Hoy se cumplen quince años de la muerte de Kurt Cobain. O mejor dicho, del día que llegó
a mis oídos la terrible noticia de su suicidio. Tengo grabado a fuego ese
momento, donde y hasta con quien estaba. Es jodido enterarse de que tu ídolo ha
decidido volarse la tapa de los sesos con una escopeta de caza. Incluso
doloroso. Aún hoy se siente como si hubiera pasado hace nada. Y es que desde
entonces, ningún otro personaje de la cultura ha ocupado el hueco dejado por el
rubio de Aberdeen. Los ídolos de adolescencia son irreemplazables. Marcan ese trayecto
definitorio de la personalidad del futuro adulto, afectando a los valores,
convicciones y metas. Así pues, espero no acabar pegándome un tiro a las
afueras de Seattle.
Se
han dicho demasiadas cosas sobre su trágico final. Es más, pululan algunos
libros y hasta un par de documentales amarillistas que dudan de la versión oficial.
Aquel atestado policial que determina que Cobain se suicidó. Hay quienes,
todavía, creen en la existencia de un complot para asesinarle que estaría
orquestado por su viuda Courtney Love. Desde ese momento elevada a la categoría
de viuda negra del rock. El caso es que me da igual. Lo importante aquí es
el legado musical, por encima del personaje y sus circunstancias. Casi todo lo
demás es broza. Material de reality… “The song, not the singer” que
decía aquel periodista del Rolling Stone en relación a alguna banda que
ahora mismo no recuerdo.
Uno se acuerda de cómo vibró la primera vez con “Smells Like Teen Spirit…
También de tararear “Come as you are” hasta el hartazgo o repetir una y mil
veces aquello de “Polly wants a cracker…”. Desgañitarse en el cuarto con
“Rape me” y hasta hacer amagos de headbanging entre libros de derecho con
“Negative Creep”. El impactó que me causó aquella primera escucha del “Nevermind” al
completo, al poco de publicarse y a través de un casete que aún conservo en mi
colección. Y de lo que me desesperaron los continuos retrasos en la fecha de
lanzamiento de “In Utero”. O la rabia que aún me causa el recordar que no disponía
de las tres mil calas que costaba la entrada al concierto en la Plaza de
Toros. Un show al que no pude acudir y no me lo perdonaré jamás. Y es que
Nirvana fue el primer grupo al que reverencié realmente. De hecho creo que es
el único al que he venerado. Desde luego fue con ellos como me conecté definitivamente
y sin reservas con esto del arte de las musas.
No
se me caen los anillos al reconocer que solté alguna lagrimilla. Eso y que aún hoy
día conservo los recortes de prensa de aquellos fatídicos días de abril de
1994. Y sí, aún me emociono al releer la crónica de Juan Cavestany para El País,
titulada de forma lacónica “Kurt Cobain se ha suicidado”… ¡Qué putada mondieu!
¡De cuantos buenos temas nos privó el muy mamón!
Por
lo que a mí respecta, le debo mucho a Cobain y a Nirvana. Porque al
comienzo de todo, estaban ellos. Y aún hoy día permanecen a través de su
corta pero imperdible discografía original. Sirva esta entrada pues como
sincero homenaje a este ser atormentado, ídolo de mi generación. No tanto por lo
que supuso para la música contemporánea, que también, sino por lo que significó y aún
significa para quien suscribe estas líneas. Y eso que ya no tengo dieciséis años,
aunque pagaría por ello. Así podría enmendar el error de no buscar la pasta
necesaria para ver el bolo de Valencia, pegándole un tirón a alguna vieja o
robando en la farmacia del parque si hiciera falta. Aunque hubiera sido más sencillo
escalar las gradas del foso taurino. Me vale todo. Así me
habría despedido del dios del grunge como es debido. A falta de una máquina del tiempo me conformaré con disfrutar de sus himnos forever & ever. Como está
cajita en forma de corazón que contiene el mejor vídeo jamás realizado por Kurt
y su tropa…
She
eyes me like a pisces when I am weak
I've been locked inside your heart-shaped box for weeks
I've been drawn into your magnet tar pit trap
I wish I could eat your cancer when you turn back
Hey wait
I’ve got a new complain
forever in debt to your princeless advise...
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