Como
no podía ser de otra forma, la contraportada de este libro se acoge
a las habituales exageraciones fruto de la mente mercantilizada de un
editor ávido de ganancias en forma de libros vendidos [“Estos
pausados y maravillosos cuentos -vibrantes y audaces-, aparentemente
simples, pero de una extraordinaria destreza y precisión son, sin
duda, pequeñas obras maestras.”]
Pues bien, en esta ocasión y a diferencia de otra muchas, la
aparente exageración no es tal. Y sí, ya sé que es bastante común
que la prosa de este humilde bloguero tienda al barroquismo,
recurriendo a adjetivos tales como “maravilloso”, “fantabuloso”,
“mágico”, “prodigioso”, “soberbio”, “excelente”,
“hechizante”... en fin, ya sabéis. Pero creedme si os digo que
en lo que respecta a esta novela no solo son adecuados, sino que se
antojan insuficientes. Así que buscad el libro, comprarlo, leedlo,
disfrutadlo y después regalárselo a alguien. Os haréis un gran
favor y le haréis un gran favor.
Porque
“El regreso” es una obra magna. Una portentosa recopilación de
relatos al cargo de Alistair Macleod, veterano escritor canadiense de
quien aún no me había leído nada. Entre otras cosas porque nadie,
llámese persona blog periódico o web, me lo había
presentado y tan solo recuerdo una mínima reseña en las páginas
del Babelia que, si bien captó mi atención, no fue tanto
como para perder el culo buscando la obra de este buen hombre. Ahora
sé que “todo admirador de relatos cortos deseará leer y
conservar este volumen” (Joyce Carol Oates dixit). Amén
sista'.
Los
siete cuentos incluidos en este volumen (a cada cual más bonito, más
impactante, más desgarrador, más enorme...)
tienen en común
una serie de cosas. La primera de ellas la
localización geográfica. Se
desarrollan
física y mentalmente en la “Isla”
de Macleod, que no es otro
sitio que el Cabo
Bretón,
en Nueva Escocia, costa
canadiense. Además
en todos ellos
uno de los temas que se explora, o más
bien el TEMA (así, con
mayúsculas) del cual se nos habla es el del vínculo al terruño, a las gentes, a lo
que uno es y por lo que uno es, pero sin eludir el reverso tenebroso
de esa gran verdad, los abismos
insalvables que
de ese mismo vínculo se derivan y como eso marca la relación entre
padres,
hijos y
hermanos.
Se
trata de historias
de mineros y
pescadores, de sus mujeres y sus vástagos, de
sus vidas marcadas
por los
recuerdos
y los
mitos
que
se trajeron desde el viejo continente.
El
narrador suele ser un joven
que,
repleto
de anhelos
y aspiraciones, huye
desde
su
pueblo a la ciudad para
después ver
desde fuera a sus
viejos, a los adultos
que
allí se quedaron como rocas
empeñadas en resistir todo tipo de embates. Todo
eso siendo conscientes de que algún día ellos también serán
adultos y acabarán inexorablemente transformados en una
de esas inquebrantables rocas
que pueblan la costa de Nueva Escocia.
Como
ya intuiréis existe
un poso de tristeza en cada
uno de
los relatos. Pero
una tristeza bella,
una tristeza que
es
bonita de contemplar, que engancha como lo hace la vida, esa batalla perdida de
antemano.
Como
os he dicho anteriormente todos los relatos son magníficos, impecables desde el
primero al último, si bien los mejores, al menos para mí, son
los dos últimos que se titulan
“El pesquero” y “El camino a Punta Rankin”. El primero nos habla de los
recuerdos de infancia y juventud de un joven profesor, presentándonos a su estricta madre y a su soñador padre,
propietario de un barco que era el sustento de la economía
familiar. El segundo, “El camino a Punta Rankin”, es la historia de alguien que
vuelve sobre sus pasos para cerrar el círculo de la vida. Una
fantástica manera de cerrar esta colección de relatos melancólicos,
tristes, elegantes, sobrecogedores, preciosos e imprescindibles.
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