sábado, 6 de septiembre de 2008

La venganza institucionalizada


Al principio de “Manderlay”, la demoledora fábula moral sin escenarios dirigida por Lars Von Trier en 2005, la protagonista explica a los esclavos negros que acaba de liberar en qué consisten conceptos como libertad, democracia o justicia. Hacia el final observamos como esto se vuelve en contra del personaje interpretado por Bryce Dallas Howard. Y es que los propios libertos aplicarán con dureza un concepto propio de justicia, democráticamente aceptado por todos ellos. El conflicto surge cuando deciden ajusticiar a una anciana por robar algo de comida e intenta convencerlos, sin conseguirlo, de que eso no es justicia sino un acto de venganza. No seré yo quien justifique la aberración que supone condenar a muerte a una persona por el motivo que sea, pero no es menos cierto que la afirmación con la que se intenta evitar el cruel destino de la anciana es más bien falsa. ¿Acaso la venganza no es parte esencial de la justicia?

En este punto transcribo la opinión del filósofo y escritor español de origen argentino Augusto Klappenbach, expuesta en un didáctico artículo publicado por El País en 1998...
Venganza: Satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos. (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española). “No queremos venganza, pedimos que se haga justicia”. Esta expresión, y muchas equivalentes, se han escuchado a menudo (….), reiterando una idea frecuentemente repetida con ocasión del castigo a cualquier criminal. Sin dejar de valorar las buenas intenciones de quienes dicen estas cosas, creo que esta descalificación de la venganza se basa en un doble equívoco. En primer lugar, desconoce el hecho de que la justicia que se pide ya incluye la venganza. En segundo lugar, presupone una valoración moralmente negativa de la venganza como tal, que conviene matizar. Vayamos por partes. La pena que se impone al criminal tiene al menos cuatro finalidades. Primera: proteger a la sociedad de un miembro potencialmente peligroso. Segunda: aunque la realidad de los sistemas carcelarios convierta en utópica esta intención, procurar la rehabilitación del criminal. Tercera: disuadir a otros de posibles conductas criminales. Cuarta: ofrecer a la sociedad una satisfacción que compense de alguna manera el daño que el delincuente ha causado a sus víctimas. Si bien es verdad que este último objetivo no puede convertirse en único ni reemplazar a los anteriores en una sociedad civilizada -como sucede con la imposición de la pena de muerte-, tampoco puede desconocerse su importancia. Ya decía Hegel que este carácter vindicativo o retributivo de la justicia implica considerar el castigo como “algo que contiene el derecho del criminal, y por tanto al ser castigado se le honra como ser racional”. Aunque la frase suene algo cínica y tengamos que reconocer que todo criminal renunciaría de buen grado a tales homenajes, no puede negarse que al aplicarle el castigo estamos reconociendo su carácter de agente racional y libre de sus actos criminales, distinguiendo así la pena que le aplicamos de la mera protección social y la posible rehabilitación que buscamos al encerrar a un demente o incluso a un animal peligroso.La concepción popular de la justicia, que el derecho no puede desconocer, incluye espontáneamente este carácter vengativo -llamémosle por su nombre- de las penas judiciales. ¿O acaso cuando se exige la aplicación de la ley a un criminal aborrecible se está pensando únicamente en evitar delitos futuros o en corregir su conducta depravada? Una vez cometido un crimen cuyos efectos pueden ser irreparables queda al menos la posibilidad de restablecer el equilibrio en la medida de lo posible, exigiendo al delincuente que pague de la única forma posible el daño que ha cometido. Y la única forma en que él puede pagar consiste en sufrir una pena compensatoria. Esto nos lleva al segundo aspecto de la cuestión, el de la calificación moral de la venganza. En la filosofía moral de Kant hay dos afirmaciones distintas, pero complementarias. Se afirma, en primer lugar, que el valor moral de una acción desaparece cuando se la realiza por conseguir un premio o evitar un castigo. Una acción motivada por la mera conveniencia del sujeto podrá ser legal, pero nunca moral. La búsqueda de la felicidad, por tanto, no puede convertirse en criterio de moralidad. Pero en segundo lugar también se dice allí que la razón exige que la felicidad y el bien moral terminen reconciliándose. En otros términos: nuestra concepción racional de la justicia aspira a que el bueno sea feliz, aun cuando no haya sido la búsqueda de la felicidad lo que ha motivado sus buenas acciones. Kant, como buen ilustrado, tenía tal confianza en el carácter racional del mundo que llevaba esta exigencia de la razón hasta el extremo de postular la inmortalidad del alma y la existencia de Dios como condiciones indispensables para que el bien moral y la felicidad, que en esta vida suelen andar a la greña, terminen en una armonía situada más allá del mundo en que vivimos. Lamentando no poder compartir tanta confianza en que el mundo esté bien hecho, creo que a todos nos queda la exigencia de que las buenas personas sean felices: vemos a cada paso que muchos inocentes sufren y que muchos canallas llevan una vida envidiable y nuestra razón protesta ante esta manifiesta injusticia. Creo que el revés de esta exigencia también forma parte de la experiencia moral. Así como aspiramos a la felicidad de las buenas personas, también la razón se rebela ante la felicidad de los canallas. A quienes hemos renunciado a la fe kantiana en una justicia trascendente, nos quedan las modestas decisiones que tratan de conseguir, en la medida de lo posible, esa reconciliación entre moralidad y felicidad dentro de los límites de este mundo. Y la venganza forma parte de esta armonía: infligir al delincuente una pena proporcionada a su delito implica restablecer en cierta medida un orden que la racionalidad moral exige, convirtiendo este mundo injusto en un lugar donde los hombres reciban las consecuencias de sus actos. Porque si algo caracteriza al ser humano es precisamente su capacidad de responsabilizarse de lo que hace: eliminando el castigo -la venganza-, el criminal elude hacerse cargo de las consecuencias que su acción ha tenido sobre los demás, simulando de esta manera una acción meramente animal. Dicho esto, hay que matizar. En una sociedad civilizada, la venganza penal debe quedar en manos del Estado, lo cual no garantiza su justicia, pero al menos disminuye las innumerables arbitrariedades y desproporciones en que las venganzas privadas no podrían menos que caer. Tampoco puede la venganza convertirse en el objetivo principal de la justicia, en desmedro, por ejemplo, de la rehabilitación del delincuente. Y también conviene advertir sobre las patologías que genera la obsesión por la venganza, al estilo de El conde de Montecristo, cuando una vida entera se orienta a destruir al enemigo antes que a conseguir la propia felicidad. Pero, salvadas las desmesuras, conviene rescatar a la venganza del descrédito en la que la ha sumido una concepción moralizante de la ética. (…)”

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