viernes, 12 de junio de 2009

La abadía del robledal


“La abadía del robledal” o “La abadía en un bosque” o “Abadía en el encinar” siempre ha sido una de mis pinturas favoritas. La primera vez que la vi fue hace un porrón de años y a través de una lámina recogida en un compendio de arte que había en el domicilio familiar. Con el paso de los años y pese a haberla visto miles de veces -en ese mismo libro, también en otros e incluso en directo en su alojamiento berlinés-, me sigue hipnotizando ese paisaje crepuscular compuesto por un conjunto de árboles en un primer plano, rodeando las ruinas de una abadía de apariencia gótica. Sobre todo esos personajes que forman una suerte de comitiva monacal que se dirigen hacia la abadía. La sobrecogedora atmósfera, la franja de luz entre la oscuridad, las mencionadas ruinas y los árboles erguidos desafiando tanto a los hombres como a lo que construyeron en el pasado… Brutal.

Cuentan que su autor, el principal representante del romanticismo alemán Caspar David Friedrich, se inspiró en la ruina de la iglesia de Eldena en Pomerania. Debía conocerla muy bien, ya que él es oriundo de aquella zona situada a orillas del mar Báltico. Si bien Friedrich se encargará de acentuar el significado religioso de la composición mediante el añadido de un crucifijo en el portal y de un ventanal. Reflejando una fuerte influencia de la versión pietista del protestantismo, así como por la filosofía de Friedich Schleiermacher. Esta última propugnaba un alejamiento de los postulados kantianos al intentar relacionar el romanticismo con la teología. Evidentemente es imposible conocer a Dios por medio de la razón, en eso el planteamiento es impecable. El problema radica en saber que se ha de esquivar la racionalidad para defender la existencia de Dios. Bueno, que se me ha ido la olla y esta entrada no iba de religión. Tan sólo añadir que, probablemente, sin la existencia de estas corrientes teológicas, hoy día no podríamos disfrutar de esta magna obra de Friedich. Ni del resto de sus pinturas. Tampoco de las de Fussli u otros egregios representantes del romanticismo.

“La abadía…” es una de las obras más conocidas y celebradas del autor, pese a ser uno de las primeras -datada entre los años 1809-1810-. Óleo sobre lienzo pintado cuando Friedrich apenas contaba con 35 años, junto con “Monje a la orilla del mar”, ambos se presentaron en la Academia de Berlín en 1810 con un gran éxito en general. Si bien, en su momento también tuvo importantes detractores como Goethe quien escribió: “Todo esto es una negación de la vida… La muerte… la muerte en una escena invernal… los monjes, fugitivos de la vida… el ataúd, el monasterio en ruinas… no puedo soportarlo”. No es el caso del también poeta Theodor Körner, a quien la pintura inspiró profundamente…
 “La fuente de la gracia se ha derramado en la muerte,
y alcanzan la beatitud,
los que por la tumba pasan a la luz eterna”.

Hay que destacar que este cuadro –y en general toda la obra temprana de Friedrich- expresa su obsesión por la muerte, la soledad y el inexorable paso del tiempo. Entendiendo esto desde su biografía, ya que su madre murió cuando apenas tenía siete años y más tarde su hermano se ahogaría tratando de salvarle cuando el artista, aun siendo un niño, cayó en un lago helado. También su padre falleció cuando el pintor estaba realizando esta obra. El caso es que la obra fue considerada durante todo el siglo XIX como la cumbre de este artista. Pero la fama declinaría en tan sólo una década. Inexplicablemente.

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