Charles Aznavour, Atom Egoyan, la familia Agassi, Cher, los tipos de System of a Down, el
tenista David Nalbandian, los campeones del mundo con Francia Yuri Djorkaeff y Alain Boghossian… Todos estos tienen en común su origen armenio. Y es que hay
armenios repartidos por medio mundo, llamando la atención los denodados
esfuerzos por no perder su identidad, manteniendo lengua, religión y el
recuerdo de su historia, que va pasando de generación en generación. Así, en
cualquier población en la que haya un foco armenio -en Rusia, EEUU, Francia,
Argentina…-, por pequeño que este sea, los exiliados y sus descendientes habrán
fundado una iglesia destinada al culto armenio, un periódico en lengua armenia
y alguna asociación cultural y/o de ayuda mutua.
La culpa de la diáspora armenia la tuvieron, principalmente los turcos, quienes planearon y administraron centralmente un genocidio contra toda la población armenia del Imperio Otomano entre los años 1915 y 1917. Esto ocasionó un exilio
generalizado de los supervivientes. Motivo de más para que se produjera un
reforzamiento identitario entre aquellos que fueron víctimas de este
holocausto aún no reconocido por Turquía, con el fin de que el tiempo no borre
tan lamentable episodio.
Pero siendo esta la causa fundamental del exilio, tampoco es la única. Si no
sería difícil explicar porque el padre de William Saroyan, fallecido en 1911,
emigró a la soleada California. En donde, por cierto, se dedicó al tema de los
viñedos, oseasé a la cultura del vino, la única cultura que merece la
pena. Estas circunstancias moldearán la mirada del joven William, escritor de
numerosas obras y cuentos cuyos temas giraban en torno a los primeros años de
vida de un hijo de inmigrantes pobres, retratando el universo provinciano del
oeste de los Estados Unidos. Muchas de sus historias se basaron en experiencias
propias de su infancia entre los agricultores armenio-americanos del Valle de
San Joaquín (California). Tratando con profusión el tema del desarraigo. Entre ellos destaca “Me llamo Aram” de 1940, que
recoge una colección de historias acerca de un crío y su familia inmigrante. Un
libro que lo consagrará como gran maestro de la narrativa norteamericana
contemporánea.
Todas sus obras gozarían de enorme popularidad durante los años
de la Gran Depresión. Si bien, no será hasta hace poco que
la editorial Acantilado las recupere para el lector en castellano. La más
célebre de todas ellas responde al título de “La comedia humana” y
fue publicada originalmente en 1943. Incomprensiblemente no la había leído
hasta ahora, que lo he hecho merced a a la recomendación de un amigo. Raro, porque es una
historia juvenil a la altura de “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger, novela de impacto para cualquier chavalín mínimamente
aficionado a la lectura.
Al igual que otros libros de Saroyan, “La comedia humana” nace de la propia experiencia, en este caso como repartidor de telegramas en su pueblo. Su alter ego literario es el encargado de llevar los cables en
Ithaca, pequeña localidad californiana sita en el Valle de San Joaquín.
Estamos en medio de la Segunda Guerra Mundial, por lo que muchos vecinos están
en el frente. De ahí que la mayoría sean anuncios terribles de soldados
que ya no podrán regresar al hogar. Esto permitirá al joven acercarse a las
diferentes “ventanas que se cierran en el entorno familiar del
desaparecido”. Y es que en el fondo, “La comedia humana” es un
alegato contra lo absurdo de la guerra. De esta y de todas las demás.
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