La
verdad es que, pese a haberme topado con el término en más de una
ocasión y gozar con textos y vídeos en los que se pone en
práctica esta disciplina, no tenía mucha idea de que era esto de la
psicogeografía. Es justo ahora, estando tan de moda en según que
círculos -gracias a algunas relecturas de la serie “True Detective”-, cuando descubro que es una pariente de la geografía
que, lejos de centrar su atención en hechos y fenómenos físicos, pone el acento en como el medio
afecta al comportamiento del individuo y en como las emociones y
conductas de los seres humanos dejan huella en ese mismo medio.
Al
parecer la psicogeografía tiene su origen en la deriva urbana. En el
flaneur parisino que a comienzos del XIX consagraba sus días a vagar
por la ciudad siguiendo la llamada de las emociones, observando tanto
el paisaje urbano como las gentes que en él habitan. Esa figura
omnipresente en los cuadros de Gustave Caillebotte que también protagoniza los textos de Baudelaire, Robert Walser, Thoreau, Thomas
de Quincey o el mismísimo Poe. Hoy día, además de la mencionada
-aunque un tanto forzada- "psicogeografía sureña" creada por Nic
Pizzolatto, tenemos ejemplos del fenómeno en las obras de Alan
Moore, Will Self y muy especialmente en la de Iain Sinclair.
A este
personaje es a quien yo quería llegar. Y es que, mi última y
fatigosa lectura ha sido “White Chappell, Trazos Rojos” del
mencionado Sinclair. Un escritor y cineasta de origen galés al que podemos considerar, con justicia, figura de culto. Eso a pesar de
ser bastante desconocido para el lector en castellano, debido a lo
escaso de su obra traducida a lengua cervantesca. He dejado caer
que mi introducción al universo Sinclair ha sido una tarea agotadora. Y
lo ha sido, pero también muy satisfactoria. ¿Por qué? Pues
porque siempre es una gozada descubrir a un autor diferente. Alguien
que propone algo completamente distinto a todo aquello con lo que esperaríamos toparnos cuando comenzamos un libro, empezamos una
película o ponemos a rodar un disco. ¡Y que encima escribe tan rematadamente
bien! Con una prosa preciosista, incluso adivinatoria, por momentos lenta, pero adecuada al objetivo buscado.
Luego
está la cuestión del método. Es decir, la ya expuesta
psicogeografía que, según el propio autor explica, “lidia con
lugares, no con gente, con topografía y no con narrativa”. En este
sentido, “White Chappell, Trazos Rojos” es una psicogeografía
del East End londinense. Allá donde Jack el Destripador encontró a
sus víctimas y probablemente cometió sus archiconocidos crímenes.
El lugar en el cual dieron sus primeros pasos los Maiden de Bruce
Dickinson. El hogar de gangsters de película como los gemelos Kray y
centro del gueto judío en época victoriana. La casa del West Ham
United, de donde salieron ilustres del balompié británico como Lampard, Ferdinand, Cole, Carrick o Defoe.
La
acción de la novela intercala pasajes que transcurren en White
Chappell contemporáneo con otros del siglo XIX. Los personajes del
siglo XXI son cuatro corredores de libros antiguos, uno de los cuales
descubre una copia de galeras del primer cuento de Sherlock Holmes,
“Estudio en escarlata”. Este maravilloso hallazgo se mezcla con
los crímenes cometidos siglo y pico antes por Jack “el
destripador”. La narración del siglo XIX toma a sus personajes del
ensayo “Jack el destripador: La solución final” del periodista
Stephen Knight. En él, se especula con la existencia de una
conspiración para encubrir la boda secreta entre el príncipe
Eddy, duque de Clarence y Avondale, nieto de la reina Victoria, y una
plebeya. El periodista sostiene que la última víctima de “el
destripador” habría sido testigo de este matrimonio y que los
asesinatos se llevaron a cabo para silenciarla. Al igual que al resto
de prostitutas asesinadas, de alguna manera enteradas de las nupcias. Estos
crímenes se realizaron de conformidad con los ritos masónicos por Sir William Gull, médico de la reina Victoria, un cochero llamado
John Netley y el misterioso tercer hombre que, según especula
Knight, pudo ser el pintor Walter Sickert. Justamente Gull es otra
de las figuras centrales de este “White Chappell, Trazos Rojos”, junto a James
Hinton, mejor amigo del médico de la reina, además de fanático religioso. Con todo, al libro
le interesan los hechos mencionados para enmarcar la acción, pero no
intenta demostrar ni desmontar la teoría de Knight. Sinclair está más interesado en otras
cosas que tienen que ver con el ocultismo, la religión, la
ingeniería social y la experiencia urbana.
La
novela es inclasificable. No estamos ante un ensayo periodístico, ni ante un
novela policíaca, ni un hard boiled victoriano, ni una narración fantástica, ni siquiera histórica, sino
que es todo eso y mucho más. Y comienza
tal que así...
Existe una curiosa enfermedad del estómago en la que la úlcera crece como un tejido fibroso, coralino, que reemplaza a la musculatura, y la cicatriz divide ese sombrío receptáculo en dos zonas comunicadas a través de un istmo angosto. Una condición que no sin cierto temor los especialistas en patología describen como “estómago reloj de arena”.
Se pueden sentir las olas peristálticas mientras éstas pasan visiblemente por la parte superior del abdomen, de izquierda a derecha,como si fueran conscientes de la etiqueta diurna. Amigos de cirujanos las han observado hipnotizados, boquiabiertos, con el rapto de los que solean sus cabezas vacías al aire libre en el ocaso, ante esta revelación de mareas secretas. Un tedioso dolor se repite, picotea el hígado, y hasta la idea de comer se torna una tortura. Algo que comienza en la incomodidad se perfecciona con cada ingesta hasta colonizar toda la conciencia, hasta que abundantes vómitos, sorprendentes para los testigos casuales, traen alivio.
Nicholas Lane, descarnado, las manos sobre sus rodillas rígidamente angulosas, levantó la vista hacia el paisaje oscurecido, monótono, y después la bajó hacia el arenque a medias fermentado, mezclado con el moco color helecho que vertía de su garganta y se trenzaba en las duras lanzas del césped al costado de la carretera.
Trozos, que eran casi piel, se partían y caían al suelo. Lo arrebataron nuevas convulsiones. Sus huesos castañeteaban bajo su furia. Pedazos de bullabesa humeante se derramaban en un charco de sombra sobre la fina capa de nieve.
Ale, ahora a buscarla y a disfrutarla.
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