“La
jungla polaca” es el último libro del gran reportero polaco Ryszard Kapuscinski que ha llegado a nuestras librerías. Publicado originariamente en
1962, narra a través de relatos independientes, sus andanzas por una Polonia
devastada por la guerra. Escrito entre medias de aquellos viajes africanos de
los que di buena cuenta por aquí, el autor se adentra en las profundidades de
su país para recoger un valioso testimonio de supervivencia que prescinde del
tono optimista del realismo socialista.
Los veintiún reportajes de los que se compone son un referente de aquello que se
vino a llamar “literatura de los hechos”, que no es sino la conversión del
reportaje periodístico en literatura. Por ese motivo, no es difícil entender
que este debut suscitara tamaño interés entre público y crítica. Hasta el punto
de fijar los focos sobre el considerado a la postre como el mayor
periodista del Siglo XX.
El propio autor contaba que el libro fue escrito entre las décadas cincuenta y
sesenta del siguiente modo: “Volví a Varsovia. Debía preparar una nota
relatando lo que había visto en el Congo. Describí la lucha, el
desmoronamiento, la derrota. Al hacerse pública, recibí una convocatoria para
comparecer ante un camarada del Ministerio de Asuntos Exteriores. "¿Qué
demonios ha escrito? -me espetó, indignado- ¡Llamar anarquía a la revolución!
(...) Lo lamento -me dijo el camarada dando por terminada nuestra
conversación-, pero usted no sirve para hacer de corresponsal en el extranjero,
porque no entiende los procesos marxista-leninistas que se desarrollan en
aquellas partes del mundo.” “De acuerdo -me mostré conforme-, aquí también
tendré de qué escribir.”
Entre los textos incluidos merece una mención especial “El rapto de
Elzbieta”, que además es el más célebre. Y es que, al denunciar determinadas prácticas de
la Iglesia polaca, llegó a desaparecer de algunas ediciones. Según parece algunas
campesinas metidas a monjas se habían sentido dolorosamente retratadas.
“-¿Qué me trae usted? Y yo no llevaba nada. Ni más palabras, ni objeto alguno. Para verla, había viajado en tren, atravesado el bosque hundido en la nieve hasta las rodillas, golpeado con insistencia la puerta del monasterio y cuando por fin me hallaba ante la alta reja, tan sólo tenía una pregunta, que además ya había hecho y que, sin provocar resonancia alguna, había sido celosamente guardada en los rígidos pliegues del hábito. Por eso contesté: -A decir verdad, no sé. Quizá tan sólo el grito de dolor de su madre.”
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