“El guardián del vergel” fue la primera novela de Cormac McCarthy. Es, además, la
más complicada de leer de todas ellas, pese a sus escasas doscientas veinte
páginas. Publicada originalmente en 1965, no sería hasta mucho tiempo después y
con la justa reivindicación de McCarthy, el que esta historia de antihéroes
alcanzase cierta notoriedad. Hoy día nadie duda que estemos ante un clásico de
la literatura norteamericana.
La
acción se sitúa en una pequeña comunidad rural de Tennessee en periodo de entreguerras.
Una época claramente marcada por la
ley seca y la gran depresión que asoló los EEUU. Encima debe ser más o menos el tiempo y
el lugar en el que el Premio Pulitzer 2006 pasó su infancia y adolescencia. Allí,
en el medio de campos, ríos, caserones y graneros, cohabitan tres
supervivientes: Un joven maleante que se busca las habichuelas como buenamente
puede; su tío, un octogenario con la cabeza llena de recuerdos y pecados por
expiar; y un muchacho huérfano de padre que comienza a descubrir la vida.
La
novela resulta compleja porque McCarthy se dedica a sumar párrafos en los que
nos cuenta anécdotas, algún recuerdo y desarrolla los pensamientos de cada uno
de los personajes de forma bastante inconexa. No existe una línea narrativa
concreta sino que párrafo tras párrafo vamos adquiriendo una visión impresionista
de los hechos. Cuesta un tiempo ir captando hacia dónde va todo e incluso, a
veces, se hace difícil saber quién protagoniza las acciones. Más aún cuando
McCarthy suma a las intervenciones de estos tres personajes, la de un coro de secundarios
que a la postre darán las claves que permiten entender la novela.
Con
todas las dificultades, me ha parecido un gran libro, como no podía ser de otra
forma viniendo de quien viene. Una narración metafórica, casi poética, que esconde una emotiva reivindicación de los
valores perdidos en el tiempo. Literatura con mayúsculas al cargo de un tipo
como Cormac McCarthy, junto a Philip Roth, los dos mejores escritores que aún
nos quedan vivos. Y que nos duren.
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