Hace
unos días me terminé “Todo está iluminado”, de Jonathan Safran Foer y
pese a las buenas referencias, me dejó bastante frío. La misma tarde repasé la
adaptación cinematográfica que Liev Schreiber filmó en el 2005 y me calenté un
poquito (hasta quedar tibio, nada más). Ahora que lo pienso, eso es lo peor que
se puede decir de esta y cualquier otra novela. Aquello de que la película resulta
más interesante. Más aún cuando el responsable es un debutante en la dirección.
Y no es cuestión de hacer sangre, pero me viene a la cabeza el abismo que media
entre la trilogía de “El Padrino” de Coppola y las novelas de Mario Puzo. En este
caso la diferencia de calidad entre uno y la otra no es tanta. Y se debe principalmente
a que Schreiber ha atinado prescindiendo de algunas de las líneas argumentales de
la novela, que son una puta mierda. Con todo, no os voy a engañar, tampoco es
que le haya quedado una obra maestra del séptimo arte.
Jonathan Safran Foer publicó el que es su debut literario en el año 2002, cuando
apenas contaba con 25 años de edad. El lanzamiento fue un éxito desde el
comienzo. Al poco “Todo está iluminado” ya había sido traducida a un montón de
idiomas, escalando hasta los primeros puestos en las listas de ventas de medio
mundo. Además cosechó algunos premios como el National Jewish Book Award y el
Guardian First Book Award. Y eso que el libro es cuando menos extraño. En
principio va sobre una búsqueda desesperada: la del propio autor, quien vuela a
Ucrania tratando de encontrar el origen de su familia con nada más que una fotografía
de su abuelo. Allí, perdido en el interior del inmenso país que vio nacer al
gran Sheva, buscará a la mujer que, supuestamente, le salvó la vida durante la
guerra. En ese cometido Foer se relaciona con insólitos personajes, uno de los
cuales terminará por convertirse en el verdadero protagonista de la historia.
De hecho es a él a quien debemos la frase que da título y sentido a la novela…
“Todo está iluminado con la luz del pasado”.
Vaya,
que solo la asunción del pasado sin tapujos - con plena conciencia del dolor
que puede provocar-, es la forma de mirar de frente al presente y hacia el
futuro. Una bonita reflexión, coincidente con la de otros muchos creadores judíos
cuando abordan la cuestión del Holocausto. Y es que no lo he mencionado pero,
en el fondo, la búsqueda del joven Jonathan -Jon-zen para los lugareños-
es un pretexto para denunciar, por enésima vez, la represión del pueblo elegido
a manos de los nazis.
Tal vez lo más original de esta novela sea el planteamiento esperpéntico y cómico
empleado para mostrarnos la tragedia. Cuestión esta que se aprecia más en la
película, donde el trabajo de Eugene Hutz y Boris Leskin en los papeles de Alex
y del abuelo, es bastante bueno. Sin embargo, la sorpresa que nos pudiera producir
su comportamiento en algunas de las situaciones, queda mitigada por culpa de
Emir Kusturica. Vaya, por las surrealistas historias de gitanos y gentes de los
Balcanes filmadas por el genio de Sarajevo. La sensación de deja vu es
una constante y no cuesta imaginarse que esos parajes de la Ucrania rural podrían
ser los de aquella Bosnia castigada por las bombas. Y las
comparaciones siempre resultan odiosas. Ni os cuento en este caso. Pues eso
nada más…
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