La moda de lo políticamente
correcto no hace prisioneros. Ahora se ceba en un escenario tan poco propicio, a
priori, como es el deporte de competición. Y es que, aprovechando la ristra de
éxitos del deporte español, varios columnistas se han apuntado a criticar a
aquellos que celebran/celebramos esas gestas. El sonsonete se repite una y otra
vez. Aquello de que las victorias son solo de quien las consigue y que por lo
tanto, el aficionado no tiene nada que celebrar. Vaya, que simpatizar con uno u
otro equipo de baloncesto, o ser fan de un motero, ciclista o tenista por los
motivos que sean, sentir sus victorias o derrotas casi como algo propio, es inconcebible.
O está mal, que existen dos gradaciones en la crítica. Ayer mismo escuché a un filósofo
bilbaíno diciendo algo así. Que el ser conciudadanos del triunfador no nos hace
legítimos copropietarios del éxito. Y que por lo tanto es un error asumir su
éxito como propio y si lo hacemos es para avivar un orgullo tribal que no
aporta nada, o si acaso adicción al patetismo. Te tienes que reír.
El caso es que el criterio de proximidad, que no deja de ser un criterio como
cualquier otro, es el mayoritario entre aficionados al deporte televisado. ¿Eso
obedece a una cuestión tribal? Pues probablemente. ¿Pero ese sentimiento grupal
compartido por compatriotas, conciudadanos o simplemente vecinos, que tiene de
malo? O sea, ¿A Santo de qué esa visión tan negativa? ¿Acaso no vivimos en
sociedades, que es el nombre moderno que le damos a la tribu? ¿Es malo
alegrarse y sentir como algo próximo que a un vecino le vaya bien? Pero es que
encima, ese criterio no es el único que funciona en esto de las pasiones y los supporters.
Es conocido que en Japón los aficionados al béisbol se identifican con la
estrella a la que idolatran y por eso se convierten en seguidores de un club u
otro dependiendo dónde el ídolo desarrolle sus habilidades. Eso sería impensable
entre futboleros ingleses, italianos, españoles o sudamericanos. Aquí se es aficionado
de un club llueva, nieve o haga Sol. Imperando la máxima que reza que se puede
cambiar de trabajo, ciudad y hasta pareja pero nunca de equipo. También hay
quienes se declaran seguidores de tal o cual equipo/deportista atendiendo a
criterios tan variopintos como la belleza de las camisetas o del propio
deportista. Como aquel nutrido grupo de fans polaco-ucranianas que durante la
pasada Eurocopa y preguntadas por el motivo de lucir la
indumentaria azzurri, respondieron sin rubor que ellas iban con los más
guapos. Pues muy bien que me parece. Yo mismo tengo un amigo muy aficionado al
ciclismo que se declara tifoso de Pantani y ahora de “la
Cobra” Ricco. No porque sean los más guapos, que no lo son, sino
por ser quienes mejor se desenvuelven en la montaña… a su parecer.
En el fondo, lo que expresa esta corriente entre hater e intelectualizante del
espectáculo deportivo, es pura desconexión. O incomprensión. O las dos cosas. ¡Que
esto esto va de pasiones señores! Y si son incapaces de sentir la emotividad,
pues reconozcan que no les gusta esto y dejen disfrutar a los demás. Vamos,
como si fuera lo mismo una victoria del Barça o del Madrid,
de Menchov o Contador, del Joventut o del Pamesa. ¿Que
gane el mejor? ¡¡¡Y un cuerno!!! Que ganen los míos, sean los que sean y por lo
que sea. ¿Qué sería del deporte sin el sentimiento, sin la pasión por los colores,
sin tomar partido por un deportista u otro, sin identificarse al fin y al cabo?
¿Quién dice que se tenga que actuar con raciocinio y alegrarse por el buen
juego en abstracto o cabrearse por lo contrario, como si la cosa no fuera con
uno? ¿Acaso tiene algo de racional alegrarse o apenarse porque alguien más
joven, más rico y seguramente más guapo gane o pierda? Porque insisto y ahí
está el quid de la cuestión: el deporte de competición es
pasión y nos quieren convencer de que eso no tiene sentido. Pues mira, no. Para
eso ya existe el deporte de base, que es y debe ser formativo y educativo.
También las carreras que me pego yo todas las tardes, aunque eso más que nada
es destructivo para mis rodillas.
Así pues y respondiendo a la pregunta inicial, decir que sí. Rotundamente sí. Somos
los legítimos copropietarios del éxito de nuestros deportistas, de aquellos a quienes
seguimos, como también lo somos de sus fracasos. Yo, como ciudadano, tengo mis mañas y preferencias, mis simpatías y unas antipatías que no
oculto y por eso nunca seré objetivo. Ni falta que hace.
Ya se ha dicho demasiadas
veces que la competición deportiva es el principal sustitutivo de la guerra.
Las Olimpiadas evitaron en buena medida que varias potencias se
agarraran a palos por enésima vez. Y en las guerras o se va con unos o con los otros.
Si se va, vaya. Así pues claro que voy con Nadal cuando juega contra Federer.
Claro que voy con la UD Levante cuando se juega la Copa contra el Valencia CF. Porque me gusta como juegan y también, porque
ocultarlo, al ser un compatriota y sentirlo más próximo a mí que a un suizo. O
al ser un club en el que tengo algunos amigos y por eso prefiero que les vaya
bien a ellos. En el caso del tenista, si en lugar de ser español fuese sueco
sería igual de bueno y también podría ser fanático de su juego. Pero
lógicamente no tendría igual predicamento en España. En Suecia pasaría lo
contrario. Y eso ni es bueno ni es malo. Y desde luego no creo que haya que avergonzarse
por ello. Y vaya, en definitiva, esto va de elegir. Yo sé quiénes integran
tribu o mejor dicho mis tribus, dependiendo del deporte. Así pues, juego limpio
y a poder ser que ganen los míos. Aun jugando mal. Cero trauma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario