Anoche, buceando entre los
canales del cable, me topé con la mítica película “El desfiladero de la muerte”, dirigida por Russell Rose en 1959 y protagonizada por la oscarizada
Susan Hayward o el mallorquín Fortunio Bonanova. No sé si la habéis visto, pero
de no ser así intentad localizarla. Os lo recomiendo. “El desfiladero de la
muerte” o “Thunder in the sun”, que así se llama originalmente. Buscadla. Me lo vais
a agradecer. Una historia de cowboys vascos, como lo oís. Una marcianada única.
Primero por tratarse de un tema nunca visto en el cine, al menos que yo sepa. Después
por el retrato tan peculiar que Hollywood hizo de estos representantes del
pueblo sobre el que tanto fabuló Sabino Arana. La verdad es que se me escapa de
qué fuentes bebieron para documentarse, si es que lo hicieron y no tocaron de
oído como parece. Y es que, como ya he dicho, la cinta narra las desventuras de
un grupo de emigrantes vascos que, huyendo de las Guerras Napoleónicas, pretenden
atravesar el territorio estadounidense para asentarse en California. Es por ello
que se verán obligados a pasar por el peligroso territorio de Missouri,
dominado por unas tribus indias que no están dispuestas a ponerles las cosas más
fáciles de lo que se las puso Napoleón. Con todo, en un Happy End digno
de otra época, la caravana conseguirá doblegar a los salvajes alcanzando así su
destino. A pedrada limpia. Y esto último es literal.
El esquema es el tradicional de cualquier western malo. Lo único
diferente es que los protas no proceden de las áridas tierras de Arizona o
Texas, sino de un poco más arriba del Gran Bilbao. Es por eso que los actores
que hacen de vascos, para diferenciarse de un vaquero a la clásica, van
ataviados con boina, trajes típicos y guantes de cesta punta con los que hacer
frente a los malosos. Encima combaten como saltimbanquis lanzadores de ripios y
utilizando un curioso grito de guerra: el tradicional irrintzi tan
característico de sus fiestas y bailes populares. Pero esto no es lo peor, que
tiene narices la cosa. Las victorias son celebradas por toda la cuadrilla
bailando sevillanas y dando palmas en torno a un fuego -¿?-. No tiene
desperdicio.
Y vaya, que “El desfiladero de la muerte” como película, pues es bastante flojita.
O directamente un truñaco, ¿para que ser suave en los calificativos? Ahora, ver
a una panda de garrulos dando piruetas circenses, pegando alaridos como
dementes y follándose a media nación india en una versión diabólica del jai alai
es un descojone digno de ser visto. Más aún cuando parece evidente que no es
una sátira, ni una burla, ni siquiera una coña filmada por algún antepasado de
los hermanos Wayans, aunque lo parezca. Simple y llanamente es una supina muestra
de ignorancia al cargo de quien se atreve a filmar cualquier cosa sin saber de
lo que habla. Al fin y al cabo, el tarugo medio a quien iba dirigido tampoco se
iba a dar cuenta. Y supongo que eso es lo que la hace tan divertida… Bueno eso
y un cúmulo de escenas memorables. Como esa en la que, ante el inminente ataque
de los indios, un aizkolari transmutado en Wyatt Earp anima a sus
compañeros a combatir “como antiguamente en Roncesvalles”. Tremenda
emoción. O cuando al final la Hayward se abraza al lehendakari de
la tropa, con ese gesto entre afectado y estreñido… Bufff… Pell de borró! Y cualquiera de esas escaramuzas que parecen
cuadros de Goya protagonizados por aprendices de Bud Spencer y Terence Hill… ¡Joder,
es que es mu grande todo! ¡A posta no te sale tamaña genialidad!
Lo gracioso es que varios años después y no sé si inspirados por esta obra
maestra, los creadores de la serie “MacGyver”
dieron su propia versión del pueblo vasco. Sería en 1985 y durante la primera de
sus siete temporadas. En un episodio llamado “El Mundo de Trumbo” y que comenzaba en un Euskadi selvático
poblado de guerrilleros bigotudos recolectores de bananas. Si bien, lo más impresionante
es la bajada en Zodiac por
las encabritadas aguas del río Nervión. Pa'mear y no echar gota... Pero vaya, que esta sí parece una coña filmada ex
profeso…
Y es que los americanos son unos putos jachondos, además de bastante ignorantes de toda aquella
realidad que se aleje un milímetro de sus fronteras. Lancemos pues un irrintzi a
su salud. Si no existieran habría que inventarlos.
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