Que Daniel Day-Lewis es uno de los
dos o tres mejores actores que tenemos en la actualidad es algo bastante obvio.
Si no lo crees así, échale un ojo a “Pozos de Ambición” (There will be blood, 2007) de Paul Thomas Anderson, en dónde pone cara al protagonista principal.
Una actuación magistral que le valió para obtener el Globo de Oro al mejor
actor en la categoría de drama, así como el Oscar al mejor actor. Y ya sé que hay quiénes no están muy de acuerdo con esto. Sin ir más
lejos tengo un amigo bastante desubicado, al que no convence el histrionismo de
Daniel y me martillea en cada debate cinéfago con aquello de que “el
británico siempre sobreactúa”. Pues bendito histrionismo… ¡Y viva la sobreactuación!
Day-Lewis es capaz de llorar sin caer en el dramatismo facilón, sonreír y
hacernos reír sin que resulte ridículo, hacer que sus personajes rezumen simpatía
o antipatía y que de las dos maneras parezca verosímil. Alguien capaz de fumar
con tremendo estilo y sin que resulte impostado, con la importancia que eso
tiene en el mundillo de la actuación; que cuando bebe o come nos transmite sed
y hambre, pero de verdad, con lo difícil que es… Resacoso, dormido, sereno,
borracho, triste, radiante, tullido o hasta de espaldas a la cámara lo hace de
puta madre… Y esta película no podía ser la excepción. El gachón está
excelente, sin ningún género de dudas. Aunque le joda a mi broda’.
Premiada en el último Festival de Berlín, en la gala de los Oscars y
por el Círculo de Críticos de Nueva York, la cinta es una adaptación de la
novela “¡Petróleo!” que Upton Sinclair publicara en 1927. Narra la
historia de un buscador de petróleo de Texas, que hace fortuna durante los
primeros años del negocio, a comienzos del siglo XX. Transcurrido un tiempo y ya
transformado en magnate, intentará adueñarse de un importante yacimiento ubicado
en una pequeña población de interior. Encontrando la oposición de un predicador
cristiano que se transformará rápidamente en la horma de su zapato.
La primera parte de la película es excepcional. Con apenas diálogos y casi sin música,
sobresalen esas escenas iniciales en las que vemos cómo se va forjando el personaje.
Los sufrimientos de quien acabará deviniendo en eso tan valorado por la
sociedad norteamericana, lo del hombre hecho a sí mismo. La filmación es de un
cuidado preciosismo, bellísima. Destacando los abundantes claroscuros que
resaltan más si cabe la rudeza en los rostros y también lo duro de la empresa
emprendida. Ya entonces y a través de la afilada cámara de P.T. Anderson vemos
como ese hombre asume ser un canalla sin redención. Aunque no va a ser hasta la
segunda parte que observaremos como el monstruo despliega sus alas. Ciego de ambición,
no cejara en el empeño hasta convertirse en millonario. Comportándose como un miserable
capaz de todo con tal de colmar sus ansias de riqueza. Y saciar su sed de petróleo,
por supuesto.
Y es que, por si no había quedado
claro, “Pozos de ambición” es la historia de una ambición desmesurada. El auge
y caída de un ser humano cuya codicia le llevará hasta la destrucción moral y también
física más absoluta. Obra oscura, deprimente y opresiva como pocas. La única
pega es, por decir algo, el exceso de frialdad en algunas de las escenas.
Aquellas que parecen filmadas no tanto para resultar claves en el desarrollo de
la historia, sino para que el director se luzca. Y que nos quedemos con la boca
abierta ante esa belleza quasi pictórica. ¡Bendito problema! Tampoco
estoy de acuerdo con un metraje a todas luces excesivo. En esto sí creo que el
director se equivoca. Debería haber acortado un poco hacia final, ahorrándonos ciertas
teatralizaciones. Esas con las que recalca mensajes que tienen que ver con la
eterna fricción entre el poder, la religión o la familia, y que ya habían
quedado más que claros. Esa “violencia tragicómica con la que se resuelve el
final” tal cual lo ha definido algún crítico.
A pesar de todo y con las reservas expuestas, me ha encantado la película. Siendo
además una extraordinaria muestra de estilo. El del siempre interesante P.T.
Anderson, director californiano también responsable de films como “Embriagado de amor” (2002), “Magnolia” (1999), “Boogie Nights” (1997) o Sidney (1996). Desde
luego que merece la pena tragarse las más de dos horas y media de imágenes. Aunque
solo fuera por la prodigiosa primera hora, por la fastuosa interpretación de
Daniel Day-Lewis, por la primorosa planificación, por la bellísima fotografía,
por su elegante tratamiento sonoro y porque, seamos serios, tampoco es que haya
tantas obras maestras pululando por nuestros cines. Y esta no lo será, de
acuerdo, pero se le acerca mucho. Y sino al tiempo…
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