miércoles, 15 de mayo de 2019

Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo


Lo mejor que se puede decir de este libro, es que te hartas de reír con él. Y cuando digo reír, no me refiero a esbozar una sonrisilla de tanto en tanto, sino reírse a mandíbula batiente. Partirse la caja, desorinarse vivo… descojonarse vaya. No es cosa menor en un mundo en el cual basta con poner la tele para que se nos caiga el alma a los pies. Así que, no le quitemos valor a lo que consigue Santiago Lorenzo. De toda la vida de Dios fue mucho más complicado hacer reír que hacer llorar. Más esforzado y menos reconocido. Y sino que se lo digan a los actores. Con una mención especial para Cary Grant en lo que al reconocimiento de los bufones se refiere. Lo suyo le costó hasta que lo lograra, muy al final de su vida y ya retirado de la industria del celuloide.   

“Los huerfanitos” es la segunda novela del hoy “famoso” escritor y director vasco. Esto viene por el éxito de ventas de su última novela, “Los asquerosos”, que aún no he leído pero seguro leeré. Incluida por el diario El País en su listado de lecturas recomendadas. Una sátira costumbrista en la que tres hermanos mal avenidos, se ven propietarios de un céntrico teatro madrileño por herencia del padre que les repudió.  Pero la cosa viene con sorpresa y se dan de bruces con una deuda inabordable que les haría perder el local sino consiguiesen los fondos necesarios. Para ello pretenden agenciarse una subvención mediante el estreno, en un plazo de cinco meses, de una obra teatral. ¡Y eso que los Susmozas odian el teatro!
“Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad, y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
–Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.”

Con este panorama, el autor aprovecha para arremeter contra el orden establecido no dejando títere con cabeza. Esbozando una suerte de homenaje al mundo del teatro que esconde, de forma indisimulada, una crítica a esta sociedad que lo ha condenado a ser un espectáculo cada vez más residual. Eso y una buena dosis de leña a las administraciones públicas que, pese a utilizar un registro satírico, es más que evidente.  Así pues ecos de fábula, pero también de crítica social, continuando el sendero iniciado por “Los millones”, su anterior novela de la que ya os hablé aquí. Mucho más negra que esta, cierto.

La historia está repleta de descacharrantes escenas que van entre el humor socarrón e inteligente de Azcona, el patetismo de Fellini y ciertos aires de comedia absurda que honrarían al mismísimo Jardiel Poncela. Protagonizadas por una colección de fantoches que, además de los huerfanitos y familia directa, incluyen al inepto del director de escena, a los pensionistas que hacen las veces de apoyo técnico –la “brigada Guajardo”- al inútil del creador de la obra y a unos actores reclutados entre un grupo de terapia para dejar el alcohol. Pero es que además, todo está dibujado con un uso particularísimo del lenguaje, rico y adornado, en el cual se funden con gracia usos anacrónicos y casi olvidados del castellano con su versión más actual –trafullo, manzámpulas, zahúrda, hartosopas, mandria, maula, caletre, choja…-. Construyendo en definitiva una suerte de culteranismo alla maniera di Santiago.  

Obra de culto aclamada por la crítica y no me extraña. Lo que sí me extraña es que el éxito de público se le haya resistido a Santiago Lorenzo hasta ahora. Creo que lo merecía desde que compuso aquello de “Marzo de 1986. A uno del GRAPO le tocan doscientos millones de pesetas en  la Lotería Primitiva. No puede cobrar el premio porque no tiene DNI”. Pues eso.  

Finalizo con esta lección de vida que nos ofrece Bartolomé Susmozas, el hermano del medio, que todos deberíamos aprender:
“Tener envidia es de imbéciles. Pero tener envidia de un imbécil sería la imbecilidad en su estadio de exquisitez”  

Localícenlo y cómprenlo. Me lo agradecerán. 
Bueno, a mí no, a él.

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