En una
época en la que abundan las iniciativas al cargo de ONGs para
salvar a las ballenas, al tiburón tigre, a la almeja roja del Atlántico o al
escarabajo pelotero del desierto del Gobi, se echan en falta otro tipo de
iniciativas para, por ejemplo, proteger los espacios culturales de los
mecanismos especulativos. Haciendo especial hincapié en los cines de barrio, a
los que ya debería incluirse en el catálogo de especies en peligro de
extinción. Y sí, lo habéis entendido bien, reivindico a las auténticas salas de
cine frente a esas multisalas de centro comercial que ya suponen casi la
única oferta cinematográfica en nuestras ciudades.
Y es que,
en estos últimos años han ido desapareciendo los cines tradicionales de la
ciudad en la que vivo. El refugio urbano para aquellos que no queríamos
conducir para ver un estreno y que no nos conformamos con cualquier cosa de
acción chusca, ciencia ficción de baratillo, terror preadolescente y, en
general, cualquiera de esas cintas para adolescentes pajilleros que copan la
cartelera de estrenos. “Voy al cine, luego vivo” proclamaba el
amigo Boyero en un artículo publicado en El País, refiriéndose al desgarro
emocional y a la tragedia que supone, no sólo para los cinéfilos, el que una sala
eche el cierre. Y es cierto, no es lo mismo ver desde la butaca de nuestro
salón como Bogdanovich -“La última película” (1971)- o Tornatore -“Cinema Paradiso” (1989)- evocan estas situaciones, que presenciar y padecer, en vivo y
en directo, la angustia por la desaparición de dos salas emblemáticas para
Valencia como fueron los Cines Aragón o el Cine Acteón. Que además no
serán los últimos. Al final solo nos quedarán las tropecientas salas repartidas
entre los innumerables centros comerciales situados en las principales vías de
acceso a la ciudad. Programando sin excepción las mismas películas. Resultando difícil,
cuando no imposible, rascar alguna obra decente por la que merezca la pena
desplazarse y pagar la entrada. Que encima, tampoco son baratas. Si bien, ya de
paso podremos hacer la compra, entretener a los críos y pasar una buena y
aburrida tarde… Muy gringo todo, vaya… A mayor gloria de los Soler, Bañuelos,
Batalla y Ortiz… Supongo que esto, como decía un profesor mío, forma parte de
la McDonalización del mundo.
Mi conclusión
es que, a pesar de la incomodidad de algunas de esas salas de toda la vida, de los
constantes problemas de imagen y sonido, o la mejorable aclimatación de los
vetustos locales, acabaremos echándolo de menos. Yo ya los echo de menos. Y es
que muchos de los mejores momentos de mi juventud han transcurrido justamente
ahí, encerrado dentro esos locales, ya sea “en soledad o en compañía,
en la primera sesión o en la madrugada…” Y es que, como dice Boyero, “esa droga dura no admite adulteraciones”.
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