sábado, 26 de marzo de 2011

Iván Rojo #3 - Una cita perfecta


En estos días aciagos uno se olvida hasta de las cosas más importantes. Penitenciacite. Todo esto para decirles que ya está en circulación el Iván Rojo#3. Que lo disfruten ustedes.
Una cita perfecta
Aquél iba a ser el día o aquélla iba a ser la noche, qué importaba. Todavía no había amanecido pero a él le daba igual; ni siquiera había dormitado unos minutos, así que la posición de los astros tampoco era muy relevante. Porque aún faltaba mucho para que amaneciera, pero iba a verla, hablar con ella, tal vez olerla, quién sabía, mil cosas. Llevaba horas perfectamente vestido sentado en la penumbra de su dormitorio, junto a la ventana. Hacía ya un buen rato que los coches que cruzaban el horizonte, trazando a velocidad uniforme la gran curva de la nueva ronda de circunvalación, lo hacían de uno en uno y a intervalos imposibles de medir. Los veía aparecer por el este con sus luces blancas y luego se esfumaban en la oscuridad durante un segundo, para volver a materializarse transformados en resplandores rojos que miraba empequeñecer y empequeñecer hasta extinguirse para siempre. Eso era todo. Sin contar lo de dentro de su cabeza, claro. No había puesto música para acompañarle. No había hojeado un libro. Simplemente disfrutaba de la espera contemplando la porción de extrarradio nocturno que le ofrecía su ventana y escuchando cómo su propia voz le recitaba sus mejores deseos. En alguna ocasión le pareció que lo hacía en voz alta, pero no se preocupó de cerciorarse. Lo que sí comprobaba a menudo era la hora. No transcurrían diez minutos sin que se sacara el móvil del bolsillo e hiciera que la pantalla se iluminara en un color azul hielo que le gustaba. Con la misma frecuencia estiraba el cuello y miraba hacia la calle, receloso de que la mala suerte decidiera burlarse de él. Pero todo iba bien ahí abajo. Todavía faltaba un rato para que llegara el momento. La parada del autobús seguía solitaria. Envuelta en la iridiscencia pálida que emitían los neones que alumbraban la publicidad incrustada en la marquesina, parecía un escenario del futuro. En el póster, un tipo demasiado perfecto para pisar La Tierra del siglo XXI lucía unos calzoncillos carísimos, hiperelásticos, de diseño. Esa clase de mierda fashion-light-cool a treinta y seis euros la unidad era lo que les metían por los ojos a los ciudadanos condenados a usar el transporte público a diario. Y también a él, que llevaba toda la noche esperando con miedo su modesto momento de gloria. Toda la noche o toda la vida, sólo él lo sabía. Se sorprendió preguntándose si un equipo de publicistas habría cobrado montones de euros por colocar la polla de aquel modelo exactamente en esa posición. Y en seguida se levantó de la silla. Dio unas vueltas a la habitación mientras se planchaba la ropa con las palmas de las manos y sacudía la cabeza mirando al suelo. Intentando convencerse de que ese tipo de pensamientos extraños era lo que le hacía ser un tío extraño. Se detuvo, hurgó en sus pantalones y el móvil volvió a pintar la habitación de un aire azul desvaído. Ya sólo faltaba un cuarto de hora para las cinco y media. Comprobó por enésima vez que la parada permanecía tranquila y se dirigió al cuarto de baño. Y empleó esos últimos minutos en observar con detenimiento su reflejo, en perder el tiempo al trazar planes de última hora con la esperanza de mejorar su aspecto. Pero cualquier pequeña modificación que aplicaba a su pelo o cualquier recorte en su barba rala le parecía que empeoraban su imagen anterior. Acabó optando por meter la cabeza bajo el grifo y secarse/despeinarse con la toalla. Luego se envolvió en una nube de desodorante y no pudo evitar pensar que todo aquello era innecesario y ridículo. Pero no tanto como abortar la operación a estas alturas. Aunque sólo fuera por no haber pegado ojo en toda la noche, la situación exigía cierta culminación. Así que ahí estaba: sentado en la parada desde hacía unos minutos, medio encogido por el frío que condensaba su aliento en fugaces nubes blancas, cuando escuchó unos pasos que se aproximaban. Buscó una postura natural en el banco de metal o plástico, lo que fuera. Cruzó las piernas de modo indeciso y al instante las separó con un gesto aún más vacilante. Quería parecer tranquilo pero notaba sus músculos tensos como alambres. Mientras se removía sobre la superficie helada se lamentó de que ningún coche hubiera aparcado esa noche en el carril bus; le habría venido bien revisar su apariencia reflejada en una luneta. O tal vez no. Tal vez eso habría aumentado su inseguridad. Sí, probablemente, se dijo. En cualquier caso, dejó de preguntarse sobre esto y todo lo demás cuando se dio cuenta de que los pasos resonaban ya muy cerca. Un segundo después ella aparecía por detrás del cartel anunciador. Iba distraída, rebuscando cualquier cosa en su bolso, y se sorprendió de modo demasiado evidente de ver a alguien en la parada a esas horas. Y dudo, también de manera muy visible, si sentarse en el banco. De manera tan visible que hasta él se dio cuenta de la indecisión de la chica y se sintió todavía más incómodo, estúpido, extraño de lo habitual. Ella optó por permanecer de pie a unos cuantos metros de él, arrebujada en el interior de su abrigo. Vista de cerca le gustaba lo mismo que desde la ventana. En un arrebato de audacia pensó en levantarse y entablar una conversación intrascendente con ella. El frío, las deficiencias del transporte público, lo inmorales que son algunos horarios laborales. Cosas así, para parecer alguien normal. Pero se limitó a permanecer sentado y decir un Hola avergonzado en un momento en que ella pareció mirarle de reojo. No le quedó claro si la chica le había contestado. Sí, una rápida nubecilla de vaho había salido de su boca, pero podía haber sido la materialización de un suspiro de tedio o simplemente su respiración. Y ya no hubo tiempo para aclararlo. El autobús llegó y la chica se escupió algo en la mano y lo tiró a la papelera. Luego subió al bus sin despedirse. Tampoco lo miró desde detrás de las ventanillas empañadas. Él se quedó un rato viendo cómo se alejaba el vehículo. Era bonito, un luminoso oasis de calefacción rodando sobre el asfalto mojado la ciudad oscura y fría. Se preguntó dónde iría. Cuando lo perdió de vista se levantó, se dio unas palmadas en sus mulos ateridos y se acercó a la papelera. No le costó demasiado encontrar el chicle. Aparentemente de fresa ácida y recubierto de ceniza, una cáscara de pipa y una serie de pequeños fragmentos no identificables. Impregnado en saliva fresca y caliente, brillaba a la luz de las farolas. Subió a casa sosteniéndolo entre el índice y el pulgar. Se sentó de nuevo junto a la ventana y se metió la masa en la boca. La masticó. Los jugos y los tropezones se esparcieron por su paladar. Justo antes de quedarse dormido pensó que aquél era el sabor del amor.

www.ivanrojo.wordpress.com

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