El otro
día volví a ver “Trainspotting” (Danny Boyle, 1996). No la había
vuelto a ver desde su estreno, si mal no recuerdo en los multicines del CC
El Saler y con el cretino de Ramón Palomar delante.
La película, basada en la novela homónima de Irvine Welsh, es una auténtica
chulada. Repleta de escenas desternillantes entre las que destacan las
diferentes peleas en las que Begbie se ve envuelto, o el momento en el que este
mismo personaje le mete mano a un travelo, o también la archiconocida en la que Spud esparce sus deposiciones en la
cocina de su novia. Pero para servidor, lo mejor escena en toda la película es aquella en la que los cuatro amigos, obligados por Tommy, realizan un amago de
llevar una vida sana en conexión con la naturaleza autóctona. Es ahí cuando Renton, el
personaje protagonista interpretado por un joven Ewan McGregor, suelta un glorioso monólogo
en el que se cuestiona el orgullo de ser escocés. Algo que, en otros términos y
adaptándolo a las circunstancias de cada país, sería perfectamente extensible a cualquier nacionalidad.
“¡Algunos odian a los ingleses… yo no, sólo son soplapollas! ¡¡¡Estamos colonizados por unos soplapollas!!! ¡Ni siquiera encontramos una cultura decente que nos colonice! ¡¡¡Estamos gobernados por unos gilipollas!!! ¡¡¡Esto es una grandísima mierda Tommy!!! ¡Y ni siquiera todo el aire puro del mundo cambiará las cosas!”
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