Circula por la red un vídeo descacharrante, en el
que unos hermanos de la tercera edad muestran un baptisterio semi-enterrado sito
en algún paraje de la España rural. En un momento de la trasmisión, la más
estropeada de los tres –un personaje directamente sacado de alguna cinta de Tod Browning-, espeta al reportero y por extensión también a nosotros, aquello de “¿a
quién no le va a gustar un Imperio (baptisterio) Romano del siglo I D. C.? ¿A
quién no le va a gustar?” Y vaya si tenía razón la señora. ¿A quién no le
va a gustar, hostias? Pues eso…
Ya, vale, ahora en una suerte de triple salto
mortal con tirabuzón
y doble pirueta, un servidor -que está igual de sonao o más que los freaks
del baptisterio- adapta la preguntita a los intereses de este espacio. Que andan
bastante alejados de la arquitectura religiosa y del arte paleocristiano, pero
no tanto de la literatura, la novela negra o el puto James Ellroy. Y es que, ¿a quién no le va a gustar una novela de James Ellroy? ¿A quién no le puede gustar? A ver, qué yo me entere, ¡eh!
Que sí, lo sé, que el tipo es un mameluco. Un
fulano bastante desagradable, como la mayoría de sus personajes de ficción por
otra parte. Eso y que sus historias son truculentas, repletas de pasajes y situaciones
que te dejan con muy mal cuerpo. Pero siendo cierto todo eso, aún lo es más que
el compadre escribe como Dios. Con ese estilo telegráfico patentado
que es marca de fábrica y que le convierte en un escritor diferente, único e
inimitable como se decía antaño. De los más importantes que nos quedan vivos,
aun cuando la Academia se olvide de ello año tras año. Y es que no aparece ni en las primeras
quinielas, tú… Y los suecos, los periodistas culturales y mucho menos los hooligans
del Borges millennial, sin decir ni mú. Llevando al
extremo esa economía verbal de la que el novelista angelino hace gala en sus
novelas.
Todo esto porque me acabo de leer, con cierto retraso, “El Asesino de la
Carretera”. Novela originalmente publicada como “Silent Terror” en 1986 y
traducida al castellano unos veinte años después. Y como todo lo que me he
leído de Ellroy, exceptuando “Ola de crímenes” y por los motivos que expongo
en esa entrada, me ha encantado. Una pesadilla, un delirio criminal, un viaje
psicotrópico a través de carreteras secundarias contado en primera persona. Historia
que se aleja un tanto de las otras novelas de Ellroy para adentrarse en algo
mucho más desquiciado. Y es que uno tiene la sensación de que aquí, el autor de
“El cuarteto de Los Ángeles” o la “Trilogía de los bajos fondos”, fantasea
sobre cómo habría sido su vida de haberse convertido en un Ed Kemper cualquiera.
Y motivos y hasta pergaminos tenía para ello, vaya que sí. Basta con leer sus
relatos en clave autobiográfica o las reflexiones incluidas en “A la caza de la mujer” para darse cuenta.
La acción se centra en un único personaje, quien ha
sembrado Estados Unidos de cadáveres. Cuando el FBI consigue
darle caza, confiesa sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Escribirá
así sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido
condenado. Gracias a eso asistimos a un espectáculo de brutalidad medida, o no
tanto, que viene determinada por aquello que ocurre dentro
de su cabeza. De hecho Ellroy dedica un montón de páginas a contarnos las pajas
mentales del serial killer, en especial las que tienen que ver con su
mentor imaginario, la “Sombra Sigilosa”. El villano de unos cómics bastante
cutres y medio fachas que nuestro héroe leía de crío.
La novela, que catalogaré de brutal –en todos los
sentidos-, recurre a las inserciones de noticias tomadas de revistas y
periódicos, de informes policiales o diarios personales, formando un compuesto
intercalado, vibrante y barroco. También está presente
en “El Asesino de la carretera” el recurso a los cameos de personajes reales tan
habitual en la obra de Ellroy. En este caso la estrella invitada será el
celebérrimo Charles Manson, quien protagoniza uno de los mejores momentos de la
novela. Maravilloso. Ese pasaje y el libro. Todo él.
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