todos coreando al unísono las
estrofas de “Say it Ain’t So”. Gallina de piel.
Así pues un concierto maravilloso desarrollado en un ambiente mágico. Con
un nivel de ejecución perfecto y un sonido impecable. Con una banda
entregadísima en la que destacó el papel de Rivers Cuomo, que es medio Weezer
si no más. Un tipo que tiene una presencia escénica y un empaque que jamás hubiese
imaginado. Además es muy simpático y cercano, utilizando en todo momento un
castellano más que decente. Produciéndose una conexión increíble con un
respetable que respondió de la mejor manera, contribuyendo al ambiente de
celebración impulsado por la propia banda. Todo eso en una hora y media de show que me hizo recordar por qué llevo tantos años amándoles
sin reservas. Aun cuando los muy cabrones se esfuercen en que les odie con sus últimos trabajos. En fin… Magno acontecimiento que recordaré por siempre jamás y espero se repita. ¿Por qué no?
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Alguna foto es mía, pero otras las he ido pillando a través del tuister. La segunda y las dos últimas son de HumoNegro.com
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