Pocas
veces me ha costado tanto terminar un libro como esta. Y eso a pesar de estar en
plenas vacaciones de verano, disponiendo de todo el tiempo del mundo. El caso es
que mi aproximación a los mundos dibujados por Martin Amis no ha sido todo lo
satisfactoria que hubiera deseado.
“La información” fue publicada por el novelista británico en 1995 y versa sobre la peculiar relación de amistad entre dos escritores cuarentones residentes en
Londres: Richard Tull y Gwyn Barry. A pesar de que Richard fue el primero en
probar las mieles del éxito, desde muy temprano su carrera y por extensión el
resto de su vida, caerá en picado. Por el contrario Gwyn, mediocre estudiante y
peor escritor, lleva una trayectoria inversa a la de Richard, alcanzando la
fama en el mundo entero con una ingenua y seductora utopía por la cual editores
y agentes de medio mundo se lo rifan. Además su vida personal es maravillosa,
tras casarse con una bella y riquísima heredera miembro de la aristocracia
británica. Es por eso el que, consumido por la envidia, Richard dedica todos
sus esfuerzos en joderle la vida a su amigo, a quien cada vez soporta menos. Lo
que él no sabe es que el sentimiento es mutuo.
Vale
que la novela presenta momentos divertidos, con un humor muy inglés, y que toda
ella destila mala leche y malsana ironía, pero es que está escrita con una
pedantería y una afectación que consigue que uno acabe hasta los huevos de Gwyn,
de Richard, de Martin Amis y de todo el puto Imperio Británico. Es más, si no
fuera por esos puntuales momentos de divertimento, no me la acabo ni de coña.
Porque mira que se hace lenta, pesada y hasta aburrida, con esas rayadas y sinsentidos
intelectualoides que no llevan a ninguna parte. Y es que, más que
disfrutar de la lectura, al final la he acabado padeciendo. Terrible.
“Una
novela deslumbrante de un autor imprescindible”, comenta la crítica. Por
lo que a mí respecta, ya tengo suficiente deslumbramiento, no sea que me quede
ciego. Y al menos por el momento, me voy a permitir prescindir de él. Una vez y no más Santo Tomás que reza el dicho.
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