No hace ni una semana que volvimos a casa tras
pasar las vacaciones de invierno en Buenos Aires. Las del invierno austral se
entiende, renegones. Y no hace falta que me recordéis que en periodo
sabático todos los días son fiesta… ¡Dejadme acabar la puta entrada e iros a
joder a otra parte, so mamones!
Porque sí, fueron unos días que vinieron la mar de bien
para oxigenar el cerebro. Paseando por una ciudad inmensa que plantea muchos y
variados panoramas. Y la verdad es que me gustó bastante. Lo pasé realmente bien
en Buenos Aires. No tanto por esa monumentalidad que la hace diferente al resto
de capitales sudamericanas. Más bien por su día a día, la vida en los barrios,
la abundante oferta cultural y sobre todo por resultar pateable, a
diferencia de la mayoría de ciudades en esta parte del mundo. Así pues,
desgastamos suela, nos mojamos a base de bien con los esporádicos chaparrones, nos
dio para ver algunas exposiciones bastante chulas y otras no tanto, asistimos a
una milonga o dos, hicimos turismo de librerías y cafés hasta la extenuación, también
del de toda la vida y compramos algunas chorraditas en ferias y mercadillos, amén
de alguna que otra rareza discográfica. Pero sobre todo engordamos varios kilos
por culpa del bife de chorizo, las milanesas, las empanadas, esas pizzas a la
piedra con demasiado queso, el choripán, los alfajores Havanna y los vinos de
Mendoza. Ah! También visitamos los monumentos más característicos de la autodenominada
“París de Latinoamérica”...
Respecto a esto último decir que lo que más nos impresionó
fue el cementerio de la Recoleta. De hecho nos gustó tanto y estaba tan cerca del
hostal en el que nos alojamos, que lo visitamos hasta en tres ocasiones. Con
lluvia, nubladito y con Sol radiante. Secos e molhados. A primera hora y
bien entrada la tarde. Con poca gente, con algo más de afluencia y hasta más solos que la una. Y no
hubo un cuarto paseo de pura casualidad. Y de esto os quería hablar... Del
cementerio, vaya.
Como ya os he dicho en alguna ocasión, mi gusto por
estos reductos de paz y tranquilidad viene de lejos. Incluso antes de mi fase gótica,
allá por el pleistoceno medio, ya gustaba de vagar por las rúas de los
camposantos sin buscar nada o a nadie en particular. Deambular a través
de las tumbas, los mausoleos y panteones disfrutando del silencio y la quietud.
Fijarme en las construcciones, leer las inscripciones y fotografiar los motivos
decorativos. Siempre que puedo me acerco a los más representativos de aquellos
sitios a los que viajo. Y este de la Recoleta no podía ser menos. Es de los que
merece la pena. De su interés da buena cuenta el hecho de que existan varias
obras dedicadas al mismo y que sea uno de los lugares más visitados de Buenos
Aires. Vaya, que era una parada obligatoria de nuestro viaje que tenía anotada desde
mucho antes de leer a la Mariana Enríquez.
El cementerio se encuentra ubicado en el acomodado barrio
de la Recoleta, que en el siglo XVIII era un lugar insalubre y despoblado al
norte de la ciudad. Nada que ver con lo que es hoy día, repleto de tiendas
pijas, restaurantes caros y cervecerías artesanales. Allí se instalarían los frailes
de la orden de los recoletos descalzos, quienes levantarían un convento. Y
sobre este se erigió el que sería el primer cementerio público de la ciudad. Un
fosal que será declarado monumento histórico nacional en los años cuarenta, debido
a la riqueza histórica y arquitectónica que alberga. Además de ser un espacio
mítico del imaginario porteño.
De los allí enterrados destacan figuras fundamentales
en la historia
de Argentina como Bartolomé Mitre, Hipólito Yrigoyen o el autor del himno nacional, Vicente López. Pasando por el presidente Alfonsín o Evita Perón, cuyo sepulcro es parada obligatoria para todo turista que se precie de
serlo y eso a pesar de que, por mucho interés que pueda suscitar el personaje, como
arquitectura no vale gran cosa. También descasan los restos de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XIX. Y
los de otras personalidades argentinas, como el premio Cervantes de 1990, Adolfo Bioy Casares, el premio Nobel de Química de 1970, el franco-argentino Luis Leloir, o quien fuera entrenador del Real Madrid campeón de Europa a
finales de los cincuenta, don Luis Carniglia. También hay espacio para ilustres
representantes de la nobleza criolla de apellido Anchorena, Álzaga, Unzué o
Pereda. Sin embargo ninguna de sus tumbas me pareció entre lo más interesante
de la necrópolis.
Ese
honor queda reservado para las de Juan Facundo Quiroga, “el tigre de los llanos”
y esa estatua de una virgen con capucha sobre una gran columna blanca. O la de Liliana de Crociati, en estilo neogótico, con
grandes vidrieras y una estatua a tamaño natural de la fallecida en bronce verde
azulado. Vestida de novia y con la mano derecha apoyada sobre la cabeza de su perro,
muerto el mismo día que ella por una avalancha -Me viene a la cabeza aquello de
Shakespeare de “depositadla en la tierra y que de su
carne virgen e impoluta broten violetas…”-. O el mausoleo en mármol negro de Luis Ángel Firpo –ná
que ver con el internacional sub-21 español, recientemente fichado por el Barça-. El primer boxeador latino en luchar por el título mundial del peso
pesado. Y qué decir de la de Rufina, hija del escritor Eugenio Cambaceres, sepultada viva a los 19 años tras sufrir un episodio de catalepsia.
La destrozada madre no dudo en acentuar el dramatismo del episodio y mandó
construir un imponente monumento donde se puede ver la figura de la joven intentando
abrir la puerta, símbolo de lo que no logró hacer una vez enterrada viva. También
está la tumba de David Alleno, un
inmigrante italiano que fue cuidador del cementerio y cuyo sueño era ser enterrado en su interior. Para eso
tuvo que ahorrar durante años hasta poder comprarse una parcela, después construir
la bóveda y encargar una escultura que le representase
ataviado con sus elementos de trabajo. Una vez conseguido, avisó a la
administración que dejaba de trabajar y marchó para
casa a cumplir con el sueño de su vida. Se pegó un tiro.
Existen otras historias y mitos que podéis leer en
cualquiera de las publicaciones que sobre el cementerio existen. Como el de doña
María Magdalena, viuda del patriarca de los Álzaga, que se enclaustró para
siempre en su casa de la calle Bolívar junto a sus seis hijas adolescentes. O el curioso secuestro del cadáver de doña Inés Indart de Dorrego al cargo de los caballeros de la noche. También está lo de la cabeza de Marco Avellaneda y el valor de Fortunata García, o el suicidio de la poetisa Agustina Andrade y la increíble historia de su marido, el explorador y científico Ramón Lista. Lo del asesinato de Abel Ayerza a manos de la mafia y a causa de un malentendido. Ángel Zuloaga y el mítico viaje en globo sobre la cordillera de los Andes. Y cómo no, el periplo del cadáver de
Juan Manuel de Rosas desde el cementerio de Southampton hasta la Recoleta…
Con todo, las historias son casi lo de menos. Lo flipante
es el cementerio en sí. Como manual caótico de estilos arquitectónicos, vaya. Por
como muestra a través de la arquitectura, la evolución de Argentina desde
los tiempos en que fue potencia económica, hasta ahora, con sus crisis y
corralitos varios. Por
la ingente cantidad de imponentes mausoleos y esplendorosas bóvedas, con
sus mármoles, vitrales y esculturas. Algunos se conservan impecables, otros están
ya a medio caerse, con los hierros carcomidos por el óxido, sus cristaleras
destrozadas y llenos de telarañas. Los hay que han quedado expuestos al transeúnte,
que podría tocar esos ataúdes desplazados y a la vista si quisiera. Una lugar mágico al que no le hacen justicia las fotografías que he colgado. Pero son
las mejores que tengo... ¡Y eso que tomé más de trescientas!
Hasta aquí mi reporte de este “terreno
suburbano aislado donde los deudos conciertan mentiras, los poetas escriben
contra una víctima indefensa y los lapidarios apuestan sobre la
ortografía”, tal cual definió Ambrose Bierce
a los camposantos. Maravillosa Recoleta. Ojalá pueda volver. Vivo.
...
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