Iba a comenzar esta entrada diciendo que no me gustan los obituarios. Que
me pone triste comentar noticias sobre el fallecimiento de alguien a quien
estimo. Pero recurriendo de nuevo a Quevedo, hay que
entender que “la muerte siempre es buena” y que “parece mala a veces
porque es malo a veces el que muere.” Además nuestros ídolos
permanecen vivos en nuestra memoria. Sobre todo a través de unas obras que les
sobreviven y que, muy probablemente, también nos sobrevivirán a nosotros. Con todo,
me carga escribir artículos de elogio fúnebre. Dar recuento del contexto, la
trascendencia o el significado de la vida del muerto. Cierto es que, en los
diez años de vida de este blog, he hecho mención a un sinnúmero de ilustres
fallecidos. Desde Philip Seymour Hoffman hasta David Foster Wallace, pasando
por Bob Casale, Adam Yauch, Jason Molina, Bigas Luna, Robert Mulligan, Harold Ramis, Paco de Lucía, Pete Seeger, Bowie, José Luis Sampedro, Harold Pinter, Jess Franco, Günter Grass, Galeano, García Márquez, Leopoldo María Panero, Di Stéfano, Lou Reed, Tom Sharpe, Azcona y hasta Miliki o el tío Phil. Y es que al final, este menda
se siente en deuda con todas aquellas personas que, de una u otra forma,
han contribuido a su felicidad. Que menos…
Todo esto viene a cuento porque ayer se nos fue Daniel Johnston y hace poco
más de un mes David Berman, con lo que este mundo se ha convertido en un lugar un
poco más feo. Iba a decir más triste, pero me ha parecido un adjetivo poco apropiado
si atendemos a la historia vital y al legado musical que nos dejan sendos artistas.
El deceso más reciente es el de Johnston. Músico, dibujante, artista visual,
pero sobre todo un personajazo. Un hombretón que saltaría
a la fama gracias a aquel emotivo documental titulado “The Devil and Daniel Johnston” (Jeff Feuerzeig, 2005), de visión obligada para cinéfilos, melómanos,
cinéfagos, melófagos o como cojones os queráis definir. Bien es
cierto que, en aquel momento, ya había grabado la mayor parte de esas casetes
que le convertirían en un artista de culto y figura influyente dentro de la
escena underground. Incluyendo el “Yip/Jump Music” o el “Hi, How are you”, ambas de 1983. Esta última es la que lleva la rana alienígena en
portada. La misma de aquella icónica camiseta con la que se dejó fotografiar
Kurt Cobain, con mirada entre pasmada y dolorosa, haciendo un gesto que, más que un saludo,
parece que intenta detener la avalancha de mierda que se le venía encima.
Y es que el líder de Nirvana fue uno de los ilustres padrinos de Daniel Johnston.
Señalando en no pocas ocasiones la influencia de este a través de varios de sus
discos. Pero no fue el único. Otros grandes nombres del noventerismo sónico
como Sonic Youth, Yo la Tengo, The Flaming Lips, Beck, Teenage Fanclub o Built to
Spill también manifestaron su debilidad por la obra del artista californiano.
Para no extenderme más, evitando así que este homenaje se transforme en
una suerte de panegírico digno del peor suplemento cultural, tan solo me queda
dar las gracias a este artista honesto por todo lo que nos regaló. Y pegarme
cabezazos contra la pared por no haber asistido a aquella gozada de show
que, según parece, protagonizó en Valencia hace ya siete años. ¡Menuda cagada! Pensaba
enmendarlo alguna vez, pero ya no podrá ser. Un ataque al corazón se ha llevado
a Daniel para el otro barrio con cincuenta y ocho primaveras. Descanse en paz.
Y ahora un deceso tanto o más doloroso que el anterior: El de David
Berman. Músico, poeta y dibujante virginiano, conocido principalmente
por haber montado los Silver Jews a finales de los ochenta, junto a Stephen Malkmus y Bob Nastanovich de Pavement. El grupo, que tuvo más cambios de
alineación que la Argentina de Scaloni, se mantuvo con Berman como único miembro
fijo. Publicando seis álbumes entre los años 1994 y 2009, siendo mis favoritos “American Water” (1998) y “Bright Flight” (2001). Diez años después formaría los Purple Mountains, con los
que acababa de sacar un bonito trabajo al que aún no le he dedicado todo el
tiempo que merece. Un último proyecto que ya no tendrá continuidad, en el que retomaba
su particular propuesta allí donde la dejó tiempo atrás. Con esa poesía triste y arrastrada, no exenta de pequeñas dosis de socarronería, que le convirtieron
en una leyenda del indie-rock. O casi. El caso es que el tipo nos ha
dejado con cincuenta y dos tacos. No sé si le habrá dado para, como se comprometió, compensar los daños que el desgraciado de su padre había ocasionado en su condición de lobista de la industria armamentística. Tampoco sé si tiene demasiada importancia. Pero vaya, me gustaría pensar que sí. Ojalá haya encontrado esa paz interior que le fue esquiva en vida.
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