Ícono underground, Limónov se dio a conocer a
través de una serie de novelas en las que narra su exilio en los EEUU a
mediados de los setenta – “Soy yo, Édichka”, “Historia de un servidor” y “Diario de un fracasado”-. Si bien, mi
puerta de entrada al universo del artista fue la fantástica biografía firmada
por el rusófilo Emmanuel Carrère. Ya en plena década de los ochenta se mudaría
a París, donde participará en varias revistas literarias. Sus trabajos en esa
época, también autobiográficos, van más en línea de escandalizar a la plebe con
sus historias sexuales –“El poeta ruso
prefiere los negrazos”-. Regresaría a su país natal ya en los noventa,
coincidiendo con la caída del régimen soviético, para centrarse en cuestiones
políticas. Dando cauce a su verborrea delirante a través del periódico Limonka,
a la sazón boletín oficial del Partido Nacional Bolchevique, fundado por él
mismo. Acusado de terrorismo, conspiración por la fuerza contra el orden
constitucional y tráfico de armas, acabaría dando con sus huesos en la cárcel. Pero
eso no contuvo su actividad y, una vez fuera, montó La Otra Rusia para
continuar esparciendo su mensaje político contradictorio, casi siempre opuesto
a Putin, aunque menos hacia el final. Gracias sobre todo a su sesgo
nacionalista en temas como el de la anexión rusa de la península de Crimea.
Un tipo
que se desenvolvió en la vida como un pececillo de plata entre el papel impreso.
No discriminando entre ídolos e ideologías. Capaz de navegar entre los textos de Lenin y Hallier,
admirar las bondades del capitalismo para luego criticarlo y ensalzar el modelo
soviético. Incorporando casi cualquier cosa al batiburrillo de cuestiones sin sentido y lecturas medio digeridas que había en su cabeza. También es verdad que, como dijo
en una entrevista reciente, “cada cosa tiene su tiempo, eso es todo. Hay uno para las tetas y los muslos de Maggie, reina de la cocaína, y otro para el fusil de asalto Kalashnikov”. ¡Ea! Descansa en paz tío loco.
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