Este sábado
comenzó una nueva edición del Tour de Francia, la competición ciclista por
antonomasia. Partiendo desde Montecarlo para completar las veintiuna etapas de
las que constará este año, una de las cuales transita por territorio español. Y
ya son unos cuantos años en los que servidor se apostará frente al televisor
durante las tres semanas de julio en las que se disputa la prueba. Vale, he
exagerado un poquito. No todos los días, porque algunas etapas son infumables.
Pero siempre hay cuatro o cinco con las que disfruto como un enano, viendo a
los corredores retorcerse en esas cuestas imposibles. Normalmente las de alta
montaña y las de media que acaban picando en alto. Bueno, también algunas en llano con las escapadas bidón, los abanicos, pinchazos
inoportunos y el pelotón con el cuchillo entre los dientes. Y los sprint de la
primera semana, como no.
El caso es que hay quienes defienden que para entender el Tour hay que ser
francés. O al menos residir en el país vecino. Cierto que para ellos es algo
más que una simple prueba deportiva. Pareciera más una cuestión de tipo
identitario. El ciclismo es el Tour y no se concibe ese deporte si no
es en el marco de la mítica prueba creada en 1903 por Henri Desgrange y que actualmente
está dirigida por el discutido Christian Prudhomme. Yo, como no soy francés ni
vivo en Francia -ni pretendo una cosa o la otra-, jamás podré amarlo tanto como
ellos. Como aquel personaje de “Amelie” que en un pasaje de la película se
pone a llorar como un magdalena, tras recuperar una figurita de Bahamontes que
creía perdida y le retrotrae a su niñez. De Federico Martín Bahamontes aka
“El águila de Toledo”, el mítico escalador español que fue seis veces ganador
del Gran Premio de la Montaña y una de la clasificación general
del Tour.
Mi seguimiento de la prueba es mucho más modesta y con menos pretensiones. Por
eso mi ídolo también es más modesto y dudo que llegue a ocupar un lugar de
honor en la historia del deporte de las dos ruedas (como sí lo hizo Bahamontes).
Aunque para mí era, es y siempre será el puto número uno. Se llama Djamolidin Abdoujaparov y fue conocido como “El terror de Tashkent”. Existen dudas de si
se ganó el mote por la manera tan salvaje que tenía de disputar los sprint
o por lo feo que era. En todo caso Abdoujaparov era un esprínter y de los
buenos. Ostentando un interesante palmarés en el que se dan cita
el Maillot Verde de la regularidad de los Tours del 91, 93
y 94, el de la regularidad del Giro de Italia del 94 y el de
la Vuelta a España del 92. Aparte de siete etapas de
la Vuelta -4 en 1992 y 3 en 1993-, nueve del Tour -2 en
1991, 3 en 1993, 2 en 1994, 1 en 1995 y 1 en 1996- y una etapa en
el Giro de 1994. Siendo el único ciclista junto a Jalabert y al gran Eddy Merckx,
que ha ganado el maillot de la regularidad de las tres grandes
vueltas.
“Abdou” nació en Uzbekistán y no sé si eso determinó su manera poco
ortodoxa de esprintar -por decirlo suavemente-. Tal vez acostumbrado a corretear por carreteras hechas
con cerámica azul de Rishtan -¿y qué más?- el menda era incapaz de mantener la bici
recta y metía más codos que Koeman en sus años mozos. Esa forma tan agresiva de
disputar le grajeó no pocos enemigos. Además de protagonizar algunas de
las caídas más brutales que uno recuerde. De hecho aún tengo en la retina
el hostión que se metió en la última etapa del Tour del 91,
cuando en la refriega final se arrimó tanto a los laterales, que se estampó
contra una valla. ¡Pa’berse matao! Lo gracioso es que, como llevaba
el Maillot Verde y las reglas del Tour exigen que para
ganarlo se debe atravesar la meta sin ayuda, se vio obligado a montar de nuevo
en la bici. La estampa del uzbeco, con el maillot destrozado y abundante sangre
manando de su cabeza, rodando hacia la meta junto a los médicos del equipo pendientes
de si se desmayaba, es una de las imágenes más potentes de la televisión de los
noventa.
Por esas cosas le guardo cariño al gran Djamolidin. Y no me valen las imitaciones
del todo a cien como ese Robbie McEwen. Y es que por mucho que se esfuerce el
australiano, nunca llegará a ser igual de guarro y efectivo en la pugna final. Y
es que hasta para ser un Hannibal Lecter sobre ruedas hace falta clase. Encima
el tipo provenía de un país con escasa tradición ciclista como Uzbekistán,
siendo capaz de codearse con las grandes escuelas de esprínteres como la
italiana, la belga, la alemana o la holandesa. ¡Ah! Pero es que “Abdou” no
era tan sólo un gran velocista. El tío llegó a ganar alguna etapa de media
montaña, tras meterse en la escapada buena. Y es que además de veloz, era hábil.
E inteligente. Y un animal.
Por desgracia, el final del uzbeco no fue el mejor, estando marcado por
el dopaje. Durante la segunda etapa del Tour de 1997, dio positivo en un control y fue suspendido por un año. Después de eso se retiró del
profesionalismo y nada más se supo. He comprobado que en su país es un ídolo. No
me extraña. Sin embargo, me sorprende que su ejemplo no haya tenido como
consecuencia el nacimiento de una escuela uzbeca de ciclismo. Y es que de
aquellos lares, aparte de él, sólo recuerdo a un tal Abdourasmanov, que pasó
sin pena ni gloria por el Giro o la Vuelta. Aunque igual lo he soñado, porque
me he pasado Internet entero y no he encontrado una mísera referencia.
Y eso
es todo lo que os tenía que contar.
Bueno y
saludar a “Abdou” por si me lee. Capaz.
Gracias
por tanto.
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