Como
dejó escrito un poeta polaco, “cuando el
agua te llega al cuello no tiene sentido preocuparse de si es potable o no”.
Eso mismo me repito yo muchas mañanas en las que me despierto con esa sensación
de angustia. Hay personas que son capaces de ver las cosas de una forma
distinta, más positiva o tal vez más valiente, aún cuando el agua ya les moja
los bigotes. Es el caso de Jeeter Lester, protagonista de la novela “El camino
del tabaco”. Un recolector de algodón arruinado, que se levanta cada día a
pesar de que el mundo no le concede tregua. No quiero con ello dar una imagen
heroica y ni mucho menos amable, del amigo Jeeter. Su retrato, el que pinta
Erskine Cardwell, es el de un tipo miserable, bruto, ignorantón, indolente y, a
la vista de lo que se nos narra, bastante vil.
La novela fue escrita en 1932 y nos ofrece una
visión despiadada e inmisericorde del sur estadounidense a principios del siglo
XX, lo cual le ocasionó no pocos problemas a su autor, ya que la sociedad
sureña estaba acostumbrada al reflejo bucólico, amable y costumbrista que la
literatura solía ofrecer de sus tierras. A Caldwell por el contrario, le
interesaba reflejar y denunciar las miserables condiciones en las que vivían
los campesinos de Georgia. Algo que conocía bastante bien ya que él mismo fue
jornalero en las cosechas de algodón, antes de convertirse en escritor y
periodista. El escritor afirmó que su obra era sobre todo un rechazo a la literatura
de “claro de luna y magnolias” que se
llevaba escribiendo desde hacía demasiado tiempo en el sur.
La
verdad es que, tras haberme leído “El camino del tabaco”, no me extraña que los
paisanos de Caldwell se mosquearan con él. Y es que debe haber pocas novelas
que hablen del sur con tanta dureza como ésta. Con esa familia protagonista,
los Lester, azotados por el hambre, la pobreza y el analfabetismo. Con ese
padre mezquino a más no poder, el mencionado Jeeter, capaz de casar a una hija
de doce años con un vecino a cambio de unos dólares, un poco de aceite y unas
mantas. Con una madre adicta al tabaco, ocupada en parir hijos para después
despreocuparse por ellos. Con una abuela que, silenciosa y vestida con harapos,
se arrastra como un perro buscando algo de comida, pues su propia familia se la
niega. O la nuera, una viuda cuarentona metida a predicadora, con una horrible
cara sin nariz, que se gastará toda la herencia de su marido para comprarse un
coche y contraer nuevas nupcias con el hijo más pequeño de Jeeter. ¿Y que decir
de la otra hija de Jeeter y Ada?, voluptuosa pero despreciada por los hombres a
causa de su labio leporino…
La novela debió de causar un gran impacto en su
época. De ella se hizo una exitosa adaptación teatral que se mantuvo varias
temporadas en cartelera. Igualmente, sobre la base del libreto escrito por Jack
Kirkland, John Ford dirigió “La ruta del tabaco” en 1941. La lástima es que se trate de una obra menor del maestro Ford. Aunque lo peor es que no beba
directamente del libro de Caldwell, mucho más duro que el libreto de Kirkland. En la película,
amén de cambiar algunos datos e introducir un extraño happy end, lo que más llama la atención es la obsesión por lo políticamente correcto.
Se pierde así la fuerza expresiva del original, esa visión de la decadencia
económica en su representación más cruda y miserable. Igualmente no alcanzamos a ver la vileza
moral de los personajes, cuyas actitudes mezquinas, racistas y grotescas son
suavizadas, cuando no directamente eliminadas, en la película de Ford. Con todo no está mal, pero es otra historia. Eso otro camino.
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