Era
domingo. Por eso decidí bajar a tomarme el vermú en el bar de los chinos y leer
la prensa al solecito. A pesar de que ocupé una mesita un tanto apartada, al instante
un par de cuarentonas se colocaron justo a mi vera. Mientras esperaba a que me sirvieran
mi segunda cerveza, oigo como la más delgada le está vendiendo a la otra las
bondades de una dieta, muy en boga durante estos días, que promete el oro y el
moro sin apenas privaciones alimenticias. Y mientras la segunda se convencía de
que eso de liberar cuerpos cetónicos a punta pala siguiendo las teorías de un
gurú francés con mucha cara dura y pocos escrúpulos, mola mazo, apuro la cerveza,
descarto el periódico del día –demasiadas desgracias para mi gusto- y me sumerjo
en las últimas páginas de “Carta breve para un largo adiós” de Peter Handke.
La
para muchos mejor novela de Handke, escrita en 1971, es un claro reflejo de su pasión
por el mundo del celuloide. De hecho, si me decidí por adquirir esta novela,
fue a raíz de una charla previa a una película de Wim Wenders proyectada en el
marco del ciclo “Clásicos Filmoteca” del IVAC.
Programaban “En el curso del tiempo” y aprovechando esta circunstancia, el
ponente dedicó unos minutos a alabar la fructífera relación entre Wenders y
Handke, autor de algunas de las historias filmadas por el realizador
alemán (“El cielo sobre Berlín”, “Falso movimiento”, “El miedo del portero anteel penalti”). El caso es que me dejé llevar por la fogosidad del orador, sin
reparar en que a mí Wenders tampoco es que me encandile. Ahora sé que Handke
tampoco y por idéntico motivo.
En
“Carta breve para un largo adiós” el autor austriaco plantea un viaje a ninguna
parte a través de los Estados Unidos. Aunque más interesante que el viaje en sí
es el descenso a los infiernos interiores del protagonista, su álter ego. Una
suerte de peregrinación al fondo de sí mismo en la que vuelve a enfrentarse con
todos los traumas y terrores de su infancia. El problema es que el mundo
interior de Handke es demasiado complejo. Nos falta -o me falta a mí- demasiada información y, en ocasiones, las cosas que cuenta
son difíciles de entender y las insinuaciones imposibles de captar. Uno ha de estar siempre pendiente de leer
entre líneas y aún así, la sensación de estar perdiéndote algo importante es
una constante. Exactamente lo mismo que me pasa con el cine de Wenders.
…eso
sí, el título del libro es precioso. Y triste como el sólo.