Siendo una
persona no creyente, más ateo o agnóstico según la temporada, siempre había
pensado que eso jugaría en mi contra a la hora de captar la espiritualidad que
impregna las obras de los grandes de la arquitectura sacra. Muy especialmente
del más grande de todos ellos, don Francesco Castello del Borromini, un
personaje torturado, estoico, asceta y malcarado cuya obra se desarrolló en la
Roma papal del siglo XVII. Puro arte de Contrarreforma, aquello del barroco
triunfante. Sin embargo, en un reciente viaje a la ciudad eterna, tuve el
placer de adentrarme en este conjunto de contracciones curvas y rectas que es
la Iglesia de San Carlos Borromeo y creo que llegué a captar parte de la
espiritualidad que allí se concentra. Supongo que ayudó mucho el horario de la
visita, próximo al cierre, y la escasa afluencia de público. Lo que me permitió
un acercamiento más sosegado al conjunto de lo que es habitual en cualquier
otra iglesia de la capital transalpina. Los que hayáis ido por allí sabréis de lo
que os hablo.
La iglesia y convento de San Carlo alle Quattre Fontane es una pequeña edificación situada en la confluencia de la Via Barberini y la Via del Quirinale, en donde se ubican cuatro fuentes a la clásica en los diferentes chaflanes del cruce y que son las que le dan nombre. Encargo de la orden religiosa española de los Trinitarios Recoletos, San Carlino, como se la conoce vulgarmente, supone una de las obras cumbres del arte del barroco. El autor, que se reconocía súbdito de la monarquía española y al que unía una gran relación con Manuel de Moura, Embajador de España ante la Santa Sede, no dudo en aprovechar los conocimientos acumulados desde sus comienzos como cantero en Milán, para rendir un sentido homenaje a la grandeza de Dios.
La genialidad del artista se
manifiesta en esta compleja edificación compuesta de cinco fachadas que están
concebidas como entes independientes y que encierran el espacio cuadrilobulado
de la iglesia junto al que erigió un patio abierto, enclaustrado, en el cual dispuso
de manera personalísima diferentes elementos provenientes del sistema de
órdenes clásicos y otros propios de las construcciones de Miguel Ángel. Con
todo, lo más espectacular es la cúpula central. Realizada con un acasetonado de
tipo clásico, extraído del Tratado
de Serlio a partir del modelo de la basílica paleocristiana de Santa Constanza, con una articulación de
formas geométricas trenzadas. El efecto de conjugar todo esto con la luz
rasante proveniente de los focos naturales situados en los extremos de la
bóveda, o el que surge de la linterna central, ofrece al espectador una visión
mágica del conjunto. Y no es sólo eso, ya que esa misma luz se transmite a todo
el espacio interior, formas curvas y rectas, retranqueos y juegos constructivos
presentes, de forma que se generan impactantes juegos de luces y sombras que
unidos al completo silencio en el que se sume el templo logran transmitir una
sensación mística imposible de comprender si no se ha estado allí.
La verdad es que esto sí que es
una experiencia religiosa y no lo que cantaba el Enriquito (Iglesias, para
más inri). Impresionante.
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