sábado, 10 de noviembre de 2018

Nicolas Vikernes VS los Black Emperor y el Inner Circle de la Mescalina


¡Tenéis que ver “Mandy” tíos! 

Y sí, ya sé que el prota es Nicolas Cage, que anda enfrascado en una insana competencia con el puto Jackie Chan para ver quien filma más bodrios por año. Que de entrada da mucha pereza, lo sé. Pero esta debéis verla. Además, seguro que ya os habéis chamao joyicas del sobrinísimo como “Bangkok Dangerous” o “Ghost Rider”, que aquí nos conocemos todos. Y esta no tiene nada que ver con esa mierda, believe in me. Porque la marcianada es fina. La estampa del tito Nico, el reventador de cabezas, acarreando un hacha dorada forjada por él mismo, cual participante del “Forged in Fire”, es impagable. Eso y el desfile de motosierras, demonios, Harley Davidsons, historietas de Galactus y rayas de a palmo. ¿Qué qué?   

Y es que “Mandy” es cine con mayúsculas. Un ejercicio de divertimento sublime que entronca con lo mejor del cine de terror bizarro, el sci-fi y hasta del surrealismo escuela David Lynch. Bebiendo tanto de la obra de Sam Raimi como del mundillo del pulp, los relatos de Lovecraft y hasta del thriller a la manera de Frank Miller. Y dotada de una estética apabullante que parece sacada de la mente perturbada del mismísimo Varg Vikernes.  

La cosa va de venganza, metal, sectas y toneladas de droga. Si bien, la premisa es más simple que el mecanismo de un chupete. A saber: Red es un leñador que vive alejado del mundo junto a su chica, la tal Mandy, alguien con bastante trueno en la cabeza y que consume su tiempo leyendo noveluchas de fantasía. La muchacha tendrá la mala suerte de cruzarse con una secta de chalaos cuyo líder, sin saber muy bien porqué, desarrolla una obsesión por ella. El chaladomaker invocará a una banda de motoristas del infierno, ataviados como la versión blackmetalera de los Slipknot,  que le ayudarán a raptarla y, si se tercia, hacer “guarreridas españolas”. Hasta aquí la parte más psicodélica del film. Desde entonces y hasta el final un tot per l’aire de manual. Y es que en la segunda parte del metraje, nuestro héroe transmuta en una suerte de Ash Williams, pero prescindiendo de los toques de humor que caracterizaban a aquel, para poner en marcha la madre de todas las venganzas. Una matanza que deja un reguero de cuerpos, sangre y vísceras que te hará exclamar “WTF is this???”.

A ver, uno no sabe muy bien qué coño pintan ahí los moteros, por mucho que alguien durante la historia deslice una justificación bastante chusca. Tampoco se explica cuál es la relación de estos con ese David Koresh de baratillo que vio la luz en Ibiza. Ni porque este último se fascina ante la presencia marmórea de Mandy Bloom (Y es que la tipa resulta más inexpresiva que cualquier personaje de Richard Gere). Y ya puestos, ¿qué carajo hace el rey de la mescalina montando el chiringuito en medio de las Shadow Mountains? ¿¡Pero que más dará leñe!? El poc trellat generalizado es lo que le da calidad a la película. Eso y un tratamiento visual, entre lo ochentero y lo dark, bastante perturbador. En la senda de lo onírico y hasta lo psicotrópico. Con una fotografía velada, muy bella en los momentos de mayor nocturnidad, que son la mayoría. Aunque no tengo claro que bonito sea el adjetivo adecuado. Por no hablar de esa tremenda BSO al cargo del nunca suficientemente reivindicado  Jóhann Jóhannsson. Lástima que esta sea una de sus últimas composiciones, ya que falleció a comienzos de año -Aunque quien más le echará de menos será Denis Villeneuve. El islandés era su compositor fetiche y pieza fundamental en el éxito de peliculones como “Prisoners” de 2013, “Sicario” de 2015 o “La llegada (Arrival)” de 2016-.

Y esta mierda es la que propone el tal Panos Cosmatos, director canadiense a quien no había escuchado ni nombrar y al que no pienso perderle la pista a partir de ahora. Una tremenda película a la que acudí sin fe y solo por la insistencia de un amigo. Y que si bien ya me gustó con el primer visionado, me dejó absolutamente noqueado tras el segundo.  

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