sábado, 10 de mayo de 2008

Salvemos a nuestros cines


En una época en la que abundan las iniciativas al cargo de ONGs  para salvar a las ballenas, al tiburón tigre, a la almeja roja del Atlántico o al escarabajo pelotero del desierto del Gobi, se echan en falta otro tipo de iniciativas para, por ejemplo, proteger los espacios culturales de los mecanismos especulativos. Haciendo especial hincapié en los cines de barrio, a los que ya debería incluirse en el catálogo de especies en peligro de extinción. Y sí, lo habéis entendido bien, reivindico a las auténticas salas de cine frente a esas multisalas de centro comercial que ya suponen casi la única oferta cinematográfica en nuestras ciudades.

Y es que, en estos últimos años han ido desapareciendo los cines tradicionales de la ciudad en la que vivo. El refugio urbano para aquellos que no queríamos conducir para ver un estreno y que no nos conformamos con cualquier cosa de acción chusca, ciencia ficción de baratillo, terror preadolescente y, en general, cualquiera de esas cintas para adolescentes pajilleros que copan la cartelera de estrenos. “Voy al cine, luego vivo” proclamaba el amigo Boyero en un artículo publicado en El País, refiriéndose al desgarro emocional y a la tragedia que supone, no sólo para los cinéfilos, el que una sala eche el cierre. Y es cierto, no es lo mismo ver desde la butaca de nuestro salón como Bogdanovich -“La última película” (1971)- o Tornatore -“Cinema Paradiso” (1989)- evocan estas situaciones, que presenciar y padecer, en vivo y en directo, la angustia por la desaparición de dos salas emblemáticas para Valencia como fueron los Cines Aragón o el Cine Acteón. Que además no serán los últimos. Al final solo nos quedarán las tropecientas salas repartidas entre los innumerables centros comerciales situados en las principales vías de acceso a la ciudad. Programando sin excepción las mismas películas. Resultando difícil, cuando no imposible, rascar alguna obra decente por la que merezca la pena desplazarse y pagar la entrada. Que encima, tampoco son baratas. Si bien, ya de paso podremos hacer la compra, entretener a los críos y pasar una buena y aburrida tarde… Muy gringo todo, vaya… A mayor gloria de los Soler, Bañuelos, Batalla y Ortiz… Supongo que esto, como decía un profesor mío, forma parte de la McDonalización del mundo.

Mi conclusión es que, a pesar de la incomodidad de algunas de esas salas de toda la vida, de los constantes problemas de imagen y sonido, o la mejorable aclimatación de los vetustos locales, acabaremos echándolo de menos. Yo ya los echo de menos. Y es que muchos de los mejores momentos de mi juventud han transcurrido justamente ahí, encerrado dentro esos locales, ya sea “en soledad o en compañía, en la primera sesión o en la madrugada…” Y es que, como dice Boyero,  “esa droga dura no admite adulteraciones”.

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