No hace tanto tiempo, tuve una etapa como lector en
la que alternaba una obra de Paul Auster con otra de cualquier otro autor, y
así sucesivamente. Al final casi me acabe la extensa bibliografía del escritor
de Newark. Sin embargo y pese a tener en gran estima a Auster, el despago que
me produjo leer la mediocre “Viajes por el Scriptorium” y ver la patética “La vida interior de Martin Frost”, tuvo como consecuencia que cortara con esa
etapa de obsesión austeriana.
Eso hasta la semana pasada, en la que retomé mi
idilio con Paul Auster leyendo una de las pocas novelas que me había dejado por
el camino, la maravillosa “El Palacio de la Luna”. Una reconciliación a lo
grande, ya que esta novela es de lo mejor que he leído en muchísimo tiempo. En
ella me he reencontrado con dos de las máximas que informan toda la producción
austeriana y que a mi tanto me agradan, la recurrencia al fatalismo y la
importancia de las casualidades en la vida de las personas.
Una historia preciosa, triste, tierna y conmovedora, en la que Auster proclama a
los cuatro vientos esa máxima atribuida a Ortega y Gasset de “Yo soy yo y mis
circunstancias”. Me ha calado hondo, sí señor.
Paul
Auster en su máximo esplendor.
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